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– Bueno -aceptó el chaval a regañadientes-. Ya veremos.

– ¿Ya veremos? No te queda otra, Gregorio. ¡Porque lo digo yo, que soy tu padre, coño!

La última parte de la frase la escuchó el chaval desde su alcoba, adonde había ido a refugiarse del acoso paterno. Perdomo le siguió hasta su habitación e intentó en vano abrir la puerta, que tenía el pestillo echado.

– Gregorio, voy a salir a la calle. ¿Quieres venir conmigo?

Silencio.

– Tengo que ir a Ikea, a comprar la cena de esta noche. ¿Por qué no me acompañas?

Silencio.

– Compraré esas albóndigas que tanto nos gustan. Y mermelada de arándanos. Y salsa de nata. Tienes un par de horas para que se te pase el mal humor, porque Elena llega a las nueve. Espero que esta noche te comportes como un caballero y no montes el numerito, ¿de acuerdo?

Era como si al muchacho se lo hubiera tragado la tierra.

Su padre decidió dejar de presionarle y salió a la calle en busca de comida, rogando al cielo que a su anfitriona le gustaran los productos de la famosa cadena sueca tanto como a Gregorio.

Elena llegó a la cita con puntualidad británica. Perdomo había estado a punto de ponerse un traje para la ocasión, pero le pareció demasiado solemne y se conformó con un pantalón decente y su camisa preferida. Desde que había regresado a casa, no había vuelto a ver a Gregorio, que parecía seguir encerrado en su alcoba.

La trombonista llegó luciendo un vestido negro con falda tubo hasta la rodilla, medias negras, zapatos de tacón y un cárdigan de color beis de talla gigante, que llevaba sujeto con un cinturón muy ancho y jaspeado. Aquello no era un traje de cóctel, ni tampoco un vestido de noche, pero el conjunto le pareció al policía de una sensualidad abrumadora y, desde luego, de una clase muy por encima de los arenques y las albóndigas con patatas que tenía pensado ofrecerle como cena.

– ¡Bienvenida! -exclamó al abrirle la puerta-. ¿O debería decir bienvenidos? -añadió al comprobar que la chica se había traído su instrumento.

Elena le entregó la botella de vino que había comprado para la cena, le besó -¿eran impresiones suyas o el segundo beso le había rozado la comisura del labio?- y luego le aclaró con expresión traviesa:

– Me he traído el trombón porque como me dijiste que iba a estar Gregorio, he pensado que le gustaría echarle un vistazo y saber cómo funciona.

– ¡Una idea magnífica! -Y sin habérselo siquiera propuesto, empezó a mentir de forma descarada-. A Gregorio le apetecía mucho que vinieras… Incluso me ha preguntado si no conocerías tú algún dueto para violín y trombón. Trae -extendió la mano para que le entregara el trombón-, voy a poner el estuche por ahí. Y no sé si te vas a quitar eso o no -añadió, refiriéndose al cárdigan.

– Ah, no -respondió ella con su sonrisa más coqueta-, esto forma parte del modelito. Espero que te guste.

– Sí, por supuesto. -Y estuvo a punto de añadir: «Con ese maquillaje, me gustaría cualquier cosa que llevaras puesta esta noche». Pero se había hecho el firme propósito de no ponerse demasiado zalamero, para no violentar a su hijo. Ese «espero que te guste», se dijo, era toda una declaración de intenciones, pues implicaba que para ella era importante parecer atractiva a sus ojos.

La trombonista le pidió un gin-tonic poco cargado y el inspector se preparó otro igual, acompañado por unas patatas fritas y unas aceitunas. Luego se dirigió al equipo de música y colocó un cedé del saxofonista Ben Webster en el reproductor. Elena reconoció en el acto al músico:

– ¡El Rana! -exclamó entusiasmada-. A mí también me encanta.

– ¿Cómo le has llamado?

– El Rana. A Ben Webster lo apodaban Frog por sus ojos saltones. Este tema que has puesto, «In a mellow tone», es uno de sus caballos de batalla; dicen que Duke Ellington lo escribió para él. Lo que me recuerda que le he traído un regalito a Gregorio.

