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– Deje arriba la noticia del avión. Y la foto. Léame el título.

– «Se estrelló un Concorde en Paris: 113 muertos.» Y abajo: «Cayó sobre un hotel. Iba a Nueva York. Es el primer accidente del avión supersónico».

– ¿Cuál es la novedad? Ese es el mismo título que aprobé hace dos horas. ¿No ha dado la orden todavía de imprimir? ¿Qué espera? Ustedes pierden el tiempo por cualquier estupidez.

La ve tenderse en la cama y encender un cigarrillo. ¿Desde cuándo fuma? Sin duda está llena de vicios secretos. Entreabre un poco las persianas y deja que entre el aire frío de la noche. Los ruidos de la ciudad invaden también el cuarto, ensuciando la música: un cortejo de ómnibus avanza por la avenida Corrientes hacia el Bajo, y desde lejos le llegan las voces excitadas de un televisor. La confusión de sonidos ajenos le permite, extrañamente, oírse a sí mismo: oye los sordos ciegos ojos del deseo abriéndose en lo más hondo de lo que él es. No es por la fuerza de gravedad de la mujer que le estallaba el deseo sino por la inercia de la noche, o por la música, por el allegro final del cuarteto de César Franck que está levantando vuelo. El allegro se encrespa a veces y luego se vuelve melancólico como un paisaje lunar: después de un cráter, la música se despereza en una lenta llanura, hasta que vuelve a despertar. La pieza entera es una sucesión de estremecimientos y de suspiros, y no le parece extravagante que sus modulaciones se parezcan a la última parte de En busca del tiempo perdido. Proust estaba escribiendo La prisionera, quinto volumen de esa obra, cuando obligó al cuarteto Poulet, durante toda una noche, a tocar repetidas veces los cuatro movimientos. El Viola Amable Massis recordaba años después que Proust se metió en la cama apenas llegaron, e hizo que sirvieran a los músicos champán y papas fritas para que conservaran las energías. Las partituras se repartieron sobre los muebles del dormitorio forrado de corcho, en la casa del Boulevard Haussmann, y una o dos veces, durante la ejecución, Proust recogió del suelo algunos papeles ya saturados de escritura para anotar en ellos un par de frases. «¿Podrían tocar el cuarteto entero sólo una vez más?», recuerda Massis que decía Proust con una voz más aguda a medida que avanzaba la noche.

Proust era víctima de sus ideas fijas, y las iba dejando como un tatuaje a lo largo de su libro. Las ideas fijas son, en verdad, el libro, piensa Camargo. El mundo sería nada sin las ideas que siguen en pie, obstinadas, sobreviviendo a todas las adversidades.

La mujer ha vuelto a ponerse de pie frente al espejo del dormitorio y ahora mueve la cabeza de un lado a otro. Tal vez esté también oyendo música, U2, REM o cualquiera de esos sonidos que a él lo desesperan. El pelo largo y oscuro de la mujer, rozándole los hombros, es un viajero desorientado en el mar de ninguna parte, y las ubres indefensas de corderita alzan los pezones en busca de aire fresco, marcadas por las estrías largas que él ha observado más de una vez. ¿Cómo unos pechos tan escuetos pueden tener estrías?

Los ardores del largo día ahogan a Camargo. Se quita toda la ropa de una vez, qué alivio, deja caer al piso la corbata y la camisa almidonada con puños de gemelos. En el perchero de la entrada cuelga, por costumbre, el traje cruzado de franela azul que lleva desde la mañana. Tal vez podría tirarse a descansar un rato. Nunca se ha quedado a dormir allí aunque a veces ha esperado el amanecer en el sillón de su mirador, sin apartar la vista de la mujer, y luego se ha dado una ducha antes de regresar al diario. Prefiere su cama al otro lado de la ciudad, en San Isidro, junto a las galerías de geranios donde se inclina la brisa del río, la enorme cama muerta que ya no comparte con nadie pero en la que, sin embargo, es un hombre de poder y no el sombrío satélite de la ventana de enfrente. En el cuarto anónimo donde está ahora hay sólo un catre de monje, mudas de ropa, un baño, una heladera y botellas de whisky. Puede hacer allí lo que le dé la gana porque el guardián del edificio va a permitirle lo que sea, yo estoy acá para obedecerlo, doctor Camargo, pero lo que él de verdad quiere está fuera de los limites que vigila el guardián, al otro lado de la calle, no en el cuerpo de la mujer sino en la imagen que ella sigue proyectando.

