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Su captor no tuvo ni un solo gesto de compasión hacia el muchacho, al que días atrás había estado regalando el oído por su musicalidad y su destreza técnica, y a pesar de que llevaba un pañuelo inmaculado en el bolsillo, ni siquiera cruzó por su cabeza la idea de prestárselo a Gregorio para que se enjugara las lágrimas. Estaba decidido a llevar a cabo su venganza en caso de que el inspector Perdomo faltara a su palabra, y para eso necesitaba distanciarse emocionalmente de una criatura a la que, tal vez dentro de muy pocas horas, iba a tener que ejecutar. Mientras dejaba que Gregorio sollozara en un rincón, descolgó de nuevo el teléfono, y tras un par de llamadas, logró que le enviaran un taxi para desplazarse al aeropuerto.

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Mientras tanto, en su coche, Perdomo estudiaba la estrategia para liberar a Gregorio de un secuestrador. A la hora de garantizar la seguridad de su hijo, sólo había una persona en la que confiase plenamente y era él mismo. Tenía que ir al aeropuerto, eso estaba claro, y aunque no lograse rescatar a su hijo, debía asegurarse de que el chico estaba bien y que no había puesto en peligro su propia seguridad tratando de escapar de su captor. El policía se consideraba lo suficientemente hábil para hacer un seguimiento del secuestrador y de su víctima hasta la mismísima puerta de embarque sin ser visto; pero además se estaba preguntando cómo se las iba a arreglar Rescaglio para controlar a su presa una vez que ambos hubiesen atravesado el control de equipajes de mano, pues las tijeras serían sin duda detectadas por el escáner y la Guardia Civil se las incautaría en el acto. La lista de objetos punzantes prohibidos por la actual normativa era abrumadora: hachas, flechas, dardos, cuchillas, bisturíes, arpones, piquetas, ¡incluso patines de hielo! y, por supuesto, tijeras de más de seis centímetros de longitud. Pero todos estos utensilios, con los que sin duda se podía desde secuestrar un avión hasta dejar a un niño malherido, eran detectables siempre que estuviesen hechos de metal. ¿Y si Rescaglio había logrado disimular, por ejemplo en la funda del violín, algún elemento de plástico o madera que pudiera resultar tan mortífero como unas tijeras de acero? Aunque así fuera, Perdomo sabía que el momento en el que el italiano iba a resultar más vulnerable iba a ser en el control de equipajes de mano, cuando, aunque sólo fuera durante un minuto, se iba a tener que separar del muchacho.

Lo primero que hizo el policía fue llamar a AENA para informarse de cuáles eran los vuelos a Tokio de ese día. En el aeropuerto le comunicaron que solamente podían suministrarle información de los vuelos directos, y como no había ninguna compañía que volase sin escalas a Japón, optó por telefonear a una conocida agencia de viajes en la que le facilitaron todos los vuelos del día. El de Swiss Air, vía Zurich, había salido a las 9.50 de la mañana, y poco después, a las 10.20, lo había hecho el de Air France vía París. Lufthansa salía a las 16.50, vía Frankfurt y a las 19.30 había otro vuelo más de Air France, también con escala en la capital gala. Los martes y los jueves, había un vuelo de Iberia de las 16.00, que enlazaba con otro avión de la misma compañía en Amsterdam y llegaba a Tokio a las 14.30 del día siguiente. Rescaglio le acababa de decir por teléfono que soltaría a Gregorio en el Rendez-vous Plaza entre las tres y las cuatro, así que forzosamente tenía que ser ése el avión en el que pensaba embarcarse el italiano.

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El plan de Perdomo era bien sencillo. Tenía que llegar a la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, que es de donde salía el vuelo de Iberia para Amsterdam, identificarse ante la Guardia Civil en el control de equipajes de mano, y emboscarse al otro lado para entrar en acción en cuanto Gregorio cruzara bajo el arco detector de metales y estuviera fuera del alcance del italiano. Si llegaba a tiempo, Rescaglio iba a ser bastante fácil de neutralizar. Pero ¿podría plantarse en el aeropuerto antes que el secuestrador de su hijo? Desde su casa, en el Madrid de los Austrias, hasta el aeropuerto, a menos de veinte kilómetros de distancia, apenas había veinticinco minutos. Sólo tenía que enfilar las rondas, llegar hasta la carretera de Valencia y de allí enlazar con la M-40 y el desvío a Barajas. Pero él estaba en El Boalo, a casi una hora del aeropuerto, y para ganar la carrera, la única posibilidad consistía en que la cola del mostrador del check-in fuera lo suficientemente larga para compensar el tiempo que le iba a sacar su contrincante. Se maldijo por haber aceptado la propuesta de una reportera de Telemadrid de hacerle una entrevista-reportaje en el lugar mismo en el que había descubierto al asesino del Marral. La primera vez que le había llamado su hijo -o quien él creía que era su hijo- ni siquiera había escuchado la llamada, ya que su móvil estaba en modo silencioso para no interrumpir la entrevista. Cuando terminó de contestar a las preguntas, vio que tenía una llamada de su casa y al devolverla fue cuando Rescaglio descolgó el teléfono.

