– ¡Kaaaaaaaaaaate!
Kate alzó la vista de su libro.
– ¡Kaaaaaaaaaaate!
Ella trató de calcular la distancia. Después de que quince años de oír gritar su nombre de igual manera, se había hecho bastante experta calculando el tiempo entre el primer rugido y la aparición de su marido.
Esto no era tan sencillo de calcular como podía parecer. Había que considerar su ubicación, si estaba arriba o abajo, visible desde la entrada, etcétera, etcétera.
Luego había que añadir a los niños. ¿Estaban ellos en casa? ¿Posiblemente en su camino? ¡Ellos retrasarían su bajada, seguramente, quizás todo un minuto, y…
– ¡Tú!
Kate parpadeó ante la sorpresa. Anthony estaba en la entrada, jadeando por el esfuerzo y mirándola airadamente con un sorprendente grado de veneno.
– ¿Dónde está? -exigió.
Bien, quizás no tan sorprendente. Ella parpadeó sin inmutarse.
– ¿Quisieras sentarte? -preguntó-. Te has excedido un tanto en el esfuerzo.
– Kate…
– Ya no eres tan joven como antes -dijo con un suspiro.
– Kate… -el volumen iba creciendo.
– Puedo llamar por el té -dijo dulcemente.
– Está cerrada -gruñó él-. Mi oficina está cerrada.
– ¿Era eso? -murmuró ella.
– Tengo la única llave.
– ¿Tú?
Sus ojos se ensancharon.
– ¿Qué has hecho?
Ella volteó la página, aun cuando no estaba mirando la impresión.
– ¿Cuándo?
– ¿Qué significa cuándo?
– Significa -hizo una pausa, porque este no era un momento para dejar pasar sin una apropiada celebración interna-. ¿Cuándo? ¿Esta mañana? ¿O el mes pasado?
Esto le tomó un momento. No más que un segundo o dos, pero era lo suficientemente largo para que Kate observara su expresión, iba de la confusión hacia la indignada sospecha.
Era glorioso. Encantador. Delicioso. Habría reído con ello, pero esto sólo traería otro mes de redobladas grandes dificultades, bromas, y ella solamente quería terminarla.
– ¿Hiciste una llave de mi oficina?
– Soy tu esposa -dijo ella, echando un vistazo a sus uñas-. ¿No debería haber ningún secreto entre nosotros, no crees?
– ¿Hiciste una llave?
– No querrás guardarme secretos, ¿verdad?
Sus dedos agarraron el marco de la puerta hasta que los nudillos se tornaron blancos.
– Deja de mirar como si estuvieras disfrutando de esto -soltó él.
– Ah, pero sería una mentira, y es pecado mentirle al marido de una.
Extraños sonidos de ahogo comenzaron a emanar de su garganta.
Kate sonrió.
– ¿No prometí honestidad en algún momento?
– Era obediencia -gruñó él.
– ¿Obediencia? Seguramente no.
– ¿Dónde está él?
Ella se encogió.
– No entiendo.
– ¡Kate!
Alzando el tono.
– No entieeeeeeeeendo.
– Mujer… -Avanzó. Peligrosamente.
Kate tragó. Había un pequeño, más bien diminuto, de hecho, una muy verdadera posibilidad que pudiera haber ido demasiado lejos…
– Te ataré a la cama -advirtió él.
– Siiiiiii -dijo ella, evaluando el momento y estimando la distancia hacia la puerta-. Pero no puedo pensar correctamente.
Sus ojos llamearon, no exactamente con deseo, todavía estaba demasiado centrado en el mazo de palamallo, pero ella pensó que más bien había visto un destello de… interés allí.
– ¿Amarrarte dices? -murmuró, avanzando-. Y eso te gustaría, ¿eh?
Kate comprendió su significado y jadeó.
– ¡Tú no esperarás!
– Ah, eso espero.
Él estaba esperando repetir la función. Iba a amarrarla y abandonarla allí mientras buscaba el mazo.
No, si ella podía decir algo al respecto…
Kate saltó sobre el brazo de la silla y luego se escabulló por detrás. Siempre es aconsejable poner una barrera física en situaciones como estas.
