Jamás un crítico profesional se había ocupado de algo más que del estreno del día, pero a Camargo le sobraban tiempo y energía para otras hazañas. Llevaba la imagen de la madre clavada en la cabeza. La credencial del diario le abría las puertas de hospitales, hospicios y asilos de viejos, y durante semanas los recorrió uno por uno, buscando a una mujer de cincuenta altos con delantal tableado y guantes de goma. Más de una vez creyó que la había encontrado. En esos casos, pasaba horas averiguando si habían sido enfermeras en un hospital de tuberculosos o habían tenido un hijo al que llamaban Gatito. Muchas de ellas ya se habían olvidado de todo, hasta de lo que se hacía para recordar. Aun así, Camargo no perdía la esperanza de que una de esas mujeres volviera hacia él la cara azorada, tarde o temprano, y le echara los brazos al cuello preguntándole: «Garito, por qué no viniste a buscarme antes?».
(G. M Camargo publicó una serie de cinco reportajes sobre los hospicios de ancianas en El Diario de Buenos Aires. Salieron entre un lunes y un viernes de octubre y revelaron por primera vez la extrema corrupción de los administradores. La alimentación de las ancianas no llegaba a un promedio diario de ochocientas calorías, dormían en colchones sin sábanas ni frazadas, disponían de un solo baño para poblaciones de sesenta personas, los dispensarios carecían de algodones, vendas, desinfectantes, analgésicos, y si una in
terna cala enferma, quedaba abandonada en su camastro y debía levantarse para procurar su propia comida. Ni hablar de las defecaciones y orinas regadas por todas partes. El tercero y el quinto de los reportajes aparecieron en la primera página del diario y fueron luego reunidos en un libro, El abandono, que se convirtió en un clásico y fue usado en las escuelas de periodismo, junto con Operación Masacre y el Manual de español urgente de la agencia EFE.)
Aun después de agotar la búsqueda de indicios en asilos y hospitales, de revisar listas y listas de cadáveres no identificados en la morgue y en los cementerios, y de estudiar los censos de las villas de emergencia y la nómina de ancianas que habían servido en los conventos, Camargo no quiso darse por vencido. Los diarios se armaban todavía en planchas de plomo y faltaban dos décadas para que se difundiera el uso de las computadoras. Había que tener entonces una paciencia de iluminista medieval para adivinar las biografías escondidas detrás de cada nombre y para comparar las fotos de los archivos con los torpes dibujos de la memoria. O inmovilizarse, como Camargo, en la ciénaga de una idea fija. No lo acobardó la infinitud de los desengaños. Llevaba ya una serie larga de fracasos cuando se le dio por imaginar que, después de todo, tal vez la madre se había mantenido fiel a las costumbres burguesas y que debía vivir, casada o viuda, en alguna casa modesta de Palermo. Recorrió todas las calles de una punta a la otra: Gorriti, Guatemala, Fitz Roy, Armenia, Soria. Visitó los mercados de carnes y hortalizas alrededor de un triángulo verde que en esos tiempos se llamaba la esquina de Serrano o de Racedo y que después sería la placita Julio Cortázar, investigó los conventillos de fotógrafos de la calle Gurruchaga y los clubes masones de la calle Uriarte. Pensaba que la vería en cualquier momento tomando el fresco en la vereda y hablando con las vecinas. Más de una vez, cuando la noche se le venía encima, buscaba refugio en un bodegón que se las daba de francés y al que, cuando la hora de la cena languidecía, iban cayendo cantantes de tango a los que se les había marchitado la voz y que entretenían a los clientes rezagados por un guiso de lentejas y un vaso de whisky Criadores. Se sentaba junto a la ventana para ver pasar a la madre. Alguna vez lo alumbraría el relámpago de los guantes y sabría que era ella.
Fue aquel bodegón el primer sitio que se le vino a la cabeza cuando invitó a comer a Reina Remis para seguir discutiendo la necrología de Robert Mitchum. Era un martes y no habría nadie, pero igual ordenó a las secretarias que le reservaran una mesa debajo de la escalera de caracol que estaba en el centro y dieran la dirección a Remis por teléfono.
Sentía una vaga turbación delante de ella, cierto remoto pudor que lo devolvía a la adolescencia, y a la vez, esa noche, una sensación de libertad que le lavaba el alma, tal vez porque Brenda y las mellizas ya se habían despegado de su vida y volaban suspendidas sobre Asunción o los esteros de Mato Grosso, o porque tenía el presentimiento de que la madre estaba cerca, Gatito, ya no estoy tardando canto. Vaya a saber por qué Reina lo turbaba. Su tipo físico era lo contrario de todo lo que a él le gustaba: ninguna opulencia, la boca estrecha, la barbilla excesiva, los tobillos gruesos y unos pechos que parecían pequeños.
Camargo, que andaba siempre encorvado y con el labio inferior saliente, despectivo, como en los retratos de Dante Alighieri, trató de caminar erguido cuando vio a Reina ya sentada bajo la escalera, con un vestido floreado de polleras anchas que le daba un aire campesino e inofensivo. En la mesa había dos pequeñas velas encendidas. La at mósfera era cálida, silenciosa. Al centro del restaurante se abría un claro que a veces ocupaba un dúo de bandoneón y violín, o alguna imitadora de Edith Piaf. Sin preguntar la opinión de Remis, Camargo ordenó una botella de cabernet.
– Voy a pedir también la sopa de cebollas -le dijo al mozo-. No sé qué quiere la señora.
Ella vaciló, como si no entendiera las sutiles insinuaciones del menú, y al final dijo: -Lo mismo. Quiero lo mismo.
Remis parecía incómoda y a la vez halagada, y no sabía dónde esconder la incomodidad. Tomó agua a sorbos rápidos, con la insensatez de un pajarito. Las manos eran anchas y los dedos, demasiado corros. Todo su encanto estaba en la expresión de libertad que, aun atemorizada, seguía teniendo, y en la galaxia de lunares del pecho. Estaba sobre todo en la fragancia del cuerpo que la acompañaba como una luz o una dulzura invisible. Se levantó y preguntó con timidez dónde estaba el baño. Cuando la vio subir la escalera de caracol, Camargo observó sus piernas y distinguió una mancha pálida sobre los tobillos demasiado gruesos, otro lunar excitante debajo de las medias de seda. Remis no era linda, volvió a decirse, sólo altanera. Sin embargo, irradiaba una sexualidad primitiva, un irresistible olor animal.
– Qué lío había esta noche en Política -dijo ella al volver-. No paraban de llamar por teléfono. Los redactores se levantaban, discutían en los pasillos. Nadie quería decir una palabra. Parecían orgullosos de su secreto.
El tono era cándido y a la vez cauteloso. Una zorra explorando la espesura del bosque.
– Ya no es secreto. Supimos que el hijo del presidente depositó varios millones en un banco de San Pablo. Tiene veintiún años, no trabaja, gasta todo lo que le da el padre en autos de carrera. ¿De dónde crees que salió el dinero?
– ¿Del contrabando de armas? -adivinó Reina.