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– Encuéntralo y te soltaré en cuanto lleguemos al aeropuerto de Narita.

El muchacho no se atrevía a levantarse por miedo a que su agresor volviera a agarrarlo de la cabeza, pero Rescaglio pareció iluminarse con una súbita idea y le ordenó de repente que se pusiera en pie y que le llevara hasta el teléfono.

– ¿A quién quieres que llame?

– ¿Tú? A Nadie. Soy yo el que va a hacer una llamadita a tu padre para que nos diga dónde está el documento que tanto necesitamos. ¿Cuál es su número? ¡Márcalo!

El chico obedeció, y en cuanto hubo marcado, Rescaglio le arrebató el auricular.

– Si dices una sola palabra, te arrepentirás.

Los tonos de llamada se sucedieron de manera regular durante medio minuto, pero nadie descolgaba el teléfono al otro lado de la línea. Sin embargo, nada parecía impacientar a Rescaglio.

– Espero que no hayas cometido la estupidez de darme un número falso. ¡Dime los nueve dígitos del móvil de tu padre, esta vez seré yo quien marque!

El chico volvió a complacerle, pero el inspector Perdomo seguía sin descolgar el teléfono. Rescaglio colgó entonces el auricular y le dijo:

– ¿Hay algún número más en el que se te ocurre que pueda estar?

– Mi padre trabaja en la Jefatura Superior, pero ahora le han destinado a otra unidad y no sé el número.

– ¿De qué unidad se trata?

– No lo sé. Él siempre los llama los «pata negra».

– Fantástico, ¿y qué demonios quiere decir los «pata negra»? No nos queda otra salida que buscar el pasaporte nosotros. Primero, tu cuarto. Pero te advierto que si lo encuentro ahí, lo lamentarás durante toda tu vida.

Se encaminaron a la alcoba del muchacho y estuvieron revolviendo armarios y cajones durante un buen rato, pero el pasaporte no aparecía por ningún lado. Rescaglio miró dentro de cada libro, de cada DVD, de cada videojuego. Todo fue en vano y al final tuvo que rendirse.

– Muy bien -dijo controlando la ira que sentía por dentro-, parece que me has dicho la verdad. Vamos ahora a registrar el salón y el dormitorio de tu padre. ¡El pasaporte tiene que estar por algún lado!

El italiano y Gregorio pusieron la casa patas arriba, pero no encontraron rastro del documento.

– ¡Enséñame tu DNI! -ordenó al niño con voz tajante, pero sin llegar a descomponerse.

Gregorio sacó del bolsillo del pantalón una pequeña cartera en la que había un billete de cinco euros, un bonobús, algunas monedas sueltas y el DNI. Tras asegurarse de que no contenía nada más, el italiano lanzó la cartera con furia lejos de sí y exclamó:

– ¿Sabes qué? Según van pasando los minutos, voy cambiando de opinión. No me creo que tengas perfectamente localizado tu documento de identidad y no sepas dónde está el pasaporte. Vamos a ver si yo puedo ayudarte a recuperar la memoria.

En el preciso instante en que Rescaglio desenfundaba las tijeras, que se había colgado del cinturón como si fuera un machete, le sobresaltó el sonido del teléfono.

– Es mi padre -le informó el niño al ver el número de la llamada entrante en el display.

– Muy bien, yo lo cogeré. Ya te lo advertí antes, pero te lo repito ahora: no digas una sola palabra si yo no te lo ordeno. ¿Has entendido?

Gregorio asintió con la cabeza.

Rescaglio descolgó el auricular y permaneció a la espera para asegurarse de que, efectivamente, se trataba del policía.

– ¿Gregorio? -se oyó al otro lado. Se escuchaba tráfico de fondo, aunque no con un volumen muy alto; seguramente el inspector estaba devolviendo la llamada a su hijo desde el interior de su coche.

– Gregorio está aquí conmigo, inspector Perdomo, tranquilícese.

– ¿Quién habla? ¿Quién es usted?