Ahora ha dejado de menearse y está contemplándose en el espejo. La leve herida del labio le ha vuelto a sangrar. De perfil, mojada apenas por las luces difusas del dormitorio, la mujer es también la noche que afuera cambia tanto, Dios mío, cuántas noches van yéndose en una sola noche, cuántas mujeres hay en cada mujer. Con la barbilla levantada, la pose de una reina, ella goza con la imagen de su cuerpo en el espejo. También él, enfrente, está mirándose a sí mismo. Un súbito destello de la luna se ha posado sobre su cuerpo y le permite ver su perfil en el otro espejo, el del cuarto vacío. Lo que el espejo le revela, sin embargo, es un eco de su propio ser, y de ninguna manera él mismo. Un hombre no puede ser él mismo sin su pasado, sin la fuerza que irradia ante los otros, sin el respeto y el temor que inspira. Un hombre nunca es el mismo a solas, y este perfil no soy yo, se repite Camargo. No reconoce el abultado abdomen tan indiferente a la gimnasia y a las dietas, ni los pectorales que, al aflojarse, dibujan un incómodo pliegue en el pecho orgulloso, ni la membrana de pavo que le cuelga de la barbilla. La imagen del espejo tiene las piernas torpes y flacas, sin armonía con el torso macizo, y carece de dignidad. ¿Qué dignidad puede tener un cuerpo desnudo a los sesenta y tres años? Tal vez ésa sea una pregunta para otros, pero no para él. A él todos lo ven como alguien invencible, inmune a las enfermedades y a la extenuación. Ya se lo han dicho las mujeres con las que se ha acostado: su cuerpo no es un cuerpo, es una fuerza de Dios.

Dos

Ninguno de estos zánganos tiene la menor idea de que, cuando escriben, se delatan. Así los conozco: por lo que dicen. Soy como escribo, soy lo que escribo. Mientras se paseaba a las diez de la mañana por la sala de redacción, Camargo entonaba en voz baja el estribillo que resumía, para él, toda la sabiduría del periodismo. A esa hora siempre le gustaba dar vueltas por su reino desierto, con las blancas luces vírgenes manando de las claraboyas y los escritorios vacíos, los monitores impolutos, las páginas en blanco esperando soplos de imaginación que nunca llegarían. Ya los peones de la limpieza se habían llevado las traiciones cometidas el día anterior contra la sintaxis de los hechos y contra el silencio de lo no sucedido, todos habían escrito sobre, por qué, cómo, para qué, cuando él les había pedido que escribieran con, que vivieran con, que siguieran la línea donde se encuentra el mundo de fuera con el adentro de cada uno, la realidad tiene que parecerse a ustedes, les dijo, no ustedes a la realidad. Cuánto mejor sería el diario si pudiera escribirlo él solo. Cuánto mejor sería el mundo si él lo escribiera.

En los cubículos de la sección Cultura, cerca de los baños, una jovencita trabajaba de pie en uno de los monitores y se roía las uñas. Camargo apreció de lejos el porte airoso, el culo redondo y menudo, las tetas insinuándose bajo el suéter apretado.

– Eh, venga a ver esta noticia -dijo la chica, sin levantar la vista de la pantalla-. Fíjese quién ha muerto. Robert Mitchum. Cómo me gustaría escribir sobre eso.

Tenia una voz firme y mandona. Las puntas de los dedos, hinchadas como uvas, estaban húmedas de saliva. A Camargo le pareció que no lo había reconocido. Pocos periodistas tenían ocasión de cruzarse con él.