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Habías hablado por teléfono con Pimenta el viernes antes del crimen. Voy a ir a San Pablo el martes 22, le dijiste. ¿Podríamos cenar ese día o el siguiente?

– No, no creo que pueda -te contestó-. Tengo un problema con una ex jefa de sección en el diario. Me traicionó, vendió información, la eché, pero todavía sigue molestándonos. Si necesitas algo, Camargo, habla con Evoaldo, con Moacyr. Yo estoy desbordado, abrumado. Nada hiere tanto como la deslealtad.

– Entiendo -le dijiste-. Llevamos una vida de mierda.

– Una vida de mierda -repitió él.

El domingo a la noche, Octavio Frias, de Folha, te dio la noticia. ¿Dos disparos, Octavio?, preguntaste. ¿No fue un accidente, entonces? Qué inexplicable. Un editor tan íntegro, tan sensato.

Lo que más te desconcertaba era el azar de haber llamado a Pimenta justo antes del crimen, cuando estaba en el tránsito de ser a ser, al borde de esa otra cosa que lo atraía como un abismo imantado. J'ai décidé d'étre ce que le crime a fait de moi, habrá pensado Pimenta sentado sobre aquel límite, he decidido que voy a ser lo que el crimen haga de mí. No te vetas con él a menudo pero siempre los encuentros eran intensos: acaso una vez al ano o tres veces cada dos, en el restaurante japonés de Rua Bandeira Paulista o en La Brigada de San Telmo. No hablaban de ustedes mismos ni tampoco, contrariando las costumbres del oficio, comentaban las mudanzas de los diarios que dirigían. Tu amistad con Pimenta se desviaba hacia afluentes que eran sólo de ustedes: las películas que habían visto y los libros que estaban leyendo. A él le impresionaban Pulp Fiction, L.A. Confidential y Underworld, la última novela caudalosa de Don De Lillo; vos preferías Los anillos de Saturno de W. G. Sebald, el duelo póstumo entre los diarios no censurados de Sylvia Plath y las Cartas de cumpleaños de su ex marido Ted Hughes, y una sutil película de Michael Polish llamada Twins Fall, Idaho, en la que actuaban el director y su propio hermano gemelo con una incesante conciencia de que los dos eran uno. Lo único decepcionante es el final, Pimenta, le dijiste. Tenés que levantarte de la butaca diez minutos antes de que termine.

Tampoco se hablaban con frecuencia por teléfono. Después de muchos meses, el viernes oíste su voz sin el menor presagio, y luego, el lunes, te enteraste de que, mientras la olas, esa voz ya había entrado en la locura.

Cancelaste el viaje a Brasil. Siempre que tropezás con un mal signo preferís mover el orden de tus citas y empezar de nuevo. Además, ahora no tenés ganas de ir a ninguna parte porque el mismo domingo del crimen la mujer de la ventana de enfrente, en la calle Reconquista, ha regresado luego de una semana de ausencia. Sus nuevas rutinas te inquietan. En un rincón del dormitorio, casi fuera del alcance de tu telescopio, hace ejercicios de yoga y toma un vaso de jugo de naranja cuando vuelve por las noches. Después, con sólo un camisón corto sobre el cuerpo desnudo, se sienta ante la computadora y escribe un email tras otro, a veces hasta las dos o tres de la madrugada. Imprime con dedicación tanto las cartas que envía como las que recibe y las guarda en el maletín que lleva siempre consigo. Si las oculta con tanto esmero es porque se trata de algo que debe manejar con sigilo y delicadeza: inversiones de negocios o mensajes de amor. Cuanto más lo piensas, más seguro estás de que viaja para encontrarse con algún amante. No puede ser de otro modo. Sólo un amor recién descubierto puede transmitirle esa felicidad tan escurridiza, tan avergonzada que ahora la envuelve como un halo. Apenas te convencés de que ésa es la razón, querés saberlo con certeza. Has decidido entrar en su departamento cuando ella no esté. Si revisás bien todos los escondrijos posibles -entre las ropas, el doble fondo de los cajones, los libros y los envases sospechosos de la cocina-, vas a encontrar sin dudas las señales que estás buscando: los mensajes desechados al Otro (¿o será Otra?), una foto, una voz en la grabadora del teléfono.

