Выбрать главу

– Estás completamente desquiciado ¿lo sabes, verdad? -respondió Perdomo-. Pero no tanto como para que tus abogados te puedan librar de la cárcel, recluyéndote en algún psiquiátrico. Te pudrirás en una prisión de alta seguridad durante al menos veinte largos años. Y te equivocas respecto a Du Pré; estoy perfectamente al tanto de lo que le ocurrió a esa pobre chica. Jacqueline du Pré vivió catorce años más desde que le diagnosticaron la enfermedad. Tú no solamente la asesinaste, sino que le privaste de una parte muy importante de su vida.

– ¿Y qué vida habría sido ésa? -estalló de repente Rescaglio. Llevó a cabo un movimiento tan violento con el arco del chelo que los policías nacionales, que aguardaban detrás esperando el momento de ponerle las esposas, hicieron ademán de intervenir, pero el inspector los frenó con un pequeño movimiento de la mano-. Ane -continuó Rescaglio hablando con gran vehemencia- se hubiera empeñado en prolongar su presencia en los escenarios hasta llegar a hacer el ridículo, igual que lo hizo en su día Jacqueline. En 1973, Du Pré hizo una tournée por América del Norte y las críticas fueron deprimentes. En febrero de ese año se vio obligada a cancelar el que hubiera sido su último concierto, con Pinchas Zukerman: el Doble concierto para violín y chelo de Brahms. Tuvo que sustituirlos a última hora Isaac Stern con el Concierto para violín de Mendelssohn. ¿Es ése un final adecuado para la más grande violonchelista que ha visto el mundo en los últimos cincuenta años?

– ¿Y si hoy se hubiera anunciado una cura definitiva para la esclerosis múltiple?

– No soy aficionado a la ciencia ficción, signor polizotto respondió el otro con desesperación.

– O al menos un medicamento que, sin llegar a curar la enfermedad, permitiera a los pacientes llevar una vida aceptable, como ha ocurrido con los infectados de sida -insistió Perdomo.

– ¿Una vida aceptable? ¿Sabe cuáles son los síntomas de la esclerosis múltiple? Déjeme que le recuerde alguno: pérdida de equilibrio, temblores, vértigos, mareos, visión borrosa, movimientos oculares incontrolados… y sólo le estoy citando los más leves, Perdomo. La noche en que murió ya habían empezado los movimientos oculares; me di cuenta en el camerino. Y luego, ya en el escenario, fue la esclerosis la responsable de que se le escapara el violín.

Perdomo miraba con un profundo desdén al italiano.

– Ni siquiera has demostrado el valor para hacerlo tú mismo. Tuviste que valerte de terceras personas.

– ¡El bueno de Georgy! Una vez, hace meses, en un ensayo, me contó que se había decidido a estudiar artes marciales, porque Moscú se había convertido en un lugar muy desagradable para vivir. La ciudad más peligrosa de Europa, según algunos organismos internacionales. -Rescaglio prosiguió tras una pausa-: Georgy empezó a jactarse, medio en broma, medio en serio, de que podía acabar con la vida de una persona en cuestión de segundos. Muchos meses después, le puse al tanto de la enfermedad que padecía Ane y le expliqué que su muerte era necesaria para ahorrarle una interminable agonía. Al principio se horrorizó y pensó incluso en denunciarme; pero en cuanto le prometí que su recompensa iba a ser el Stradivarius, ya no pudo resistirse.

Rescaglio empezó a destensar las cuerdas del arco del chelo para guardarlo en el estuche, haciendo girar el tornillo correspondiente, hasta que las crines quedaron totalmente fláccidas. Luego dio una vuelta al tornillo en sentido contrario para devolverles algo de tensión, aunque no tanta como para que éstas pudieran quebrarse. Parecía habérsele pasado totalmente el dolor y sus movimientos eran de una sangre fría que producía escalofríos.

– Bien, inspector, creo que ya no tiene sentido prolongar esta amigable charla. Supongo que no puedo llevar conmigo el chelo.

Perdomo hizo un ligero movimiento de negación con la cabeza.

– Si tengo que confiar a mi amigo al cuidado de estos policías, será mejor que al menos lo deje bien protegido en su funda. Esta gente puede tardar toda la tarde en llegar a descubrir qué hay que hacer para que quepa un chelo en el estuche.

