El viaje hasta Grasse, situada a sólo treinta kilómetros de distancia, fue bastante más apacible que el trayecto hasta la casa de Orozco. Probablemente aletargado por el proceso digestivo, el perfumista condujo a una velocidad sensata y los acercó hasta la puerta misma de su hotel, para que pudieran registrarse y dejar los equipajes.
Tras ese breve trámite, que no les ocupó más de diez minutos, el cordobés los llevó al Museo Internacional de la Perfumería, para una visita guiada que hizo comprender a Perdomo lo difícil que le iba a resultar, incluso a un experto como Orozco, identificar el aroma del asesino.
El museo constaba de tres plantas. En la primera pudieron contemplar los diversos utensilios empleados para la creación y conservación de un perfume, desde la época de los faraones. Ordóñez encontró especialmente inquietantes unos braseros de bronce empleados por los chinos de la dinastía Shang para quemar sustancias aromáticas durante los sacrificios humanos en honor a sus dioses. Cuando Orozco les informó de que las víctimas en aquellas ceremonias solían ser bebés, Perdomo se estremeció al recordar el siniestro valle de Hinnon en el que Ane Larrazábal había encontrado la cabeza del diablo.
En el segundo piso, El Alquimista se recreó explicándoles las distintas fases de la creación de un perfume, desde la elección de las materias primas hasta la campaña de marketing, con la que cada firma hace su apuesta de comercialización. Allí expuestos estaban los aromas más célebres de la historia: el agua de colonia alemana 4711; el perfume Shalimar, creado por Guerlain en 1925 inspirándose en la historia de amor entre el emperador Sha Jahan de la dinastía mogol y su esposa Mumtaz Mahal, en cuya memoria hizo levantar el emperador el Taj Mahal; y por supuesto el legendario Chanel n.° 5, que desde su creación en 1921 había cambiado de envase en no menos de seis ocasiones. Aunque Orozco les aseguró que uno de los envases era el que se encontró en la alcoba de Marilyn Monroe el día de su suicidio, Perdomo se mostró escéptico y lo consideró un simple reclamo publicitario.
– Y ahora -dijo muy ufano Orozco- les mostraré el jardín-invernadero de la tercera planta, que es donde yo, a mis dieciocho años, robaba las sustancias con las que empecé a hacer mis primeros experimentos de perfumería.
Perdomo consultó el reloj, vio que eran casi las ocho de la tarde y recordó al cordobés que su avión despegaba a la mañana siguiente. Un poco contrariado por no poder rematar la visita, su guía les ahorró la media hora que pensaba dedicar a la planta superior y los condujo hasta su estudio taller, situado a pocos metros de la place du Cours, donde se hallaba el museo.
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Nada más salir a la calle, el policía notó que Orozco, que se había mantenido en un estado de gran jovialidad a lo largo del día, adoptaba un semblante más sombrío y taciturno.
– ¿Hay algún problema? -le preguntó Perdomo cuando entraron en el estudio.
Antes de responder, el cordobés encendió un cigarrillo y comentó, a modo de justificación, que casi todos los perfumistas fumaban. Les explicó que después de llevar mucho rato oliendo, como había ocurrido en el museo, su olfato se saturaba y necesitaba volver a lo que él llamaba el «olor cero». Eso se podía conseguir con el tabaco, y luego bastaba con lavarse la nariz con agua mineral.
– Hay un problema, en efecto -dijo por fin dirigiéndose al policía-. Usted me dijo cuando hablamos por teléfono que está investigando un homicidio y que la identificación del olor puede ser crucial para la detención del asesino.
– Eso es.
– Pero no me ha querido revelar ni quién es el sospechoso ni quién es la víctima.
– ¿Y eso qué puede importarle? Sólo le he pedido que nos ayude a identificar una colonia.
– Pues sí que me importa. Imagínese que tengo éxito y que identifico esa fragancia. Usted atrapa a su criminal y éste llega a enterarse de que la prueba para atraparle se la suministré yo.
