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Camargo empezó a pensar entonces que ella tampoco debía de tocar al padre, aunque ambos compartían el dormitorio y la cama. Cada vez que los había visto dormidos, estaban yaciendo de costado, en extremos opuestos, separados por una colcha enrollada. En aquellos primeros años a Camargo le interesaba poco el padre porque tampoco él pasaba mucho tiempo en la casa. Era técnico de sonidos y tenía un taller en la radio donde fabricaba los efectos especiales que se oían en las novelas. Usaba cocos partidos en dos para imitar el galope de los caballos, y cubiletes llenos de sal gruesa que, al ser agitados, evocaban los pasos de los amantes sobre las hojas secas del otoño. Delante de la madre se pavoneaba diciéndole que ningún sonido era para él imposible de reproducir: el roce de las [alas, el suspiro de la brisa entre los árboles, un desfile militar, un partido de tenis.

A veces Camargo creía estar viviendo entre fantasmas. Ya en quinto grado, la casa estaba siempre sola cuando volvía de la escuela y, como no tenía nada que hacer, repasaba las lecciones una y otra vez. Los maestros le escribían notas de felicitación, pero él no tenía a quién mostrárselas. Lo único que comía eran los guisos de lentejas que cocinaba una vecina y que entregaba en viandas de tres cazuelas, con carbones en el hornillo. El niño los dejaba enfriar y se iba sirviendo de a poco, a cualquier hora.

Esa vida de indiferencia cambió para siempre una madrugada de enero. Camargo se había quedado leyendo hasta muy tarde novelas de Julio Veme y aún tenía el sueño enredado entre los náufragos de la isla misteriosa y la cantante resucitada del castillo de los Cárpatos cuando oyó un sollozo en sordina que venía del dormitorio de los padres. Se levantó descalzo, vestido con el único calzoncillo ya deshilachado que le quedaba, y descubrió al padre sentado en la cama, golpeándose la frente con un pedazo de papel. El cariño que había retenido desde hacía años se le vino encima de pronto como una ola muy alta, y tuvo que hacer un esfuerzo para dejar pasar la ola sin besar ni abrazar al padre, porque éste también creía, como la madre, que los sentimientos son uñas sucias que deben cubrirse con guantes.

– Qué se habrá creído tu madre? -le dijo-. Llevo años aguantándole que se acueste con un kinesiólogo del hospital y ahora, no conforme con eso, se ha ido a vivir con él.

¿Eso quiere decir que no va a volver? -¿No estás oyendo? Nos ha abandonado.

Por lo que veía en el cine y leía en las novelas, Camargo imaginaba que sólo las mujeres sufrían las infidelidades y crueldades de los maridos hasta que éstos terminaban abandonándolas. No se le había ocurrido que los hechos de la vida pudieran suceder al revés. Tampoco a él le había importado, como al padre, que la madre anduviera con otros hombres. ¿Pero por qué se había marchado sin él, sin el hijo? ¿Qué le había hecho Camargo? Jamás se quejaba, era obediente y estudioso, se planchaba él mismo la ropa y trataba de que nadie lo viera cuando lloraba. ¿Por qué lo había dejado, entonces? Mierda, las mujeres.

Lo que más sufrimiento le causaba fue que la madre, al irse, había dejado los guantes del hospital dentro de la máquina de calor. Aquellos guantes sin manos le recordaban las caricias que ya nunca más tendría. Y a la vez pensaba que ahora las manos, ya libres de los guantes, podrían acariciar la cabeza de alguien que no era él.

Pocos meses después, mientras releía Los hijos del capitán Grant de Julio Verne, encontró en el segundo tomo una carta que la madre le había dejado. Se notaba, por la letra, que estaba muy apurada: «Gatito, no aguanto más en esta casa. Perdoname. Sé que vas a estar bien. Adiós». Estuvo a punto de mostrársela al padre, pero tuvo miedo de que se la quitara. La escondió en una costura del pantalón, pero el día que lavaron toda la ropa en agua caliente, la carta se deshizo.

