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– Mi nombre no importa -dijo Villanueva-. Sé que lo hiciste tú porque la noche del crimen te vi salir de la Sala del Coro.

El teléfono empezó a hacer ruidos extraños, señal de que el tuba se estaba moviendo, tratando de dejar atrás aquella torre de Babel musical que le impedía enterarse del diálogo.

– Perdón -dijo el ruso cuando logró encontrar un lugar apartado desde el que hablar-. No le escuchaba. ¿Quién me ha dicho que es?

El subinspector Villanueva le repitió la frase palabra por palabra y el ruso contestó, en tono tranquilo:

– No sé de qué me habla, señor. ¿Qué es lo que quiere?

– Veros a los dos. A ti y al violín. Porque tienes el violín, ¿no?

El tuba no contestó. Debía de estar conteniendo el aliento, ya que ni siquiera se le oía respirar.

– Te espero hoy a medianoche en la plaza que hay frente a la Sala Sinfónica del Auditorio -continuó el policía-. Trae el Stradivarius: será el precio que tendrás que pagar para que no vaya a la policía. Si te ha quedado claro, repíteme la hora y el lugar de la cita. Vamos, quiero oírte.

Pero el ruso no respondió, sino que colgó el teléfono tras mascullar po'shyol 'na hui!,una blasfemia rusa que horas más tarde el intérprete de la UDEV logró traducir como el «¡que te follen!» castellano.

– ¿Tú crees que sabe algo? -preguntó Perdomo al subinspector Villanueva cuando se interrumpió la comunicación.

– Es difícil mojarse -respondió el policía-. Parecía más cabreado que asustado. Igual ha pensado que se trataba de una broma-. ¿Mantenemos el operativo de esta noche?

– Por supuesto -afirmó Perdomo-. Imagínate que el ruso acude a la cita y nosotros nos quedamos en casita. No podría imaginar un ridículo de mayores proporciones.

Cuando el subinspector iba a abandonar el despacho, Perdomo le dijo:

– Buen trabajo, Villanueva. Pero si te vas de la lengua con Galdón, todo esto no habrá servido para nada.

– Tranquilo, hombre. Soy tan ambicioso como el que más, y si esto da resultado, también yo podré colgarme la medalla. Y si no funciona, lo único que habré perdido será un par de horas pasando frío en la calle.

A las once de la noche, Perdomo y Villanueva montaban guardia en el interior de un vehículo aparcado en las inmediaciones de la plaza de Rodolfo y Ernesto Halffter, que era donde estaba la entrada a la Sala Sinfónica del Auditorio. Otro agente más se había camuflado en una de las salidas del aparcamiento, que también daba a la misma explanada. Dado que allí la luz seguía brillando por su ausencia, su figura era prácticamente indetectable.

El inspector Perdomo había imaginado que, si la celada tenía éxito, él o alguno de sus hombres verían llegar al ruso alrededor de la medianoche; pero lo último que habría sospechado es que oiría su voz antes siquiera de establecer contacto visual con él.

Pero eso fue exactamente lo que ocurrió.

A las doce y un minuto, una serie de angustiosos alaridos, que tenían más de bestiales que de humanos, sacudieron a los policías del letargo en el que les había sumido aquella incierta e interminable espera. Al levantar la cabeza vieron a un hombre, que Perdomo no tuvo dificultad en identificar como a Roskopf, correr desesperadamente en dirección al vehículo en el que estaban. Tenía la cara desencajada por el pánico y lanzaba continuas miradas hacia atrás, por lo que se dieron cuenta de inmediato de que estaba huyendo de algo. Comoquiera que el propio cuerpo del ruso les impedía ver a su perseguidor, el inspector Perdomo salió a toda prisa del coche, revólver en mano, justo a tiempo para asistir a los últimos metros de aquella agónica cacería.

Roskopf estaba huyendo de un perro.