Perdomo comprobó que su arma reglamentaria estaba cargada e introdujo en el GPS de su coche el destino al que tenía que llegar a toda costa, antes que el asesino de Ane Larrazábal. El aparato le indicó que la ruta más corta era vía Cerceda hasta la autovía de Colmenar, para desde allí enlazar con la M-40 y tomar el desvío a la T4. Sin despedirse de la reportera, una napolitana pecosa que a pesar de llevar sólo seis meses en España hablaba castellano mejor que un académico de la lengua, pisó a fondo el acelerador y salió a uña de caballo de aquel pequeño pueblo de la Sierra Norte de Madrid. Por el espejo retrovisor, vio que la periodista le hacía vehementes gestos con los brazos para que se detuviese. Como no había tiempo para dar marcha atrás, ni podía imaginarse qué demonios quería la reportera, pasó olímpicamente de ella y siguió pisando a fondo el acelerador. No llevaba todavía ni cinco minutos conduciendo con la exaltación de un piloto de rallyes, cuando, en una curva a la izquierda para enfilar la carretera de Navacerrada, su coche derrapó, dio una vertiginosa vuelta sobre sí mismo de más de 360 grados y se salió de la carretera. «¡Cojonudo! -pensó al comprobar que su vehículo no había volcado de milagro-. ¡Un poco más y me rompo la crisma contra aquellas rocas!»

Se dio cuenta de que, por más urgencia que tuviera en llegar al aeropuerto, había un límite de velocidad que no podía traspasar, y que tenía poco que ver con la normativa legal de aquella carretera: un límite marcado por sus propias carencias como conductor y también por las del coche, que no era el más adecuado para un estilo de conducción deportiva.

Cuando pasó Colmenar Viejo, miró el reloj y calculó que Rescaglio debía de estar llegando ya al aeropuerto, si es que no lo había hecho ya. A él sin embargo aún le quedaban entre veinte minutos y media hora de viaje, dependiendo del tráfico que hubiera. Dio gracias al cielo por no haberse encontrado aún con ningún control de la Guardia Civil, pues no tenía claro si estaba dispuesto a detenerse en caso de que le hicieran parar junto al arcén, por exceso de velocidad. Luego rogó con todas sus fuerzas que Gregorio no sucumbiera al miedo y a la tentación de salir corriendo, pues era evidente que un chico de trece años tenía poco que hacer contra un adulto resuelto a todo.

Justo en el momento en que se había persuadido a sí mismo de que, con un poco de suerte y de cola en el check-in,iba a ser capaz de ganar la partida al italiano, ocurrió lo del camión.

Acababa de salir de Tres Cantos por la autovía de Colmenar cuando el inspector observó con horror cómo un camión tráiler cargado de corderos que circulaba en su dirección, unos metros más adelante, tocaba el borde de la carretera en un punto en que estaban reparando el arcén y su conductor perdía el control del vehículo. Al tratar de hacerse con él, y a pesar de circular por una recta, el conductor derrapó y, tras un estrepitoso frenazo en el que el tráiler debió de arrastrarse casi cincuenta metros sobre el asfalto, volcó sobre un costado, quedando la caja totalmente atravesada sobre la calzada. La cabina del conductor recibió un fuerte impacto y el cristal del parabrisas estalló en mil pedazos, aunque el conductor logró salir a gatas de su habitáculo y Perdomo comprobó que sólo estaba herido leve. Mejor parada aún salió su acompañante, una mujer morena y bien parecida que tenía todo el aspecto de ser su señora. Perdomo, que había estado a punto de tragarse el camión en el momento del derrapaje, y que ahora había detenido el vehículo en mitad de la carretera, después de haber accionado todos los intermitentes, miraba angustiado por el retrovisor, temiendo ser arrollado por otros conductores. Para su alivio, tanto el camión volcado como su propio vehículo eran visibles a una distancia considerable y los coches que comenzaron a llegar en la misma dirección pudieron frenar a tiempo. Perdomo había abandonado su coche para ir a comprobar cómo se encontraban los ocupantes del camión y vio que alrededor de una docena de corderos habían muerto aplastados por el golpe, pero que la mayoría habían logrado escapar al romperse el remolque y comenzaban a trotar en todas las direcciones, como si temieran que el camión que los transportaba pudiera incendiarse de un momento a otro y ellos pudieran quedar reducidos a un montón de carne a la brasa. Algunos, los más sabios, decidieron saltar el arcén y huir al campo; otros, más insensatos, optaron por cruzar la mediana y provocaron una colisión múltiple entre los coches que circulaban en sentido opuesto. A Perdomo se le pasó por la cabeza la idea de quedarse a echar una mano, por lo menos hasta asegurarse de que los corderos, como si fueran miembros de una manifestación no autorizada, se hubieran disuelto. Pero al ver que podía escapar invadiendo la cuneta, decidió regresar al coche, que había dejado con la puerta abierta de par en par.