El único lugar donde la madre podía haberse ocultado era Buenos Aires, porque la ciudad era un espejo interminable donde las vidas se confundían y se repetían. Camargo tenía quince años cuando Radio del Pueblo contrató al padre para que hiciera los efectos sonoros de El León de Francia, que copiaba las aventuras del Zorro. Un domingo de invierno, luego de vender los pocos muebles que les quedaban, cruzaron en un tren que se llamaba El Tucumano los desiertos de Santiago del Estero y las salinas de Córdoba, y llegaron a Buenos Aires a medianoche. La radio mandó a la estación de Retiro un coche de plaza con la orden de que los paseara por las calles del centro antes de llevados a la pensión. Los edificios estaban iluminados y debajo de la tierra se oía el rugido de los trenes. La gente cruzaba las calles riendo y comiendo porciones de pizza, y algunas avenidas caían en pendiente hacia las oscuridades del río. Era de noche pero la luz fluía de todas las ventanas con tanta intensidad que a Camargo le pareció que el sol saldría en cualquier momento.

La pieza que la radio alquiló para ellos, cerca de Retiro, había sido la enfermería para las apestadas de un viejo burdel. En el mismo espacio de seis metros por ocho se amontonaban una litera de dos pisos, una tina que servía tanto para bañarse como para lavar los platos y un hornillo Primus que despedía un olor infernal a kerosén. Abajo vivían unas mujeres que iban y venían todas las tardes por los pasillos con batas transparentes y estelas de perfumes ácidos que atraían a las ratas. Daban fiestas casi a diario, con la música a todo volumen, y la única vez que Camargo se atrevió a protestar las mujeres se le rieron en la cara. Una de ellas golpeó esa noche a su puerta para que le cuidara el hijo, y se lo entregó descalzo y en camisón. Al amanecer siguiente se lo llevó dormido, y regresó por la tarde con la bata desprendida, con la intención de pagarle el servicio, pero a Camargo se le quitaron las ganas apenas vio que tenía unos lunares blancuzcos de sarna en el vello de la entrepierna.

En aquellos años no le importaba otra cosa que crecer y avanzar rápido en la escuela para poder vivir lejos del padre. Estudiaba en las bibliotecas yen las plazas, y así tardó cuatro altos en completar los cinco del secundario y otros cuatro en dar los exámenes y escribir la tesis de la licenciatura en Letras.

No se perdía una sola función de los cineclubes y aprendió francés para leer los ensayos arbitrarios de André Bazin en Cahiers du Cinema. En uno de los debates que los socios del club Gente de Cine tenían a medianoche se lució tanto defendiendo el lenguaje austero de Viaje a Italia, la película en la que Roberto Rossellini empezó a desenamorarse de Ingrid Bergman, que le permitieron escribir lo que quisiera en la revista mensual de la institución. Publicó un par de ensayos sobre el efecto letal que Estados Unidos había ejercido en la obra de directores como René Clair, Jean Renoir y Fritz Lang. El artículo que le cambió la vida fue un ditirambo sobre Senso, de Luchino Visconti. Llamó tanto la atención de un editor de El Diario que le ofrecieron un escritorio en la redacción, un seguro de salud y un sueldo de mil seiscientos pesos, casi lo mismo que ganaba el padre en el radioteatro de Nené Cascallar. Ahora parecen inverosímiles esas historias de buena suene, pero en aquellos tiempos el viejo periodismo había sido pervertido por años de censura y los editores andaban a la caza de jóvenes con talento que oxigenaran la sangre de las redacciones.

Desde que llegó a El Diario lo benefició el azar. El critico de teatro se enfermó de hepatitis y esa misma tarde se murió Sacha Guitry. Como la noticia fue recibida a última hora, cuando la redacción estaba vacía, le preguntaron a Camargo si se animaba a escribir la necrología. Esas oportunidades jamás se daban dos veces. Con tenacidad, con aplicación, pasó una hora en el archivo de datos y salió de allí con una elegía de quinientas palabras que describía a Guitry como un dramaturgo tan pasado de moda que todos lo creían muerto hacía ya mucho tiempo. Camargo insinuaba que, tal vez por eso mismo, el difunto era un sosías o un simulador, y en ese ardid se cifraba el único acto inmortal del Guitry verdadero. El artículo le gustó tanto al director del diario que a la semana siguiente le permitió redactar las criticas de las comedias de Marivaux que el Theatre National Populaire había llevado a Buenos Aires. Camargo las adornó con observaciones agudas sobre los laberintos de amor que se tejían en la corte de Luis XV y sostuvo que la historia de la Revolución Francesa debería reescribirse a partir de esas comedias.