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– El pasaporte está en la nevera -respondió el inspector.

El otro se mofó de la respuesta con una risita displicente:

– Señor Perdomo, ¿de verdad cree que éste es el mejor momento para reírse de mí? ¿No se da cuenta de que me está obligando a hacer daño al niño?

– Óyeme bien, zumbao -saltó el policía, al que se le revolvieron las tripas sólo de pensar en que aquel psicópata pudiera ensañarse con el pobre Gregorio-, ¡te estoy diciendo la verdad! Tanto mi pasaporte como el de Gregorio están en la nevera, dentro de un sobre blanco con un montón de dólares que cambié cuando estábamos a punto de hacer juntos un viaje a Nueva York. Lo puse ahí porque no quería dejar dinero en metálico al alcance de la asistenta y estaba convencido de que nunca miraría debajo de las hueveras. ¡Compruébalo!

Rescaglio tapó el auricular y le dijo al niño:

– Tú, mira en el frigorífico, debajo de donde están los huevos.

Mientras el chico iba a comprobar si la información era correcta, Rescaglio dio las últimas instrucciones al policía:

– Se lo voy a dejar muy claro, inspector. Tengo dos rehenes conmigo: uno es un violín que vale tres millones de euros, el otro es un niño de trece años que da la casualidad de que es su único hijo. Si el pasaporte está donde me acaba de decir, Gregorio y yo salimos ahora mismo hacia el aeropuerto, donde no quiero tener la más ligera complicación.

– Te aseguro que no vas a encontrar el más mínimo problema para salir del país -le aseguró el policía en el tono más convincente que pudo-. Nadie, excepto yo, sabe que tú mataste a Ane. No hay orden de busca y captura contra ti; cuando llegues al aeropuerto nadie va a estar esperándote, tienes mi palabra. Pero tenemos que pactar cómo y cuándo recuperaré a mi hijo.

– ¿Conoce el aeropuerto de Narita? En la terminal dos, en la tercera planta, hay un punto de encuentro muy famoso llamado Rendez-vous Plaza. Es ahí donde podrá recuperar a su hijo, entre las tres y las cuatro de la tarde de mañana.

– Supongo que eres consciente de que si Gregorio sufre el más mínimo percance, me obligarás a olvidarme de que soy policía y dedicaré lo que me queda de vida a buscarte para arrancarte las entrañas con mis propias manos.

– No empecemos a ponernos desagradables sin motivo, inspector. Ya le he dicho que su hijo es para mí un simple salvoconducto; acabar con su vida no me reportaría el menor beneficio. Es más, debo decirle que empiezo a sentir un genuino aprecio por el chaval.

En ese momento llegó Gregorio con el sobre blanco que había mencionado Perdomo y lo entregó a su secuestrador. Estaba frío como una losa de mármol. Rescaglio sujetó el auricular con el hombro para liberar una mano y abrió el sobre, donde, efectivamente, halló dos pasaportes y tres mil dólares en billetes de diez, veinte y cien dólares. El italiano comprobó la validez de los dos documentos y al ver la fecha de nacimiento del inspector exclamó:

– ¡Es usted tauro, Perdomo! Igual que yo; le felicito de corazón. Aunque ya sabe que si un tauro sale malo, es de lo peor: avaro, terco, colérico, gusto por el dinero fácil, rencoroso, posesivo. Y la foto es lamentable; será mejor que le expidan otro documento.

A continuación agarró las tijeras y empezó a cortar en trocitos las hojas del pasaporte del policía, que acabó tirado en el suelo, junto al retrato de su esposa.

– Ahora quiero que haga una última cosa por mí, signor poliziotto -concluyó Rescaglio-. Le voy a poner a su hijo al teléfono otra vez, para que sea su padre quien le diga cómo tiene que comportarse. Le aconsejo que sea breve y contundente.

El violonchelista acercó el auricular al oído del muchacho y le indicó con un gesto de la cabeza que hablara.

– ¿Papá?

– Gregorio, estoy aquí. No te va a pasar nada si haces lo que te dice, puedes creerme.

