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Elena respondió con coquetería:

– ¿Es que no te diste cuenta?

Gregorio miraba atónito a la pareja desde la mesa del comedor. El muchacho tampoco entendía cómo su padre podía estar haciendo un mundo de un asunto tan frívolo.

– Papá, que se enfría la cena.

Perdomo decidió sentarse a comer para dar más impresión de naturalidad, aunque lo que el cuerpo le pedía en ese momento era llevarse a la mujer a Jefatura para someterla a un interrogatorio en toda regla. Elena empezaba a dar muestras de sentirse incómoda, aunque también se sentó a cenar y empezó a servir las albóndigas, mientras Perdomo descorchaba la botella de vino.

– ¿Vamos a estar toda la noche hablando de mi colonia? -protestó al fin cuando Perdomo volvió a preguntar por la marca que llevaba la noche del crimen.

– No, perdona, soy un pesado -se disculpó el policía para no despertar sospechas en su interlocutora.

Se hizo un silencio incómodo que rompió Elena para decir:

– La noche en que me conociste creo recordar que sí me había puesto Hartmann. Se la pedí prestada a Georgy, que fue el que me la descubrió.

Esta nueva revelación tuvo la virtud de hacer que Perdomo se atragantara con el vino. Tras limpiar el mantel con la servilleta, el policía se aclaró la garganta con un poco de agua y preguntó:

– ¿Te refieres a Georgy, el tuba ruso que conocí la noche del crimen en al Auditorio?

– Sí, claro, ¿qué otro Georgy podía ser?

– ¿Y hay más personas dentro de la orquesta que usen Hartmann? -inquirió el policía tratando de dar a sus palabras un tono despreocupado. Pero Elena Calderón era una mujer de gran intuición y olfateó inmediatamente hacia dónde apuntaba el interrogatorio de su anfitrión.

– Todas estas preguntas tienen que ver con el crimen, ¿verdad? ¿Habéis identificado la colonia de la persona que lo hizo?

A Perdomo, que tenía ya la cabeza disparada a mil revoluciones por minuto, le hubiera encantado no tener que compartir -y menos durante aquella cena- ninguna clase de información con Elena, pues tenía muy presente que los trombones y las tubas son vecinos en cualquier orquesta sinfónica. Sabía, porque así se lo había confirmado Elena la noche en que la conoció, que ella y Georgy tocaban a veces juntos, incluso fuera del Auditorio, en una banda de jazz cuyo nombre no llegó a retener; y por último, aunque lo más importante, ignoraba lo indiscreta que podía llegar a ser aquella mujer -que por otro lado, tanto le atraía- en una situación donde el sigilo era esencial. Lo último que podía permitirse en ese momento era que Elena pudiera alertar al tuba con cualquier comentario y que éste se diera a la fuga sin siquiera ser interrogado. Sin embargo, tampoco quería ofender la inteligencia de la chica pretendiendo que aquellas preguntas obedecían a simple curiosidad y decidió poner las cartas boca arriba:

– No puedo revelarte información, Elena, pero todo lo que me puedas aclarar en torno a este asunto contribuirá a hacer avanzar la investigación.

La trombonista sonrió satisfecha por haber adivinado las intenciones de Perdomo, y ya más relajada por el hecho de haberse hecho cargo de la situación, comenzó a revelar información de manera más fluida.

– Que yo sepa, sólo Georgy y yo usamos Hartmann entre los músicos de la orquesta. Como a veces voy a ensayar a su casa, un día vi el frasco en la repisa de su cuarto de baño, le robé un poco y me encantó. Así fue como la descubrí.

Mientras tanto, y ajeno por completo a una conversación que parecía no interesarle en absoluto, Gregorio daba cuenta de las albóndigas a una velocidad tres veces superior a la de sus compañeros de mesa. En condiciones normales, un despliegue de voracidad como aquél hubiera provocado una llamada al orden por su parte, pero el inspector tenía los cinco sentidos puestos en el que se había convertido, gracias a un golpe de suerte, en su sospechoso número uno y ni siquiera llegó a darse cuenta del desenfreno con el que estaba engullendo su hijo.

