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De acuerdo con sus cálculos, para infundir un sueño profundo, de anestesia -como ha dicho el médico-, debe disolver seiscientos miligramos de la droga por cada vaso. Aunque ella beba sólo un sorbo, la dosis no debe bajar de seiscientos miligramos. Ya sabe cuál va a ser el líquido: el jugo de naranja que toma antes de acostarse. Ha estudiado con esmero esa rutina. La mujer tiene un cartón de jugo de tres cuartos y lo agita varias veces antes de servirse. Por lo que puede estimar, en el cartón queda ahora menos de un vaso. Le parece improbable que la mujer abra un cartón nuevo. En el cuarto que alquila enfrente ha probado varias veces, con un polvo inocuo, la consistencia y el sabor que tendrá el jugo cuando le abada el medicamento. No se advierte la diferencia. A veces quedan restos del polvo en el fondo pero, aunque ella viera el residuo, jamás pensaría que se trata de una droga.

No necesita encender las luces ahora. Conoce palmo a palmo el departamento. Le basta con el destello que sale de la heladera cuando entorna la puerta. Vierte el fenobarbital en el cartón y agita el líquido con energía. Aunque ha molido los comprimidos hasta volverlos impalpables, unos pocos puntos blancos flotan, rebeldes, en la espuma del jugo. Está preparado para eso: ha traído un colador de trama muy fina, a través del cual vierte el jugo en un recipiente acanalado, y luego de filtrarlo lo devuelve al cartón. Una vez más lo agita. Por un momento piensa en esconderse dentro del vestidor, donde hay espacio de sobra, para observar el efecto de la droga. Al fin de cuentas, ha llevado todo lo que necesita: la cámara ya cargada y dos casetes con películas de repuesto. Aunque ha sentido muchas veces la tentación de esconderse, la desecha: la mujer podría buscar algo imprevisto en el vestidor y descubrirlo. O podría reaccionar a la droga de una manera impensada, desmayándose o gritando, y él no quiere estar en la casa si eso ocurre. Por fin ha mezclado tres bolsitas de fenobarbital con el jugo, doscientos cincuenta miligramos más de lo que hace falta. Los residuos del colador y lo que pueda quedar en el fondo del cartón ajustarán la dosis.

Lava con delicadeza los recipientes que ha usado, los seca con el repasador que lleva consigo y echa un último vistazo al cartón. La espuma está asentándose y la droga se ha disuelto mejor de lo que esperaba. Antes de marcharse, no puede resistir la tentación de encender la linterna y espiar el contenido de los cajones. Hay nuevas notas para el ensayo en el que la mujer lleva semanas trabajando, pero esta vez el lenguaje es más desprolijo y apresurado: «Antes y después de Jesús abundaron en Palestina los profetas y magos que se proclamaban mesas o hijos de Dios. Eran campesinos iletrados en su mayoría. Alentaban la resistencia popular contra Roma y se los consideraba hombres santos o piadosos que, al entrar en contacto con los poderes divinos para curar enfermos o atraer lluvias, ponían en peligro su salud. Jesús era uno de miles, y su doctrina tiene puntos de contacto con la de los esenios, los baptistas y los zelotes. Ni siquiera es demasiado original. Me pregunto qué razón mayúscula determinó que su nombre entrara en la historia por encima de otros iguales. Encuentro sólo una respuesta: Jesús debe su eternidad a la escritura. Los evangelistas escribieron en detalle lo que dijo e hizo, y organizaron un cuerpo de doctrina que permitió a los catecúmenos sentirse partes de un todo superior. También los esenios trataron de perpetuarse a través de la escritura, pero cuando sus rollos fueron descubiertos en Qumrán no les quedaba espacio en la historia, porque Jesús ya los había ocupado todos.

No le disgusta que la mujer piense con audacia, o que sólo lea lo audaz. Le incomoda, sí, que pierda el tiempo. Nadie va a publicar un ensayo con esas ideas a contramano. A la vez le sorprende que, mientras los demás papeles de su escritorio están impresos en los caracteres uniformes de la computadora, Times New Roman cuerpo 12, las notas sobre Jesús hayan sido tomadas con un bolígrafo de tinta verde, como la que usaba Pablo Neruda para escribir sus poemas, y que al final de la página la mujer haya repetido, una vez más a lápiz, la frase que lo desconcertó la primera vez que revisó los cajones: «El extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios».