– Soy su hombre, inspector, Andrea Rescaglio. Permítame felicitarle por el modo en que ha resuelto el caso Ane Larrazábal; a cambio, espero que sepa apreciar también mi talento para salir airoso de esta complicada situación.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó estupefacto Perdomo. Pero en el instante mismo en que formulaba la pregunta comprendió que Rescaglio era el autor intelectual del crimen, por más que aún no tuviera claro el móvil. Aun así, le pareció más inteligente hacerse el tonto y simular que balbuceaba en busca de una aclaración.

– En serio, no tengo ni idea de lo que tratas de decirme.

Al otro lado del teléfono, Rescaglio guardaba silencio mientras valoraba el tono y las palabras del policía, a las que finalmente decidió no dar crédito alguno.

– Vamos, inspector, no ofenda mi inteligencia. Georgy se puso en contacto conmigo en cuanto recibió la llamada del chantajista. Porque al principio ambos pensamos que era eso, un chantajista; probablemente un músico o algún empleado del Auditorio que había visto o creído ver algo la noche del crimen. Cuando esta mañana he escuchado en la radio que se había tratado de una celada de la policía, supe en el acto que yo también estaba en peligro. Ignoro qué les contó Georgy antes de morir, pero me extrañaría mucho que no mencionase mi nombre. No le culpo, yo también intentaría «emprender el último viaje ligero de equipaje», como decía aquel poema.

– Te equivocas, Andrea. Lo único que salió de su boca fue: «Ella iba a morir de todas maneras». A lo mejor tú puedes aclararnos qué quiso decir el ruso con esas palabras.

– Prefiero que lo descubra usted por sí mismo, y preferiblemente, que lo haga cuando yo esté ya fuera del país. Porque me largo, inspector: en cuanto escuche mi plan de fuga, estoy seguro de que le parecerá una genialidad. ¿O es que no sabe que los músicos somos expertos en fugas? En fugas de Bach, naturalmente.

A Perdomo le dio la impresión de que su interlocutor ahogaba una risa nerviosa, aunque tal vez se tratara de un ataque de tos.

– ¿Cómo has llegado a mi casa, asesino? ¿Cómo has averiguado dónde vivía?

– Veo que Gregorio no le ha puesto al tanto de nuestro pequeño encuentro fortuito del otro día. Seguramente porque le habría tenido que contar también que, a pesar de que le ha pedido expresamente que no lo haga, él sigue tocando en el metro madrileño.

Gregorio bajó la vista, avergonzado ante la falta de principios del italiano.

– Quiero hablar con mi hijo ahora mismo; dile que se ponga.

– Aquí las órdenes las doy yo, Perdomo. Le voy a explicar muy brevemente la situación. Gregorio y yo vamos a hacer un viajecito a Tokio para el cual necesitamos el pasaporte del chaval. ¿Quiere usted creer que a pesar de que lo hemos buscado por todos los rincones de la casa, el documento no aparece?

– Exijo hablar con Gregorio y que él mismo me diga que está bien.

Rescaglio tapó el auricular y se dirigió el niño en el tono más duro que pudo componer.

– Dile que estás bien y que te soltaré al final del viaje solamente si ambos colaboráis.

El niño intentó coger el auricular pero el italiano se lo impidió, indicándole que él se lo sostendría durante la conversación.

– ¿Papá? -dijo Gregorio con voz algo temblorosa.

– Hijo, ¿estás bien?

– Sí, pero tiene unas tijeras.

– ¡Y sería una lástima que tuviera que emplearlas con el chico si ambos no siguen al pie de la letra mis instrucciones! -amenazó el italiano, recuperando el control del teléfono-. Bien, ¿dónde está el pasaporte de Gregorio?

El inspector Perdomo estaba barajando en su mente desde hacía ya un buen rato, con la velocidad de un crupier profesional, todas las opciones posibles para hacer frente a Rescaglio. Tenía claro que bajo ningún concepto iba a poner en peligro ni la vida ni la seguridad de su hijo; como además estaba convencido de que si el italiano había matado ya una vez, podía volver a hacerlo, decidió que lo mejor era obedecerle hasta que surgiera una oportunidad para reaccionar.