– Ha estado tomando mercurio desde hace tiempo -les informó Achille-. Se lo recetaron para combatir la sífilis, pero es evidente que ha sido peor el remedio que la enfermedad. Mírenlo, pobre padre mío: ha perdido todos los dientes, y es a causa de ese metal maldito.
Achille fue interrumpido por un brusco acceso de tos del moribundo, que duró casi medio minuto. Después pudo continuar:
– La tos ha sido otra de las constantes en los últimos años. Para contrarrestarla le aconsejaron opio, aunque aún peor ha sido el abuso continuo de laxantes de todo tipo, a los que se hizo adicto. Decía que le servían para expulsar los venenos ocultos que tenía en el cuerpo.
– ¿Dónde está el médico? -preguntó extrañado Caffarelli, al ver a aquel pobre diablo abandonado por completo a su suerte.
– Supongo que pasándoselo en grande, en algún burdel de la ciudad -respondió el hijo consternado-. Vino a visitar a mi padre esta mañana y al no poderle sangrar porque ya no le queda ni una gota en las venas, afirmó que él ya no podía hacer nada y que llamara al obispo para ungirle con los santos óleos.
Mientras hablaban, el monaguillo había acercado a la cama de Paganini una pequeña mesa que le facilitó el ama de llaves y que cubrió con un lienzo blanco inmaculado. Sobre la mesita colocó un crucifijo, flanqueado por dos velas de cera, un platillo con agua bendita y un ramito de palma que iba a hacer las veces de hisopo. Tras encender las velas, Paolo pidió al ama de llaves que dejara también sobre la mesa un vaso con agua corriente, una cuchara y una servilleta limpia.
Caffarelli se arrodilló entonces frente a la mesita y, tras colocar sobre ella la bolsa que contenía la Sagrada Forma, se incorporó y comenzó a rociar la habitación con agua bendita. Tras la aspersión, el canónigo pronunció una breve oración, durante la cual tanto Achille como el ama de llaves fueron invitados a arrodillarse:
– Domine Deus, qui per apostolum tuum Iacobum…
El monaguillo colocó entonces sobre la mesa, además de la botellita con el santo óleo de la unción, un platillo con seis bolas de algodón absorbente con las que enjugar el aceite sagrado, y otro con una rebanada de pan cortada en cuadradillos y una rajita de limón, para que el sacerdote pudiera limpiarse los dedos tras haber administrado el sacramento.
Concluido este ceremonial, el eclesiástico hizo saber al hijo de Paganini que todo el mundo debía abandonar ya la estancia, pues había llegado el momento de oír en confesión al moribundo. Achille se acercó a su padre y, tras susurrarle algunas palabras al oído, le puso en las manos una pequeña pizarra y una tiza para que pudiera comunicarse con el sacerdote.
La puerta de la habitación se cerró a espaldas de Caffarelli con un chirrido siniestro, y el eclesiástico se quedó a solas por fin con el moribundo.
46
Al acercarse a Paganini, Caffarelli se dio cuenta de que el simple hecho de estar a una distancia en que el enfermo pudiera tocarle le causaba un profundo desasosiego, pero aún hubo otro detalle que le perturbó más y que sólo podía apreciarse a muy corta distancia: la piel de Paganini era de una textura extraordinariamente fina y parecía que tuviera abiertos todos y cada uno de los poros. Sudaba abundantemente y en cada inspiración y espiración esos poros parecían abrirse y cerrarse de una manera que Caffarelli encontró repulsiva, como millones de bocas microscópicas, ávidas de quién sabe qué mórbidas sustancias.
A pesar de que se encontraba a escasos centímetros, el músico parecía no haberse percatado aún de su presencia. Tenía la cabeza sobre una almohada de brocado, el rostro vuelto hacia el lado opuesto de la cama, que era el que estaba en penumbra; las manos cruzadas sobre el pecho, como si fuera ya un difunto, sostenían la pizarra que le había entregado Achille para la confesión. Caffarelli decidió cerciorarse de que el músico estaba aún con vida por el procedimiento de zarandear ligeramente la pizarra, lo que provocó el extraordinario efecto de poner sus delgadísimas y kilométricas manos en movimiento. Era como si una araña gigantesca hubiera advertido la llegada de una presa, gracias al temblor que produce ésta en la tela, cuando forcejea para tratar de liberarse. En medio del silencio sepulcral que reinaba en la habitación, Caffarelli podía escuchar perfectamente el turbador tableteo de aquellas patas humanas moviéndose arriba y abajo por la pizarra. Aquello era más de lo que el canónigo podía soportar y decidió romper el silencio dirigiéndose a él de palabra:
– Hijo mío, tenemos que comenzar. ¿Cuándo fue la última vez que te confesaste?