Tiene que haber algo más en algún lugar del departamento, ahora que lo piensa, porque ella se ha comportado de un modo extraño en los últimos días. Sus gestos ante el espejo han sido más morosos, más insinuantes, y a veces camina de un cuarto a otro distraída, como si se hubiera perdido a s(misma. Si hay algo, tiene que estar en el escritorio: fotos, copias de cartas, recortes de revistas, allí guarda todo lo que podría delatarla. Además, no se le cruza por la cabeza la sospecha de que estén espiándola. Se siente a salvo. Fuera de la empleada de la limpieza, nadie más entra en la casa. La mujer ha preservado ese espacio para ella sola y no recibe visitas. Habría que averiguar si el aislamiento es voluntario, si de veras está contenta así o sólo finge.

El artículo de Veja ha desaparecido del segundo cajón, pero entre la resma de papeles, ahora disminuida, él encuentra dos mensajes impresos que le llaman la atención. La mujer los ha copiado de Internet, tal vez porque necesita releerlos. El primero procede de un editor de Bogotá. Y está dirigido a ella, no hay error posible: «Querida, entonces Río, si es lo que quieres. ¿Reservo el Palace de Copacabana, el Caesar de Ipanema? Te beso, te beso». Y el de ella, media hora más tarde:.Amor, te extraño ya. Elijo el Palace. Sin vos, no entiendo el sentido de mis días. Algo as(como no saber exactamente quién soy, dónde estoy, qué hora es.?Quiero recuperar ese sentido? ¿Puedo o es tarde, soy otra desde que soy con vos? ¡Me haces tan feliz! Lamento que la distancia no re permita ver la cara de idiota que llevo, prueba inequívoca del bienestar que da enamorarse. Nos vemos en el aeropuerto de Galeáo, entonces. Me sofoca el dolor del amor. Te besen».

Aunque presentía algo así, lo inundan la indignación y la vergüenza. Ella escribe con más descaro que el editor colombiano, eso está a la vista: lo que para el editor es sólo un desgaire de la vida, el polvo de unas cuantas noches, para la mujer es un asunto de vida o muerte. ¿Soy otra desde que soy con vos? Qué frase tan impúdica. A él le ha bastado silbar, lanzar al aire el nombre de un hotel, para que ella se eche a correr en su busca como una perra hambrienta. Cuanto más lee los mensajes, más se indigna, no contra la mujer sino contra sí mismo. ¿Así le paga ella las noches que ha pasado en vela recorriendo su cuerpo a través de las lentes del telescopio Bushnell, custodiándola de lejos, acechando el menor trastorno de su respiración? Se lo veía venir: tarde o temprano iba a traicionarlo. Le parece intolerable. Si quisiera, podría impedir el viaje a Río. Tiene el poder, los medios. Pensándolo bien, va a dejar que las cosas sigan su curso. Va a permitir que se vaya. Pero no como ella quiere. No como el editor colombiano espera. La va a dejar marcada, malherida. La va a destruir y ya se le está ocurriendo cómo.

Ahora, tiene que completar lo que ha venido a hacer. Antes de cerrar la puerta del departamento, examina con esmero que todo siga tal como la mujer lo dejó. Ella es desordenada, pero cualquier objeto fuera de lugar podría ponerla sobre aviso. Llama el ascensor y observa de reojo si nadie anda por allí. Rara vez se ha cruzado con alguien. El edificio es nuevo y casi no tiene ocupantes. Cuando quiere trasponer la puerta de calle, tropieza con la pareja sin techo, que está desplegando sus posesiones: un almohadón destripado, ropa húmeda, frazadas, tiras de espuma de goma. Trata de esquivarlos, pero sus cuerpos le bloquean la salida y, sin prestarle la menor atención, siguen hablando en una lengua remota, de la que él no entiende una sola palabra. Dajte mi vino, cree que está diciendo la mujer, novae, vino, los sonidos se parecen a los de una película que no puede recordar.