– ¿Qué clase de tipo es ese Georgy? -preguntó Perdomo, que había ya descartado a la chica como sospechosa, al ver la naturalidad con la que respondía a las preguntas.

– Es un obseso -comenzó a explicarle Elena-. No me refiero a un obseso sexual -aclaró al ver la sonrisa de Gregorio-, sino del trabajo, un workaholic, como dicen los americanos. Y eso que los músicos, sobre todo los de jazz, tenemos fama de ser bastante bohemios. Georgy es todo lo contrario, desde que le conozco, y ya va para dos años, no le he visto permitirse un solo momento de ocio. Yo creo que lo lleva en los genes, le han marcado sus ancestros. Georgy es un Wolgadeutsche,un alemán del Volga.

– ¿Alemán? Pensé que Roskopf era un apellido ruso.

– Pues es alemán, porque su familia es originaria del antiguo ducado de Hesse, al este de Renania. ¿No conoces la historia de los alemanes del Volga? Bueno, yo también la desconocía -aclaró al ver que el otro negaba con la cabeza- hasta que me la contó el propio Georgy. Catalina la Grande, que era alemana, invitó a muchos compatriotas suyos a establecerse en Rusia, a orillas del Volga. Les prometió el oro y el moro: práctica libre de la religión, exención del servicio militar, libertad lingüística absoluta, organización escolar propia y autogobierno. En resumen, que podían seguir siendo étnica y jurídicamente alemanes, aunque estuvieran asentados en Rusia.

Gregorio, que había terminado de comer mucho antes que los otros dos comensales, preguntó a su padre si podía ir a por el helado y éste le dijo que esperara a que ellos terminaran. Elena intercedió por él y su padre le dio permiso, más para agradar a la mujer que por convencimiento de estar haciendo lo correcto.

– Todo lo que la zarina prometió a los alemanes del Volga les fue respetado -continuó Elena-, pero se les obligó a confinarse a las actividades del campo. ¿Te das cuenta? Allí habían ido alemanes de todas las profesiones: farmacéuticos, médicos, abogados, ingenieros, profesores, zapateros, herreros, panaderos; y por supuesto también agricultores. Pero sólo unos pocos lograron dedicarse a su profesión y además, una vez que se asentaron, se les impidió salir del territorio y se les obligó a jurar fidelidad a la emperatriz. ¡Los Wolgadeutsche comprendieron de repente que sólo iban a vivir para trabajar! Durante muchas generaciones, los ancianos murieron sin haber conocido, como le pasa a Georgy, ni un solo momento de ocio.

Tras zamparse el helado a una velocidad de vértigo, Gregorio pidió a su padre permiso para irse a la cama, pero éste le recordó que aún faltaba lo más importante, que era el examen del violín. El muchacho fue a por él y cuando se lo puso a Elena entre las manos, la chica no pudo reprimir una carcajada.

– ¡Siniestro total! -sentenció divertida-. ¿Qué le ha pasado a este violín? ¿Chocó frontalmente contra un contrabajo? Ni se os ocurra pensar en repararlo, no tendría sentido, sobre todo con un violín tan barato. Yo misma acompañaré a Gregorio, si él quiere, a comprar un violín nuevo. Los checos están haciendo ahora maravillas por la mitad de precio que el resto de los fabricantes.

– Tienes un hijo muy listo -comentó la trombonista una vez que Gregorio se hubo retirado con los restos del violín.

– Sí, a veces creo que demasiado -afirmó el policía-. ¿Te puedo hacer una pregunta personal? -dijo volviendo al tema que tanto le obsesionaba-. ¿Alguna vez ha habido algo entre tú y Georgy?

Elena pareció divertirse con la pregunta.

– ¡No, y nunca le he conocido ninguna novia! Él siempre suele decir que tener que divertirse es muy, muy aburrido. Aunque yo sospecho que trabaja tanto para poder dejar de trabajar algún día, porque él sabe que el ritmo de vida que lleva está minando su salud. El otro día le tuve que acompañar al cardiólogo. Le están haciendo pruebas.