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Paolo el monaguillo no volvió a ser visto con vida después de aquella noche fatídica. Su cuerpo, en avanzado estado de descomposición, fue encontrado al cabo de un par de semanas -el tiempo que habían empleado las bacterias de su organismo en producir suficientes gases como para sacarlo a flote- en las cálidas aguas de la bahía des Anges. Aunque la autopsia del cadáver fue dificultosa, debido a la putrefacción de los tejidos, el doctor Guarinelli estableció que no había indicios claros de que hubiera sido asesinado, y que la causa de la muerte no había sido el ahogamiento, sino, casi con toda certeza, una parada cardíaca. Qué podía haber provocado que el corazón de un joven tan saludable se detuviese de repente era algo que ni el médico ni el propio Caffarelli alcanzaban a imaginar. Lo único cierto era que el clérigo no volvió a tener noticia del fabuloso violín, ni éste fue reclamado nunca por Achille Paganini, su legítimo propietario. ¿Tal vez el joven prefirió silenciar el robo para no enfrentarse a un obispo cuya ayuda necesitaba desesperadamente para proporcionar a su padre cristiana sepultura?

Caffarelli no tuvo valor para contemplar el cuerpo de Paolo, el monaguillo, cuando éste fue encontrado por un pescador de la bahía, aunque el doctor Guarinelli le informó de que los peces ángel se habían cebado con el cuerpo.

Nunca podremos establecer si a Paolo lo mató el demonio -concluyó el buen doctor-, pero ¿no le parece una cruel burla del destino que el sobrino del obispo haya acabado devorado por los ángeles?

47

Perdomo tenía el convencimiento de que el olor era la clave, si no para identificar al asesino, sí al menos para descartar a posibles sospechosos. La colonia Hartmann tenía a su favor, desde un punto de vista meramente policial, que era, tal como le había revelado Orozco, una rara avis en el mundo de la perfumería. «En otras palabras -pensaba Perdomo-, si descubro, entre los posibles sospechosos, que alguno usa Hartmann, hallaré, casi con toda seguridad, a la persona que estranguló a Ane.» En contra, la colonia delatora tenía la característica de ser un producto unisex. El propio Orozco le informó de esta circunstancia antes de salir de Niza, así como de que él mismo había diseñado varios productos similares, pues tenían cada vez mayor aceptación en el mercado.

Carmen Garralde, que no disponía de coartada y que según Andrea Rescaglio había estado secretamente enamorada de Ane, no podía ser en absoluto descartada, pero tampoco Lledó, que era otra de las personas a las que Perdomo creía que podía imputárseles el crimen.

Pero ¿cómo se las iba a arreglar el policía para conseguir una orden judicial de entrada y registro a cualquiera de estos domicilios, sobre la base de un dato proporcionado por una vidente aficionada? El juez no tardaría ni cinco segundos en denegársela y además so le pondría en contra para futuras peticiones.

Otra de las preguntas que le rondaba la cabeza era: ¿debía limitarse la investigación sobre la colonia a los dos principales sospechosos o había que averiguar si, de todas las personas presentes la noche de autos en el auditorio, alguna usaba habitualmente aquel producto alemán?

Lo primero que hizo Perdomo el lunes siguiente a su encuentro con Orozco fue asegurarse de que el agua de colonia Hartmann, que ya no podía borrar de su memoria olfativa desde que el perfumista se la hizo oler en su estudio, era tan difícil de obtener en España como le había asegurado el cordobés. Para ello, se hizo elaborar en la UDEV una lista con los diez establecimientos de perfumería más importantes del país y telefoneó a todos ellos preguntando si disponían del producto. La respuesta fue la misma por parte de todos los consultados: no solamente no disponían del producto, sino que ni siquiera habían oído hablar de él.