– De acuerdo, papá.

– No intentes nada, no le provoques, haz que se sienta cómodo en todo momento y con total control de la situación.

– Sí, papá.

– Yo me encargo de que mañana por la tarde una persona vaya a recogerte al punto de encuentro de Narita. Una última cosa, y contéstame sólo con un monosílabo, ¿lleva Rescaglio el violín consigo?

– Sí, papá.

El italiano consideró que la conversación ya había durado lo suficiente y recuperó el auricular.

– Arrivederci,inspector, y recuerde: si decide hacerse el listo y tengo cualquier clase de contratiempo en mi largo camino hasta Narita, será su hijo quien lo pague. Si le veo aparecer por allí, su hijo morirá. Si detecto más policía que de costumbre o veo que en el embarque alguien hace algo que me pone nervioso, su hijo morirá. Y los padres de Ane le cortarán luego a usted en pedacitos, porque también destrozaré el Stradivarius. Corto y cierro.

Perdomo estaba preparando una respuesta a la sádica amenaza del italiano, pero no le dio tiempo a reaccionar, porque el otro le colgó el teléfono.

– Muy bien, Gregorito -anunció Rescaglio de buen ánimo-, nos ponemos en marcha. -Su expresión dura y fría de los últimos minutos había cambiado por completo y ahora resurgía de nuevo el encantador violonchelista que había seducido a Gregorio durante el dueto de Boccherini.

– Tu padre ha prometido que piensa comportarse como un chico bueno, así que vamos a disfrutar de un viaje de película. A partir de este momento tu vida está en tus propias manos, sólo dependes de ti mismo. ¿Que te portas bien? Dentro de veinticuatro horas todo esto no será para ti más que un mal sueño. ¡Y encima habrás tenido la oportunidad de conocer Tokio, el paraíso de los gadgets electrónicos! Si por el contrario decides hacer lo stronzo y echas a correr, entonces… te aseguro que le darás a tu padre el mayor disgusto de su vida.

– Yo voy a hacer todo lo que me diga mi padre -respondió el niño con semblante adusto.

– Eso es lo que quería oír. Ahora presta atención: va a haber un momento especialmente peliagudo, cuando pasemos el control de equipajes y yo no pueda tenerte al alcance de mis tijeras. Es probable que en ese momento, al verte rodeado de policías y sabiendo que no puedo hacerte nada, sientas la tentación de echar a correr.

Gregorio tuvo que reconocer para sus adentros que la ocasión para la huida era difícil de desaprovechar.

– Quiero que sepas lo que ocurrirá si te das a la fuga en ese momento, para que luego no me puedas reprochar que no te puse sobre aviso.

El italiano abrió su teléfono móvil y buscó un número en la agenda. Antes de marcarlo, advirtió al niño:

– De la misma manera que, si tu padre intenta detenerme, te pondrá a ti en una situación muy difícil, si tú intentas huir o delatarme a la policía durante el control de equipajes, una persona de mi total confianza se encargará de liquidar a tu padre cinco minutos después.

Rescaglio marcó el número que había preseleccionado y cuando oyó que descolgaban al otro lado, dijo:

– ¿Renzo? Te paso al muchacho.

Rescaglio entregó el teléfono al chico y éste se lo llevó al oído. Al otro lado de la línea se escuchaba una respiración pesada, como de asmático o de perverso sexual. La voz dijo:

– Me cargaré a tu padre y a tutta la tua famiglia como hagas la menor tontería. Hai capito? ¡Les cortaré el cuello a todos con un cuchillo de cocina!

Gregorio cerró los ojos horrorizado y luego estalló en un llanto copioso e inconsolable, en el que no había ya nada de la rabia contenida de hacía unos minutos, sino sólo la expresión de la más absoluta desesperación.

El chico no tenía manera de saber que el tal Renzo era, en efecto, un íntimo amigo del italiano, pero que difícilmente iba a poder tomar represalias contra su padre puesto que estaba hablando desde Tokio, donde se iba a encargar de prestar ayuda a Rescaglio hasta que su rastro se perdiera para siempre.