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– Como te he contado, el padre de Ane me había pormenorizado al detalle el ritual del sepukku,de manera que hubo un momento en que tal vez hubiera podido evitar el suicidio de Rescaglio y no reaccioné. En el instante mismo en que se dio cuenta de que no iba a poder embarcarse en el avión, resolvió quitarse de en medio a la japonesa, pues fue en Osaka donde transcurrió su infancia, y el ritual japonés prevé la escritura de un poema, antes de clavarse el tantō. Rescaglio no era poeta, sino músico, y por eso optó por tocar «El cisne» en vez de escribir. Fue su canto del cisne, o si lo prefieres, su zeppitsu.

Perdomo se estaba refiriendo a un poema de despedida, también llamado yuigon,que los samuráis componían en los instantes previos al suicidio, en el que resumían sus pensamientos y emociones en aquel momento. Las dos palabras japonesas que servían para designarlo venían a decir más o menos lo mismo: «última pincelada o declaración que uno deja atrás».

– En ese momento no lo relacioné, claro -siguió explicando el policía-, pero luego Rescaglio hizo algo que tendría que haber desencadenado en mi interior todas las alarmas. Don Íñigo, el padre de Ane, me había hecho saber que los antiguos samurái envolvían el tantō en papel de arroz, ya que se consideraba que morir con las manos cubiertas de sangre era una ignominia. Cuando fue a guardar el chelo en el estuche, Rescaglio extrajo la pica y la envolvió en lo que tenía a mano en ese momento, que era su pañuelo. Me pareció un gesto tan extraño que estuve a punto de reaccionar y ordenar que le esposaran en el acto. Pero por alguna razón no lo hice, y eso le dio tiempo a él a abrirse el vientre. Hubo un instante en que intuí que se iba a suicidar y no hice nada por evitarlo.

La mano de Milagros, que aún seguía en contacto con la de Perdomo, se cerró sobre la del policía en un afectuoso gesto y éste le correspondió, haciendo a su vez presión sobre la de la vidente.

– Es absurdo que te culpes -dijo la mujer-. En primer lugar porque una persona determinada a quitarse la vida lo hará, tarde o temprano. Si Rescaglio no se hubiera quitado la vida en el aeropuerto lo habría hecho veinticuatro horas más tarde, en los calabozos del juzgado. Pero además está el hecho de que, para una persona como él, que no era un asesino al uso, la muerte haya sido quizá la mejor salida posible. Así que no te veas a ti mismo como la persona que pudiendo socorrerle no lo hizo, sino como la que le permitió ir a reunirse para siempre con su amada.

Perdomo agradeció de todo corazón que justo en ese momento sonara el timbre de la puerta, anunciando al nuevo paciente, porque de lo contrario -y de eso estaba profundamente convencido- era muy posible que aquél hubiera sido el comienzo de una relación sentimental con Milagros.

58

Madrid, un año después del crimen

– ¿Qué hora es ya? -preguntó Gregorio, impaciente desde el asiento trasero del todoterreno conducido por Elena Ordóñez.

Perdomo, que ocupaba el asiento del copiloto, ni siquiera se molestó en mirar el reloj, que ya había consultado un par de veces en los últimos diez minutos a requerimiento de su hijo.

– Vamos con tiempo de sobra, Gregorio. No marees -le respondió su padre mientras trataba de desempañar por dentro un parabrisas que empezaba a humedecerse a causa de la lluvia incipiente.

Los tres regresaban de pasar el día en la localidad de Quijorna, en una casa de montaña propiedad de los padres de Elena, donde habían degustado el excelente cocido de la localidad, y ahora se dirigían al Auditorio Nacional para asistir al concierto que la japonesa Suntori Goto iba a ofrecer junto a la Orquesta Nacional de España dirigida por el nuevo titular. Josep Lledó había sido invitado a renunciar a su puesto después de que la prensa hiciera públicas sus simpatías hacia una organización neonazi llamada FAS, Frente Anti Semita. Perdomo nunca llegaría a confesárselo a Elena, su nueva compañera sentimental, pero había sido él la persona que había puesto en marcha a la prensa para que investigaran las conexiones neonazis de Lledó, haciendo así posible que el contencioso de la trombonista con el director de orquesta no tuviera que resolverse en los tribunales. Nada más abandonar Lledó el puesto de director artístico de la Nacional, Elena había podido recuperar su merecido puesto de primer trombón en la orquesta, aunque estaba exonerada en el concierto de aquella tarde por tratarse de una orquesta de cuerda.