– Ah, Kaaaaate -se burló, moviéndose hacia ella.
– Él es mío -declaró ella-. Era mío hace quince años, y lo es todavía.
– Era mío antes que fuera tuyo.
– ¡Pero te casaste conmigo!
– ¿Y eso lo hace tuyo?
Ella no dijo nada, solamente cerró sus ojos. Estaba sin aliento, jadeando, por la prisa del momento.
Y luego, rápido como el relámpago, él saltó hacia adelante, y extendiéndose sobre la silla, atrapó su hombro durante un breve instante antes que se le escapara…
– Tú nunca lo encontrarás -prácticamente chilló, escondida detrás del sofá.
– Ahora no creas que escaparás -advirtió él, haciéndose a un lado, maniobrando de cierta forma para colocarse entre ella y la puerta.
Ella miró la ventana.
– La caída te mataría -dijo él.
– ¡Oh, por el amor de Dios! -dijo una voz desde la entrada.
Kate y Anthony se dieron vuelta. Colin el hermano de Anthony estaba allí de pie, mirando a ambos con aire disgustado.
– Colin -dijo fuerte Anthony-. Que agradable verte.
Colin simplemente levantó una ceja.
– Supongo que estás buscando esto.
Kate jadeó. Él sostenía el mazo negro.
– ¿Cómo lo hiciste…?
Colin acarició el contundente cilindro casi con amor.
– Sólo puedo hablar por mí, desde luego -dijo con un suspiro feliz-. Pero por lo que a mí respecta, ya he ganado.
El día del juego…
– No consigo comprender -comentó Daphne, hermana de Anthony-. Por qué tú debes marcar el rumbo.
– Porque soy el maldito poseedor del lugar -dijo con mordacidad.
Colocó la mano para escudar sus ojos del sol e inspeccionó el trabajo. Esta vez había hecho una tarea brillante, se dijo a sí mismo. Sería diabólico.
Genio puro…
– ¿Alguna posibilidad de que te abstengas de blasfemar ante la compañía de las damas? -dijo Simón, Duque de Hastings, marido de Daphne.
– Ella no es ninguna dama -se quejó Anthony-. Es mi hermana.
– Ella es mi esposa.
Anthony sonrió con satisfacción.
– Fue mi hermana primero.
Simón se giró hacia Kate, quien estaba repiqueteando el mazo verde contra la hierba, como si se encontrara feliz, pero Anthony la conocía mucho.
– ¿Cómo -preguntó- lo toleras?
Ella se encogió.
– Ese es un talento que pocos poseen.
Colin envalentonado, agarrando el mazo negro como si fuera el Santo Grial.
– ¿Comenzamos? -preguntó elocuentemente…
Los labios de Simón se separaron con sorpresa.
– ¿El mazo de la muerte?
– Soy muy inteligente -confirmó Colin.
– Sobornó a la camarera -se quejó Kate.
– Tú sobornaste a mi criado -puntualizó Anthony.
– ¡Tú también!
– No soborné a nadie -dijo Simón a nadie en particular.
Daphne acarició su brazo con condescendencia.
– Tú no naciste en esta familia.
– Tampoco ella -retrucó él, señalando a Kate.
Daphne consideró esto.
– Ella es una aberración -concluyó finalmente.
– ¿Una aberración? -demandó Kate.
– Es el más alto cumplido -le informó Daphne. Hizo una pausa y luego añadió-. En este contexto.
Entonces se giró hacia Colin.
– ¿Cuánto?
– ¿Cuánto que?
– ¿Cuánto le diste a la camarera?
Él se encogió.
– Diez libras.
– ¿Diez libras? -casi chilló Daphne.
– ¿Estás loco? -requirió Anthony.
– Tú le diste cinco al criado -le recordó Kate.
– Espero que no fuera una de las mejores camareras -se quejó Anthony-, ya que seguramente se marchará antes de finalizar el día con tanto dinero en su bolsillo.
– Todas las camareras son buenas -dijo Kate, con cierta irritación.
– Diez libras -repitió Daphne, sacudiendo su cabeza-. Voy a decírselo a tu esposa.