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– ¿Desde cuándo usa esa colonia?

– Yo no le he conocido otra. Creo que es como una seña de identidad suya. Ya sabes, colonia alemana como recordatorio de dónde se hallan sus raíces, porque el pobre ya no tiene idea de dónde está.

– ¿A qué te refieres?

– Aunque los Roskopf se quedaron ya para siempre en Rusia, cambiaron de ciudad y se instalaron en San Petersburgo, porque el padre de Georgy tocaba la trompeta y San Petersburgo es una ciudad muy musical. ¿Nunca has oído hablar de la suite Cuadros de una exposición,de Mussorgski?

– Me suena -mintió el inspector-. ¿Por qué?

– Está dedicada a otro alemán del Volga, afincado en San Petersburgo: Víktor Aleksándrovich Hartmann. Era un arquitecto y pintor ruso, muy amigo de Mussorgski. La exposición que da título a la suite era de cuadros suyos.

– ¿Hartmann? ¿Como la colonia?

– Claro. El nombre de la colonia es un homenaje al pintor.

– O sea, ¿tú crees que Georgy usa una colonia con nombre de alemán del Volga porque le recuerda quiénes son sus ancestros?

– Georgy se siente totalmente desubicado, porque su familia era oriunda de Hesse, luego se afincó en Saratov, que es la ciudad más importante del sur de Rusia; él nació en San Petersburgo, ha vivido los últimos diez años de su vida en Moscú y ahora reside en España.

Una vez que terminaron de cenar, Elena empezó a recoger los platos, lo que provocó una enérgica protesta por parte de su anfitrión. Pero la trombonista no quiso ni oír hablar de «asistentas que se ocuparían de ello al día siguiente» y argumentó que no soportaba ver un plato sucio sobre una mesa, de modo que ambos acabaron en la cocina, cargando la cesta del lavavajillas.

– ¿Georgy Roskopf es vuestro principal sospechoso? -preguntó de pronto Elena-. Le conozco muy bien, y sé que jamás haría daño a nadie, y menos para robar un violín.

– Lo siento, no puedo comentar detalles de la instrucción de un caso con personas ajenas a ella -se excusó Perdomo.

– Ah, pero yo no te he pedido detalles -puntualizó ella-. Sólo te pregunto si estáis en el buen camino.

Perdomo no sabía muy bien qué contestar. A él mismo le parecía difícil de creer que Roskopf hubiera cometido el crimen, por el lugar en el que éste se había producido. Porque ¿cómo se las había arreglado el ruso para llevar a su víctima hasta un lugar solitario del auditorio para poder actuar impunemente? ¿Qué conexión había entre él y la misteriosa partitura encontrada en el camerino de la violinista?

– Sólo te puedo decir que en las últimas horas nos han aportado un dato que podría ser clave para aclarar el crimen.

– Debe de resultarte difícil, ¿no?-. La trombonista acababa de cerrar la puerta del lavavajillas con un sonoro chasquido y se había sentado en uno de los taburetes, como si le apeteciera charlar en la cocina.

– ¿Difícil? ¿El qué?

– Que no se te escape ningún dato policial sin tú quererlo. Yo sería incapaz de tener tan dividida mi vida profesional de la personal. En los ensayos, de lo que más hablamos entre los músicos es de nuestras cosas. Y en cambio luego, cuando salimos de cañas, tenemos unas discusiones sobre música impresionantes: que si aquel saxo alto es un fantoche, que si tal disco sólo tiene un tema bueno y lo demás es relleno. ¡Nos tiramos a la yugular!

A la luz de la cocina, Perdomo pudo observar con más detenimiento los sensuales ojos de Elena Calderón. Aquella chica sabía cómo maquillarse, porque otras mujeres, así de acicaladas, seguramente hubieran parecido un mapache o un personaje de noche de brujas. Elena sin embargo había logrado almendrar la forma de sus ojos con el lápiz y luego se las había arreglado para que parecieran más grandes, incrementando gradualmente la intensidad del color sobre los párpados; y también se había rizado las pestañas, para que los ojos aparentaran estar aún más abiertos.