La trombonista empezó a rebuscar en el bolso y Perdomo recordó que Gregorio seguía sin dar señales de vida.

– ¡Gregorio! ¡Ha llegado Elena! ¡Sal a saludarla!

Como el chico no respondió, su padre fue hasta la alcoba y llamó a la puerta, pensando que seguía encerrado. Tras insistir un par de veces y no obtener respuesta, giró el pomo y no encontró resistencia. La luz de la alcoba estaba apagada y allí no había ni rastro de su hijo.

– ¡Será cabezota! -refunfuñó entre dientes, dando por supuesto que Gregorio había decidido pernoctar en casa de sus abuelos sin pedirle permiso.

Volvió al salón y Elena se percató enseguida de que pasaba algo.

– Es mi hijo, ¡que se ha ido de casa!

– ¡Qué suerte! -dijo la chica intentando hacer un chiste-. Ahora el problema que tienen los padres con sus hijos es todo lo contrario, que no hay forma de echarlos.

Perdomo acogió con una sonrisa forzada el comentario de Elena y telefoneó a sus suegros, pero allí no sabían nada del chaval. A ésta siguieron media docena de llamadas más, incluidos sus propios padres y los principales amigos de Gregorio. Todos los intentos de localizar al chico resultaron infructuosos, de manera que la indignación inicial de Perdomo se transformó enseguida en honda preocupación. El policía no sabía qué hacer. Por un lado se aferraba a la idea de que Gregorio estuviera aún de camino hacia alguna de las casas a las que había telefoneado, pero por otro tenía miedo de que hubiera sufrido algún percance en la calle. Lo que era evidente es que no podía seguir ocultando por más tiempo a su invitada el motivo por el que Gregorio había decidido poner pies en polvorosa sin siquiera advertírselo a su padre.

Elena escuchó el relato con interés y al final preguntó a su anfitrión qué tenía planeado hacer para encontrar a Gregorio. ¿Quería que le acompañara a realizar una batida por algún barrio en particular o que se quedara en casa por si acaso al chico se le ocurría telefonear?

– ¡El teléfono! ¿Cómo he podido olvidarlo? Gregorio tiene un móvil desde hace pocos días y yo lo había pasado por alto por completo. ¡Ni siquiera he guardado aún su número en mi propio teléfono!

El policía buscó en una agenda de papel los nueve dígitos y los marcó en su teclado. Gregorio respondió en el acto:

– ¿Sí?

– ¿Dónde estás?

– Ábreme la puerta y lo sabrás -respondió el chico muerto de risa.

Sin colgar el teléfono, Perdomo se dirigió a la puerta de entrada y al abrirla se encontró con Gregorio sosteniendo con una mano el teléfono móvil y con la otra una bolsa blanca de plástico en la que había dos envases de helado.

– ¿Se puede saber de dónde cojones vienes? -le gritó en voz baja, para que Elena no le oyera maldecir.

– ¿Qué lenguaje es ése, macho? -le replicó Gregorio, empleando la misma frase que había usado su padre en la discusión anterior.

El desparpajo del chico siempre tenía la virtud de desarmarle. Gregorio le explicó que había bajado a la tienda de los chinos a comprar el postre, temiendo que su padre se hubiera decantado por la tarta de chocolate negro, que a él no le hacía demasiada gracia, y que se había demorado más de la cuenta porque había una cola formidable en la caja.

– Ven, Elena te ha comprado una cosita -le dijo su padre cambiando el tono a uno más paternal.

El chico guardó los helados en el congelador y luego recibió de manos de la trombonista el disco que le había llevado de regalo. En la portada había un señor mirando a cámara, sentado en un taburete de niño. Su mano izquierda sujetaba el trombón y la derecha reposaba sobre los muslos, encogidos de tal manera que las perneras de los pantalones dejaban al descubierto sus calcetines blancos y parte de las espinillas. El tipo se llamaba Christian Lindberg y Elena le explicó que se trataba del más famoso trombonista de mundo, que además era compositor y director de orquesta.