Al aproximarse al Auditorio, Gregorio reconoció el lugar en el que su madre solía dejar aparcado el coche cuando iban a los conciertos, pero cuando iba a señalárselo a su padre, éste se anticipó:

– Lo sé, lo sé: el sitio de mamá. Mi escondrijo, ¿no?

Gregorio se limitó a sonreír y Perdomo indicó a Elena que podía dejar aparcado el vehículo con toda tranquilidad en aquel lugar, a pesar de la prohibición, pues estaba más que comprobado que allí la policía municipal nunca ponía multas.

La plaza de Rodolfo y Cristóbal Halffter, por la que se accede a la Sala Sinfónica del Auditorio, solía estar atestada de gente en los minutos previos al concierto, pero aquella tarde el bullicio era aún mayor, hasta el punto de que a Perdomo aquello le pareció el mercado del Rastro en hora punta. Perdomo reconoció de pronto, entre los espectadores que abarrotaban el lugar, a Natalia de Francisco, la amiga de Lupot, que había acudido al concierto en compañía de su marido, Roberto Clemente. Tras las presentaciones de rigor, Natalia explicó a Perdomo que había una gran confusión en torno al horario del concierto. Un ujier estaba diciendo que se iba a retrasar una hora por causas aún no determinadas, pero algunos espectadores habían comentado que Suntori había sufrido un misterioso accidente y que el concierto había quedado pospuesto para otro día.

– Lo mejor -propuso Natalia- es esperar un rato hasta que nos den una explicación oficial; mientras tanto podemos ir a tomar algo a Intermezzo.

Unos minutos más tarde los dos luthiers departían en la cafetería con Perdomo, Elena y Gregorio, y como no podía ser de otra manera, la conversación -o más bien el monólogo del inspector- se centraba alrededor del crimen que había tenido lugar el año anterior.

– Aquí tenéis -dijo orgulloso el policía al tiempo que ponía la mano sobre el hombro de su hijo- a la persona que descifró el código musical con el que Rescaglio consiguió atraer a Ane hasta la Sala del Coro. La investigación posterior al crimen puso de relieve que Ane y su prometido se vieron forzados desde la adolescencia a idear un lenguaje secreto con el que comunicarse, debido a la fortísima oposición al noviazgo de la madre de ella. Ambos intercambiaban mensajes cifrados disfrazados de inocentes partituras musicales a los que doña Esther no tenía manera de acceder. Aquel juego, que nació por una necesidad de privacidad de la pareja, continuó tras la adolescencia por puro divertimiento: a los dos les gustaba comunicarse en un lenguaje absolutamente incomprensible para los demás. El día del concierto Rescaglio dejó a Ane una partitura cifrada en el camerino. Tenían ya tal práctica que ni siquiera necesitaban unir con líneas las cabezas de las notas para enterarse de lo que decían los mensajes. Esa partitura bastó para que ella creyera que Rescaglio la estaba esperando en la Sala del Coro, para tener un momento de intimidad. Por Carmen Garralde supimos que a Ane le gustaba tener encuentros eróticos antes del concierto; decía que así salía al escenario cargada de energía. Como la noche en que murió se entretuvo hablando con Agostini en el camerino, Rescaglio tuvo la excusa perfecta para dejar ese encuentro carnal para después del concierto. Entró a desearle suerte, y le dejó la partitura cifrada, en la que la invitaba a hacer en la Sala del Coro lo que no había podido hacer antes, en el camerino.