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Te detenés un momento a oler la ropa interior, que ha sido rociada con alguna esencia suave de limón o lavanda. Acercás la nariz al hueco de sus zapatos. Ella cubre todos sus pensamientos como una nube sin fin. Te sentás en la cama y enseguida te incorporás de un salto porque el suave vaho a café de tu ropa o tu peso de hombre mayor pueden delatar que estuviste ahí. Has pasado ya bastante tiempo a solas con sus objetos. Verificas que todo quede en el mismo orden en que ella lo dejó. Sin saber por qué, sentís, de pronto, que hay algo más por ver. Volvés a los cajones del escritorio. En el segundo, entre los papeles de una resma que, como parecía intacta, pasaste por alto, descubrís un recorte de la revista Veja publicada la semana anterior. Son seis páginas. En la primera ves a tu amigo Antonio Pimenta Neves en una foto que repite su gesto más característico: la cabeza ligeramente inclinada, el índice derecho posándose sobre una ceja, los ojos entornados, reflexivos, como los de un reptil enorme y bondadoso. El título es implacable: Poder de vida y muerte. Y debajo: El director de C) Estado de Sao Paulo contrata a su enamorada y la promueve. Después, ella lo abandona y él la asesina a tiros. ¿Por qué está la mujer interesada en esa historia? Te incomoda que se haya tomado el trabajo de buscar la revista en uno de los pocos kioscos de Buenos Aires donde la venden para recortar sólo ese artículo. Porque no hay otro, ya lo has revisado todo. Suspirás, intrigado. Y una vez más te ronda la idea de esconderte en el dormitorio y espiarla mientras duerme. Vas a hacerlo, vas a oír su humedad, a lastimar su pensamiento, a quemar su sombra, a despellejar el aire que respire. Vas a saltar dentro de su sueño y apoderarte de todo lo que encuentres.

Cuatro

Durante más de cincuenta años, Camargo no dejó de pensar ni un solo día en la madre que había perdido. No sabía cómo era ella ni cuál sería ahora su nombre, pero tenía la esperanza de que aún siguiera viva en algún lugar del mundo. Con el tiempo, la imagen de la madre había ido moviéndose de un cuerpo a otro, de una cara a otra, era muchos seres que Camargo no podía fijar en uno solo: aquella errancia de la madre era también la errancia de su ser, las muchas personas que, a pesar suyo, él iba siendo todos los días: una persona nueva casi a cada instante, un extraño con el que le costaba identificarse. Sin embargo, la reconocerla apenas la viera porque, aunque no recordaba su cara ni su cuerpo, sabría que era su madre por este o aquel gesto de ella que persistía en él, tal vez la costumbre de llevar un índice a la ceja e inclinar la cabeza hacia la derecha, como si de ese lado le pesaran los pensamientos; o tal vez la reconocería por la involuntaria frialdad de su voz, tomando siempre distancia de los otros, como les sucede a todos los que han sufrido un primer amor rechazado. ¿Nunca me amaste, mamá, nunca me amaste? ¿Nunca querrás abrazarme? Si el padre no hubiera destruido hasta el último recuerdo que había de ella en la casa, quizás ahora podría imaginarla. Era el blanco absoluto de su imaginación lo que más lo desesperaba.

Una víspera de Navidad, cuando Camargo tenía once o diez años y aún vivía en Tucumán, encontró al padre quemando todas las fotos, las ropas y las cartas que la madre había dejado. Desde hacía ya algunos meses, el padre le había prohibido que la nombrara, la dibujara o escribiera composiciones sobre ella en la escuela. Así, la madre se alejaba a coda velocidad de su memoria y era sólo una vaga sombra con la que Camargo hablaba en silencio, sin esperar respuesta. La había visto tan pocas veces que, al entrar en la adolescencia, no podía discernir si el recuerdo que le quedaba era inventado o real. A veces, cuando se miraba en el espejo, se esforzaba por ver, en la imagen que él mismo reflejaba, la cofia de enfermera, el delantal blanco tableado y los guantes de goma que siempre llevaba puestos. Soy mi madre, decía. Sólo cuando te vea voy a saber ser yo.

La madre trabajaba en un hospital de tuberculosos y, como le habían dado el turno de noche, dormía hasta bien avanzada la tarde. Pasaba el resto del día tomando notas en un cuaderno, sin ocuparse de la cocina ni de la limpieza. Tampoco del niño, que era feliz sentándose a su lado y contemplándola. De vez en cuando, ella reparaba en Camargo y le devolvía la mirada. «Mi gato, mi gatitos, le decía entonces, meneando la cabeza, con una ternura que él extrañaba todavía. No se acordaba de la voz, pero la ternura perdida era como una pierna o un oído que le hubieran quitado y que lo disminuía ante las demás personas.

Antes de que amaneciera, la madre volvía del hospital y lo primero que hacía era entrar en la pieza de Camargo y acariciarle la cabeza. Más de una vez, él había esperado ese momento durante la noche entera, temiendo que la caricia pasara y él no se diera cuenta. La oía abrir la puerta cancel, atravesar el zaguán y la pequeña sala de la entrada, y acercarse a su cama en puntas de pie. Camargo fingía dormir. Había aprendido a fingir con tanta destreza que sus ojos estaban suspendidos e inmóviles en esa eternidad de la caricia y su respiración adquiría una placidez que jamás alcanzaba en los sueños verdaderos. Se estremecía por dentro al oír los susurros del delantal, cada vez más cerca, y oler el perfume a desinfectante que impregnaba el cuerpo de la madre, aun después de bañarse. Luego se preparaba para la extrema suavidad de su tacto: ella lo rozaba con una piel tan inasible, tan aérea, que parecía sólo un suspiro de los dedos.

Una mañana, vencido por la curiosidad, decidió mirar la sutileza de aquellas manos. Con desolación, con horror, advirtió que ella tenía puestos los guantes del hospital. Y supo que los guantes habían estado siempre allí, interponiéndose entre su cabeza y las manos de la madre. ¿También su placenta le habría servido para separarse de él antes de que naciera? ¿Para diferenciarlo de su cuerpo y no para contenerlo y abrigarlo? Y luego, ¿tendría los guantes puestos cuando acercó por primera vez los pezones a su boca? Aquel día deseó con toda su alma que la madre se muriera, llevándose al otro mundo todas sus no caricias. Pero luego empezó a pensar que el ademán de acariciarlo era lo que valla, y concentró su odio en los guantes. La madre jamás se apartaba de ellos. Antes de dormir, se lavaba las manos con alcohol y dejaba los guantes dentro de una máquina de calor, como la que usaban los viejos peluqueros para esterilizar las tijeras y los peines.

A los pocos días, Camargo peleó con dos compañeros de la escuela y se le abrió una herida en el cuero cabelludo que lo cubrió de sangre. Con la ropa destrozada, llorando a mares, corrió a su casa. La madre estaba sentada en un sillón de la sala, hojeando revistas con las manos enguantadas. ¿Puedo abrazarte, mamá? le preguntó Camargo. ¿Te puedo dar un beso? Y se le acercó con los brazos abiertos. La madre lo observó de arriba abajo con una mueca de disgusto y lo apartó con firmeza.»No se te ocurra tocarme, Gatito», le dijo. «¿No sabés que, por mucho que me lave, siempre me queda pegado en el cuerpo el aliento de los enfermos? A mí eso ya no me hace nada, pero los que me tocan se pueden contagiar.»