– Señor Orozco, yo le garantizo que…
– Tal vez usted sí pueda -interrumpió el otro con vehemencia- porque es un servidor público y está obligado por un código deontológico y un juramento. Pero ¿y ella? ¿Qué sé yo de esta mujer? ¿Quién me garantiza a mí que, por afán de protagonismo, o de lucro, o de ambas cosas a la vez, no vaya dentro de unos meses con el cuento a la prensa o a la televisión, y yo me encuentre, sin comerlo ni beberlo, en el punto de mira de un peligroso asesino?
Perdomo y Ordóñez intercambiaron una mirada de impotencia, pues se dieron cuenta de que el razonamiento del perfumista era difícil de rebatir. El hombre parecía muy asustado, y se había convertido en otra persona, muy lejos del cordobés franco y lenguaraz con el que habían almorzado al mediodía.
– Si no está dispuesto a colaborar con la policía, ¿por qué no me lo dijo la primera vez que hablamos? Y nos hubiéramos ahorrado el viaje.
– Yo no me he negado a colaborar… aún. Le estoy diciendo, simplemente, que dado que mi vida podría estar en juego, me gustaría disponer de más información.
El policía guardó silencio. Por un lado, estaba convencido de que, si alguien podía identificar el olor que Mila había percibido, era el hombre que tenía enfrente; pero por otro, temía que si contaba los detalles del caso a Orozco, fuera él quien cometiera una indiscreción, cuyas consecuencias podrían ser nefastas para la investigación del crimen y para su hasta entonces brillante historial en la policía. Perdomo sabía lo mucho que podía llegar a ensañarse la prensa amarilla con un caso como aquel e incluso imaginó los titulares del día: LA POLICÍA ESPAÑOLA RECURRE A UNA VIDENTE AFICIONADA PARA IDENTIFICAR AL ESTRANGULADOR DEL AUDITORIO.
Por ello, Perdomo trató de resistirse como gato panza arriba a las pretensiones del perfumista.
– Señor Orozco, si atrapamos al asesino gracias a usted, le caerán no menos de veinte años. ¿De qué se preocupa?
– ¿Veinte años? En el supuesto de que los cumpliera íntegramente, pienso estar aún vivo dentro de veinte años. ¿Qué edad se figuran ustedes que tengo? ¡Aún estoy en la cincuentena! Pero es que además -siguió argumentando- ningún criminal cumple ahora su condena íntegramente ¡y mucho menos en España! Alcanzar el tercer grado penitenciario por buena conducta cada vez es más frecuente. ¿O es que se creen que no leo la prensa de mi país?
– Eso es cierto -concedió el policía, que había visto cómo en los últimos años habían salido con facilidad a la calle algunos delincuentes a los que había tardado años en atrapar. Perdomo estaba a punto de ceder, pero se apuntó a un asalto más.
– Parece estar muy seguro de poder identificar el olor. ¿Y si le proporciono los detalles del caso y luego no logra ayudarnos?
– Le propongo un pacto, inspector. Si doy con la fragancia, usted se compromete a suministrarme todos los detalles del crimen. Es la única manera de que yo sepa de quién me tengo que defender.
Perdomo simuló que evaluaba la propuesta durante unos segundos, pero en realidad ya había tomado la decisión hacía rato.
– Trato hecho -dijo tendiéndole la mano-. Pero me tiene que dar su palabra de que no divulgará, ni en público ni en privado, la información que yo pueda suministrarle.
Orozco se obligó a mantener el sigilo y luego condujo a la pareja al sanctasanctórum de cualquier perfumista, una mesa o pupitre denominado órgano -por analogía con el instrumento musical- donde se hallaban ordenados y escalonados cientos de pequeños frascos con diferentes esencias o «notas olfativas».
Como si se dispusiera a crear un nuevo perfume, Orozco se proveyó de un bloc de notas, un lápiz y unas mouilletes o tornasoles para impregnarlos en las distintas sustancias que tenía ante sí: productos florales, animales y sintéticos, unos líquidos y otros en polvo, algunos con varios años de antigüedad, otros recién adquiridos. En el centro de la mesa había una balanza de precisión para establecer las dosis exactas de cada materia prima.