El italiano se colocó el instrumento sobre las rodillas, para poder meter con comodidad la pica con la que los músicos lo apoyan contra el suelo. Mientras aflojaba la rosca, Rescaglio miró divertido al policía y volvió a hablar.

– En cierta ocasión se me ocurrió dar la vuelta al chelo para meter la pica más cómodamente. La espiga se me coló entera dentro, y además de que provocó daños en la caja que me costó un dineral reparar, me vi obligado a suspender el concierto. ¡No sé tocar sin la pica, inspector! Es más, ni siquiera creo que pudiera tocar sin esta pica en concreto. ¿Quiere saber por qué?

En vez de introducir la barra metálica hasta el fondo dentro de la caja y asegurarla con la llave roscada, el italiano la extrajo por completo del chelo para mostrar al policía una muesca circular, hecha a mano y situada en el último tramo.

– Es mi distancia. Sólo con esta longitud de pica estoy cómodo. Cada cual tiene la suya. Rostropovich, por ejemplo, la sacaba prácticamente entera.

Llegado a este punto, el italiano extrajo un voluminoso pañuelo del bolsillo y empezó a frotar la pica con él, como si le estuviera sacando brillo. Después, como tenía el voluminoso instrumento panza arriba sobre los muslos, lo cogió por el mástil y, sin llegar a meter la pica otra vez en su interior, lo guardó en su estuche. Finalmente miró de manera enigmática a Perdomo, y con la misma sonrisa serena que había adoptado durante la interpretación de «El cisne», añadió:

– Arrivederci. Es hora ya de que vaya a reunirme con mi amada.

Medio segundo después, Rescaglio agarró la pica del chelo con ambas manos, y tras haberla envuelto con el pañuelo que había sacado, se postró de rodillas sobre el suelo de la T4 y se la clavó a sí mismo con saña en la parte izquierda del vientre, haciendo fuerza luego, a la manera de los antiguos samuráis, hacia el lado derecho, para destrozarse las entrañas. Por último, volvió al centro del abdomen, y a pesar de que la pica carecía de filo, trató, acompañándose de un alarido espeluznante, de llegar con ella casi hasta el esternón.

– Se lo suplico -le dijo el italiano a Perdomo en un susurro ya casi ininteligible, a causa de la sangre que empezaba a brotarle de la boca-, ¡ahora debe ayudarme!

57

Al día siguiente

Perdomo dejó el lilium que había comprado para Milagros apoyado en el suelo, contra la puerta de roble de su chalet, y nada más hacerlo se alejó apresuradamente en dirección a su coche, que había dejado a pocos metros en segunda fila, con el motor al ralentí y la puerta del conductor entreabierta. Se sintió como uno de esos colegiales que se dedican a incordiar al vecindario llamando a los timbres de las puertas, para luego darse inmediatamente a la fuga. Sólo que él no había llegado a pulsar el timbre, porque pretendía exactamente lo contrario, que Milagros no llegara a advertir su presencia. El lilium era su manera de agradecer a aquella mujer extraordinaria todo lo que había hecho por él en las últimas semanas, pero no deseaba entregárselo personalmente, sino que Milagros lo encontrara junto a la tarjeta que lo acompañaba, en la que había escrito sencillamente:

Gracias. Por todo.

Un beso,

Raúl

Aunque cuando compró la flor estaba decidido a dársela en persona, había cambiado de opinión en el último momento, temiendo que el gesto pudiera ser malinterpretado como el inicio de un cortejo. Milagros le había parecido una mujer atractiva desde el comienzo, pero en modo alguno estaba dispuesto a complicarse la vida ahora que las cosas con Elena estaban empezando a rodar en la dirección que él deseaba. Perdomo sabía cómo mostrarse educado, e incluso cálido, sin llegar a incurrir en el coqueteo, pero lo que no podía controlar era la actitud de la vidente. Durante el viaje a Niza había tenido la impresión de que Milagros se sentía atraída hacia él. En el transcurso del almuerzo en casa de Orozco, por ejemplo, Perdomo había sorprendido a Milagros mirándole en un par de ocasiones, como si su mera presencia la embelesara. Y en el avión de regreso a Madrid, sus manos se habían rozado tantas veces en el reposabrazos común que él pensaba que aquel sutil contacto físico -que por otro lado, no le había desagradado- no podía haber ocurrido por casualidad.