Las palabras del canónigo tuvieron el efecto de congelar al instante el movimiento de los dedos de Paganini que, ahora sí, daba muestras de una quietud tan absoluta que parecía haber pasado por fin a mejor vida.
Y entonces sobrevino el horror.
El músico volvió lentamente el rostro hacia Caffarelli y clavando en él la mirada, que era de una intensidad escalofriante, le dirigió una sonrisa pérfida, cruel, inaudita, transformado ahora en la encarnación misma del Mal. En décimas de segundo, su mano izquierda, huesuda pero gigantesca, se había cerrado sobre su muñeca como un grillete y el canónigo se retorció en un gesto de dolor, pues Paganini estaba triturándole literalmente los huesos, con una fuerza sobrehumana, impensable para una criatura que había parecido hasta entonces tan desvalida. Su boca, enferma y llena de llagas, empezó a proferir un sonido áspero y gutural, que a Caffarelli le pareció al principio el gruñido de una bestia, pero que luego acertó a identificar como una horrenda blasfemia en hebreo:
– Zayin al hakuss hamasrihah shel haima hamehoeretl shelha!
Al darse cuenta de que aquel desdichado estaba completamente poseído, Caffarelli, que tenía ya la muñeca rota y doblada en un ángulo inverosímil, por efecto de la tenaza que sobre él estaba ejerciendo Paganini, empezó a gritar a voz en cuello pidiendo ayuda.
En medio de aquellos alaridos, que fueron atendidos de inmediato por las personas que había en la casa, Caffarelli se dio cuenta de que su llamada de auxilio no era sólo por la agresión física, sino que se había convertido en la súplica desesperada de un hombre que está siendo arrastrado en vida al otro lado.
Paganini, en un último y sobrehumano esfuerzo, antes de expirar definitivamente, parecía estar llevándoselo con él a lo más hondo del precipicio del infierno, y él se dio cuenta de que en realidad no estaba luchando sólo por librarse de una presa corporal, sino para evitar ser arrastrado a aquella sima pavorosa.
¿Era éste el famoso pacto diabólico del que tanto se había hablado en vida del músico? ¿Había concedido Satanás a Paganini aquel extraordinario talento musical a cambio de que, además de su propia alma, el músico le entregase la de otro infeliz más? Caffarelli no recordaba la última vez que se había confesado él mismo, porque lo cierto era que detestaba el sacramento. A pesar de tener que administrarlo a los demás casi a diario, el canónigo había llegado al secreto convencimiento de que la confesión era un invento de la propia Iglesia para tener a la gente en un puño. «En la intimidad de mi alma, le diré a Dios que me arrepiento y Dios me perdonará», solía decirse a sí mismo últimamente el eclesiástico. Comprendía, por supuesto, que su resistencia a confesarse era una absoluta herejía: hasta el Santo Padre estaba obligado a pasar por semejante trance. Su insatisfacción a raíz de sus últimas confesiones se debía también al hecho indiscutible de que éstas no le habían proporcionado el alivio espiritual esperado. La paz y el gozo interiores que trae consigo la certeza absoluta de que todos los pecados han sido perdonados habían desaparecido hacía años, para dar paso a un sentimiento perpetuo de culpa por el hecho de estar llevando a cabo malas confesiones, es decir, confesiones en las que siempre omitía o maquillaba algún pecado. Tenía claro que lo que le había llevado a iniciar esa infausta cadena de confesiones tramposas era su repugnancia creciente a admitir conductas vergonzosas ante personas que, por muy facultadas que estuvieran por la Iglesia para escucharle e imponerle la penitencia correspondiente, no le merecían el menor respeto intelectual. Caffarelli sabía pues, desde hace tiempo, que estaba en pecado mortal, pero mientras su resistencia a confesarse fuera mayor que la culpa por no hacerlo, estaba dispuesto a aplazar sine díe el momento de volver, como un hijo pródigo, a abrazar el sacramento.