La excitación por haber dado un paso que él creía importante en la investigación del crimen le ayudó a encontrar el valor para hacer algo que tenía pensado desde hacía tiempo: telefonear a Elena Calderón e invitarla a cenar a su casa, recordándole que se había ofrecido a echar un vistazo al violín roto de Gregorio. La instrumentista aceptó encantada y aseguró que ella se encargaría de llevar el vino. La cena no iba a servir, desde luego, para que Perdomo pudiera impresionar a la mujer con sus habilidades culinarias, que eran nulas, pero sí para comprobar cómo reaccionaba Gregorio ante la presencia en casa de una mujer que no era su madre.

– Esta noche viene Elena a cenar -le dijo a Gregorio sin darle importancia, al cruzarse con él en un pasillo-. Te acuerdas de ella, ¿verdad?

El chico se le quedó mirando con expresión zumbona y luego contestó:

– Si me das cincuenta euros, desaparezco ahora mismo de casa y no me ves el pelo hasta mañana.

– No te he pedido que te esfumes, Gregorio. Por el contrario, en la cena de esta noche quiero que estemos los tres. Bueno, los cuatro, porque Elena se ha ofrecido a echar un vistazo a tu violín. Si decide que no merece la pena repararlo, compraremos uno nuevo, y ella nos puede asesorar, porque estudió violín en el Conservatorio.

– Gracias, papá, pero en lo referente al violín, me fío más de mi profesor. Y, si no te importa, quisiera dormir esta noche en casa de los abuelos.

Gregorio hizo ademán de meterse en su cuarto para dar por terminada la conversación, pero su padre le detuvo.

– ¿Adónde vas?

– A estudiar. Tengo muchos deberes.

– Pues que esperen. Esto es más importante.

– ¿Ah, sí? Eso díselo tú mañana a la Peñalver, que nos ha puesto un examen sorpresa de literatura en el que entra desde el Arcipreste de Hita hasta Rafael Sánchez Ferlosio. ¿Has leído las Industrias y andanzas de Alfanhuí?

– Un gran libro, pero no me cambies de conversación. Vamos -le ordenó su padre, señalando con la cabeza en dirección a la salita de estar-. Sólo quiero hablar contigo cinco minutos.

El chico obedeció, pero su cara de contrariedad era un poema de tal envergadura que el padre se vio obligado a llamarle la atención.

– Quita esa expresión de carnero degollado, si quieres hablar con tu padre.

– Papá, no te rayes, que eres tú el que quieres hablar conmigo.

– Pero tú no me contestas. Y yo te he preguntado hace un momento si te acuerdas de Elena.

– Sííííí -respondió Gregorio alargando la vocal, para enfatizar cuánto le incomodaba aquella conversación.

– ¿Y qué te parece?

El chico permaneció en silencio, evitando que su mirada se encontrara con la de su padre. Su pierna derecha, que se agitaba como un perro sacudiéndose el agua al salir del baño, denotaba la tensión que sentía por dentro.

– ¿No me vas responder? -insistió su padre, insensible a la irritación que su empecinamiento estaba provocando en el muchacho.

– Papá, ¿qué quieres que te diga? Si te la quieres tirar, hazlo, pero a mí déjame en paz, ¿vale?

El chico comprendió que había ido demasiado lejos y se levantó del tresillo para regresar a su alcoba, pero Perdomo le agarró del brazo.

– ¿Qué lenguaje es ése, macho? -le preguntó en un tono más divertido que severo.

– El mío -respondió el chaval, sin atreverse a mirarle a la cara.

– Si quisiera tirármela, como dices tú, haría exactamente lo contrario, ¿no crees? Te mandaría esta noche con los abuelos y asunto zanjado.

– Vale, pues no hagas nada con ella, pero ¿por qué me tienes que utilizar a mí de excusa? ¿Una trombonista hablando de violines? No cuela, papá -saltó el chico, indignado.

– ¡Te digo que estudió violín en el Conservatorio, de segundo instrumento, cabezota! Tampoco te estoy pidiendo nada del otro mundo, ¿no? La saludas, le enseñas el violín, cenas con nosotros y luego te vas a la cama, si es lo que quieres.