Aunque se había hecho el firme propósito de dejarle a ella la iniciativa -su limitada experiencia con las mujeres le había enseñado que en la siempre delicada ceremonia del cortejo era mejor pecar por defecto que por exceso-, Perdomo no pudo contenerse y la besó en los labios con gran delicadeza. Al ver que la chica no oponía resistencia, volvió a la carga y esta vez ella le correspondió con un beso que tardaría muchos años en olvidar.

49

Desde el instante mismo en que Elena le reveló que Georgy Roskopf usaba la colonia Hartmann, el inspector Perdomo pensó en tender una trampa al ruso, aunque fue el subinspector Villanueva, con el que se vio obligado a compartir la información, ante la imposibilidad de actuar totalmente en solitario, quien dio forma concreta a ese engaño.

Lo primero que hizo a la mañana siguiente después de la cena -de la que Elena se había despedido con un prometedor beso en los labios- fue ponerse en contacto con Mila, con la que no había vuelto a hablar desde que regresaron de Niza.

– Parece que todos tus esfuerzos pueden dar fruto muy pronto -le dijo, sin aportarle ningún dato más.

– Ya te dije la primera vez que viniste a verme que cuando funciona, funciona -respondió la mujer, cuya voz sonaba visiblemente más animada-. ¿Hay ya algún detenido?

– Quizá esta noche. ¿Qué tal estás tú?

– Mucho mejor. Aunque llevo soportando a mi madre desde que volvimos: me reprocha que la haya dejado abandonada. La capacidad de algunos ancianos para crearte sentimientos de culpa es ilimitada.

– Te iré contando lo que pueda a medida que se vayan desarrollando los hechos -le dijo el policía antes de despedirse.

El plan de Perdomo, del que no dio parte al comisario Galdón para no tener que revelarle que la pista la había suministrado una médium, consistía en que el subinspector Villanueva se hiciera pasar por un chantajista. Éste llamaría a Roskopf para decir que sabía que él había cometido el crimen y que quería dinero a cambio de no alertar a la policía. Si el ruso acudía a la cita con el supuesto extorsionador, querría decir que tenía el violín y que había estrangulado a Ane. Si no acudía, tampoco podía descartarse su culpabilidad, puesto que podría no presentarse por miedo o desconfianza. En ese caso habría que seguir presionándole por otros medios. Desde luego, podría producirse una tercera eventualidad, que era la de que el ruso decidiese darse a la fuga, lo que equivaldría también a una declaración de culpabilidad en toda regla. Perdomo no era muy partidario de estas celadas policiales, pero estaba dispuesto a hacer una excepción en ese caso, porque el juez nunca hubiera emitido un auto de detención fundamentado en una percepción extrasensorial. Si el ruso había cometido el asesinato, nadie le había visto hacerlo, y la única manera de ponerlo a disposición judicial era que él mismo confesase su crimen por el procedimiento de autodelatarse. Y había otro elemento a favor de este garlito policiaclass="underline" un cincuenta por ciento de las veces, las trampas daban resultado. Villanueva le recordó que el mes anterior, sin ir más lejos, agentes de la Brigada del Patrimonio Histórico habían detenido a un buscadísimo falsificador de cuadros haciéndose pasar por la persona a la que el delincuente quería vender la pintura, el mítico coleccionista Antonio López-Serrano.

El subinspector Villanueva mantuvo con Roskopf una conversación breve pero tensa. Perdomo estaba escuchando desde otro teléfono y el diálogo fue grabado en un disco duro.

– ¿Georgy Roskopf?

– Sí, ¿quién es?

Al otro lado de la línea se oía un guirigay de instrumentistas de viento, calentando antes de un ensayo. Perdomo sabía perfectamente dónde se encontraba el ruso, un conocidísimo local de ensayo llamado La Atalaya, que alquilaba sus salas por horas. Desde primera hora de la mañana había un par de hombres siguiéndole los pasos para evitar que el presunto asesino se les escurriera entre los dedos. El policía se estremeció al pensar que Elena Calderón pudiera estar entre los músicos.