Aquel endiablado animal que había estado a punto de saltarle al cuello la noche en que él y Milagros fueron al Auditorio corría ahora enloquecido en dirección a su nueva presa, a la que estaba a punto de dar alcance, pues le iba ganando terreno por segundos. La velocidad del animal era asombrosa -Perdomo calculó que en torno a los cincuenta kilómetros por hora-, lo que sumado a su peso, que no debía de bajar de los sesenta kilos, lo convertía en un auténtico proyectil viviente, con sobrada capacidad no sólo para derribar al hombre, sino también para lanzarlo como un pelele a una docena de metros de distancia. El policía se dio cuenta de que si el perro chocaba contra Roskopf, éste podría quedar gravemente malherido solamente del impacto contra el suelo.

Los ojos de aquella bestia parecían emitir un resplandor infernal en la penumbra. Justo en el momento en que el perro inició el salto para derribar a Roskopf, el policía le disparó una vez y el animal saltó en el aire como si hubiera pisado una mina, emitiendo un horrendo gemido. Luego cayó, seco, al suelo y quedó tendido, sobre su propio charco de sangre, mientras se convulsionaba de dolor y rabia, babeando una espuma de color rojizo; su agonía fue muy breve, porque Villanueva lo remató en el suelo, de otro certero disparo en la cabeza.

El ruso siguió corriendo a toda velocidad durante unos pocos metros más, como si no hubiera advertido que el animal había sido derribado, y luego empezó a perder fuelle hasta que se detuvo por completo. Finalmente, se llevó las manos al pecho, emitió un quejido lastimoso y cayó fulminado sobre la acera. Perdomo y el subinspector Villanueva se apresuraron a socorrerle, pero Roskopf, en cuyo rostro eran todavía visibles las huellas del pánico que acababa de experimentar, estaba ya más muerto que vivo.

– ¿Dónde está el violín? -le preguntó el policía, al ver que no lo llevaba consigo.

Pero el ruso no le contestó. Antes de cerrar los ojos para siempre, Roskopf sólo acertó a murmurar:

– Ella… iba a morir de todos modos.

50

– ¿Sabes que te puedo meter un paquete de tres pares de narices por la que montaste anoche frente al Auditorio?

El comisario Galdón, que se jactaba de controlar hasta el más pequeño movimiento de los más de cien hombres que operaban bajo su mando en las cuatro brigadas de la UDEV, había ordenado a Perdomo que se personase en su despacho a las ocho de la mañana para pedirle un informe completo de lo sucedido la noche anterior. Había hecho sentar al inspector en la silla de las visitas y ahora paseaba bufando a sus espaldas, como si en vez de estar pidiendo explicaciones a un subordinado se hallase interrogando a un sospechoso de asesinato. El hecho de que Perdomo hubiese montado un operativo de tal envergadura sin haberle puesto en antecedentes le tenía absolutamente mortificado.

– ¡Y encima ha muerto una persona, joder!

– Y un perro -recordó el inspector, sin pretender que la apostilla sonara como una burla. Pero lo cierto es que el comentario tuvo la virtud de irritar todavía más al comisario.

– ¡Esto es mucho más grave de lo que tú te crees! ¿Sabes que hoy me ha llamado dos veces el ministro? ¡Dos veces! La primera a las siete de la mañana, después de enterarse de lo de anoche por la radio. Y ahora, hace diez minutos. Está como loco por salir en televisión y anunciar que se ha aclarado el crimen. ¡Pero ahora vas tú, y para terminar de joderla, dices que el asesinato de Ane Larrazábal aún no está resuelto!

– Sí y no -dijo Perdomo-. Es evidente que Roskopf es el autor material; de lo contrario no se hubiera presentado a la cita. Pero registramos anoche su apartamento y no hay ni rastro del violín.

– ¿Y eso qué prueba? Puede haberlo vendido, o tenerlo oculto en otro lugar.

– Eso seguro. Y además sospecho cómo salió el violín del Auditorio. ¡Oculto en la campana de la tuba! Roskopf era el único músico capaz de sacar el Stradivarius dentro de su propio instrumento. La policía nos registró a la salida, ¡pero aquellos dos agentes eran tan poco imaginativos que no se les ocurrió mirar dentro!