La mujer está por salir nuevamente de viaje, y resolvés entrar un mediodía, después de que se ha marchado la empleada de la limpieza. Aunque no hay el menor peligro de que alguien te sorprenda, apenas franqueás la puerta y dejas atrás el breve pasillo oscuro donde la mujer cuelga sus abrigos, te apresurás a bajar todas las persianas. Sentís que algo de vos mismo puede estar aún observando por el telescopio desde la ventana de enfrente y la idea, aunque es absurda, te incomoda. El dormitorio es mucho más grande de lo que se ve a la distancia, aun con una lente tan poderosa como la tuya. Hay un televisor ante la cama y, a un costado, un vestidor muy amplio con dos filas paralelas de ropa, separadas según las estaciones. Alguna vez podrías ocultarte allí y contemplar a la mujer de cerca mientras duerme, en estado de indefensión. Esa idea entra en vos y ya no te deja, no te deja. Estás atado ahora a la idea como un animal ciego. Vas examinando con detenimiento los cajones y las junturas de las puertas, porque querés saber si la mujer, temiendo que sus secretos sean descubiertos por miradas intrusas, los ha protegido con cintas adhesivas o clips delatores. Luego escarbás entre las ropas, en busca de papeles ocultos, y estudies uno por uno los documentos y recortes que hay en el escritorio. Contra lo que suponías, no encontrás copias de ningún email, inofensivo o de los otros. Hay sólo notas, tomadas quizá de una enciclopedia, para un ensayo que la mujer parece estar preparando y, debajo, tarjetas postales de los lugares a los que ha viajado en los últimos meses: Quito, Venecia, París, Madrid, Río de Janeiro, México. En el reverso de las postales se leen frases que suenan a fragmentos de algún poema y que están dirigidas a una nopersona, a una figura retórica, tal vez a un alguien que es la mujer misma.

Al otro lado de la imagen de L'Etoile, por ejemplo, ella ha escrito unas pocas líneas enigmáticas encabezadas por el titulo «Diario de Viaje,,. Son éstas: «No debí llevarte a parís / esa ciudad era sólo mía / yo en parís soy todo lo que tengo / la próxima vez parís / te llevará a vos. y yo / me quedaré sola aquí / sin mí». Esas reflexiones te parecen superiores a lo que sabés de la mujer y suponés, por lo tanto, que las ha tomado de un libro. Las líneas que aparecen en el reverso de la postal de la Puerta de Alcalá son, en cambio, mis propias de su lenguaje corporal descuidado: «En el museo Reina Sofía / delante de un Dalí / abriste una carta de tu hija la enferma / Va a morir, me dijiste. Tengo que regresar / Yo estaba mal también. / Toda la tristeza del mundo / cayó sobre nosotros / y no paró de caen,.

De a ratos ascienden hacia el dormitorio los ajetreos de la calle Reconquista. Es la hora en que los empleados de los bancos y de las mesas de dinero se relevan para el almuerzo. En el piso de arriba susurra una manada de fotocopiadoras. A la inversa de los burdeles que William Faulkner definía como el ambiente más adecuado para el trabajo de un artista, aquel lugar es silencioso de noche y agitado durante el día. La mujer no es una artista. Sél0 escribe datos estadísticos y postales, colecciona recuerdos. Los apuntes para el ensayo son un buen ejemplo. Aunque tu ojo veloz adviene en ellos algunas incoherencias, el tema parece ser la historia de los pecados capitales. «En los monasterios orientales cundió, cuatro siglos después de la muerte de Cristo, cierto temor a los vicios que podían perturbar la aspiración de los monjes a una vida perfecta. El primero en establecer una lista de vicios fue el anacoreta egipcio Evagrius Ponticus (346-399). Determinó que los esenciales eran ocho, y que de ellos se derivaban todos los demás. Más tarde otro eremita, el rumano Johannes Cassian (360-435), sentenció la prohibición absoluta de los ocho vicios convirtiéndola en regla de hierro de la vida monástica. El papa Gregorio Magno extendió esa prohibición a toda la cristiandad y siguió hablando de ocho pecados viciosos: envidia, ira, gula, lujuria, avaricia, pereza, soberbia y vanagloria. Fue Tomás de Aquino, hacia 1250, el que sintetizó los dos últimos en uno solo. Al simplificar la soberbia, la volvió menos temible e involuntariamente la fomentó. Los actos de arrogancia empezaron a justificarse como inspiraciones de Dios: Meister Eckhart, Guillaume d'Occam, los inquisidores españoles y el papa Alejandro Borgia son frutos del árbol ingenuo que plantó Aquino. Suplicamos a Dios que nos libre de Dios (Eckhart), Todo criminal es un poema que escribe un crimen (Sartre, glosando a Genet), los trabajos de Bouvard y Pécuchet, la escala que soñó Jacob en su ascenso al cielo, la torre de Babel, los mesas, los gemelos, madre de Dios, tus gemelos: la historia es orgullo y más allá no se puede ir porque no hay nada, no hay nada. Resumen: la soberbia es el más prolífico de los pecados capitales, un delta, un desovadero de pecados. En Subida del monte Carmelo, san Juan de la Cruz -que escribía en castellano- enumera los siete males que más lastiman el espíritu del hombre. Todos son variantes de la soberbia: vanidad, vanagloria, presunción, jactancia, menosprecio, altanería, fatuidad. Creo que no en rodas las lenguas hay tantas formas de decir lo mismo.a Las notas están escritas con tinta verde. La mujer ha anotado a lápiz, al finaclass="underline" «El extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios».