Era la ocasión que necesitaba Gregorio para, de un lado, poder arrancar de la mano a su secuestrador el teléfono móvil, y de otro, liberarse de su depredador, que hasta ahora no le había perdido de vista ni un instante.
En vez de salir huyendo en línea recta y permanecer en la propia planta 1 a la que habían descendido, Gregorio tuvo la intuición, que le salvó la vida, de encaramarse a la escalera que iba en dirección contraria, de manera que, aunque Rescaglio intentó volver a agarrarle, él pudo parapetarse detrás del cuerpo de una señora que subía en ese momento y comenzó a alejarse de su perseguidor a la doble velocidad que le proporcionaban sus propias piernas y la escalera mecánica.
– Figlio di puttana! -gritó el italiano, una imprecación que iba dirigida tanto al escalón que le acababa de rebanar un trozo del pie como al niño sobre el que había perdido el control. Pero él mismo se dio cuenta de que en ese grito había casi más impotencia que ira, pues el violento movimiento que había llevado a cabo para intentar aferrar de nuevo al chico hizo que el chelo que llevaba a la espalda actuara como lastre y lo arrojara al suelo.
Varias personas se dieron cuenta de que el de Rescaglio no había sido un simple tropezón y se arremolinaron a su alrededor para tratar de ayudarle. El que peor parado salió fue un joven que dijo ser enfermero, y que al tratar de taponar la sangre que manaba del pie del italiano, recibió una coz en la cara que lo dejó inconsciente sobre la chapa metálica por la que se accede al motor de la escalera.
– ¡Dejadme, cabrones! -bramaba Rescaglio, pataleando panza arriba, como si fuera el kafkiano Gregorio Samsa convertido en un monstruoso insecto. Le estaba costando incorporarse porque las correas de la funda del chelo estaban unidas entre sí mediante una banda trasversal que se abrochaba sobre el pecho y que servía para disminuir el bamboleo del instrumento al caminar. Tras casi medio minuto de forcejeo interminable, durante el cual sus espontáneos ayudantes se alejaron de él a toda prisa, dejándolo por imposible, el italiano se puso por fin en pie y, renqueando como un animal herido, se alejó unos metros de la escalera mecánica para ir a buscar refugio en una hilera de sillas de plástico, donde se suministró a sí mismo los primeros auxilios.
Mientras tanto, en la planta superior, el inspector echó mano al bolsillo interior de su americana para mostrar al guardia civil del control de equipajes de mano su placa de inspector de policía. Tardó algunos segundos en recordar por qué no la llevaba encima. Durante el reportaje que le habían hecho en El Boalo, el cámara le había pedido su placa para filmar un plano detalle de la misma, y con los nervios del momento, Perdomo se había olvidado de recuperarla. Comprendió entonces por qué la reportera de televisión le había hechos gestos para que regresara en cuanto empezó a alejarse del lugar; gestos que él había visto por el retrovisor y que, al no comprender a qué obedecían, había decidido ignorar.
Perdomo decidió olvidarse de la placa y comenzó a tratar de convencer al escéptico guardia civil del control de pasaportes de que le franqueara el acceso al otro lado.
– No tengo tiempo de darle muchas explicaciones, pero persigo a un peligroso delincuente que trata de abandonar el país llevándose a mi hijo como rehén.
– No está el teniente en estos momentos, y yo, sin su autorización, no puedo dejar pasar a nadie sin tarjeta de embarque y pasaporte o DNI.
– Ya le he dicho que soy inspector de policía. El DNI lo tengo -le increpó Perdomo- y en él dice que soy policía. Lo que no puedo mostrarle es la placa, la tiene una reportera de Telemadrid.
– Si el DNI pudiera sustituir a la placa, los agentes no la necesitarían, ¿no cree? -replicó aquel zote-. Espere aquí unos segundos, hasta que venga mi superior, y si él da el visto bueno, yo le franqueo el paso con mucho gusto.
Perdomo barrió con la mirada el espacio que había más allá del control de viajeros, como si creyese que iba a poder divisar de repente, entre aquel maremágnum de viajeros, al hombre que había secuestrado a su hijo y asesinado a Ane Larrazábal. La sola idea de imaginar a Gregorio aterrorizado y en manos de su captor, a escasos metros de donde él estaba, le dio ánimos para volver a la carga.
– ¿Y cuándo vuelve el teniente? ¿Dónde está? ¿No puede ir en su busca, para acelerar la cosa?
– El teniente ha ido al aseo y, como comprenderá, tardamos más yendo a buscarle que esperando aquí tranquilamente a que regrese.
¿Qué podía hacer para convencer a un ser tan obtuso? Además de maldecirse una y mil veces por haberse olvidado la placa, Perdomo estuvo tentado de mostrar el revólver a aquel necio, para que viera que de verdad era inspector de policía, pero se percató al instante de que exhibir un arma en aquella situación, por muy reglamentaria que fuese, sólo podía empeorar las cosas.
– Llame a la UDEV -le ofreció entonces el inspector-. Allí pregunte por el comisario Galdón y él podrá identificarme.
– No estamos aquí para eso -zanjó el guardia civil, mientras con la mano le señalaba que se hiciera a un lado para que las personas que se encontraban detrás de él pudieran seguir depositando objetos en el escáner y pasando por debajo del arco detector de metales.
Perdomo miró nervioso su reloj y vio que faltaban pocos minutos para la salida oficial del vuelo. Era tal su ansiedad que se imaginó a sí mismo abriéndose paso a empujones en aquel control de equipajes de mano y corriendo hacia las puertas de embarque, en busca de su hijo, perseguido por la Guardia Civil; pero la idea le pareció tan delirante como peligrosa, pues además de que se arriesgaba a que a uno de los agentes le diera por sacar el arma y descerrajarle un tiro, el revuelo que de seguro iba a organizarse alertaría a Rescaglio, que podría tomar represalias contra su hijo.
Fue entonces cuando vio venir a una agente femenina, perteneciente al Cuerpo Nacional de Policía, que traía de la mano a un niño de trece años con un asombroso parecido a Gregorio.
– ¡Papá! -gritó el chico nada más verle. Y zafándose de la mano de la agente, atravesó el control de equipajes en sentido contrario, para ir a abrazarse amorosamente a su padre.
– ¿Me cree ahora? -exclamó ufano el inspector Perdomo-. ¿Ve como no es una historia inventada, que había un niño ahí dentro, y que es mi hijo?
El agente de la Benemérita había convertido ya el duelo dialéctico con Perdomo en una batalla personal, y en vez de rendirse a la evidencia, replicó:
– Usted dijo que su hijo estaba secuestrado. ¿Cómo es que se ha liberado de repente?
Perdomo se separó de su hijo, que aún seguía abrazándole, y le invitó a contar lo que había pasado, pero el relato de Gregorio tampoco sirvió para hacer entrar en razón a aquel zopenco. Menos mal que en ese momento regresó el teniente, que nada más ver a Perdomo exclamó:
– ¡Coño, el héroe de El Boalo!
Ante el estupor bovino de su subordinado, el teniente había reconocido a Perdomo como el policía que había ayudado a la Guardia Civil a resolver uno de los crímenes más misteriosos de los últimos meses, y tras escuchar su apresurado relato, le franqueó el paso.
55
Antes de lanzarse en persecución de Rescaglio, el inspector preguntó a su hijo qué puerta de embarque les habían asignado. Y tras escuchar la respuesta, quiso asegurarse:
– ¿Viste si llevaba algún arma? -El chaval hizo un gesto negativo con la cabeza; luego sacó de un bolsillo la partitura que había logrado descifrar esa misma mañana y se la entregó a su padre.
Perdomo no pudo evitar un gesto de asombro al encontrarse con la partitura descifrada, aunque no podía sospechar que hubiera sido el propio Gregorio el que hubiera resuelto aquel galimatías.
– ¿De dónde ha salido esto? -preguntó estupefacto.