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Cuando los demás personajes empezaron a moverse, Reina se sintió parte de un ballet mal ensayado: los edecanes militares y el sudoroso Enzo Maestro, que vestía un traje negro de pompas fúnebres, guiaban al presidente hacia el abad, enarbolando pendones benedictinos, mientras los monjes se alineaban junto a los reclinatorios de la dama benefactora. Un cortejo de monaguillos salió de la sacristía y apagó las velas del altar. El fotógrafo del gobierno emergió de algún escondite situado detrás de los escaños e iluminó la escena con una veloz sucesión de flashes. Nadie prestaba la menor atención a Reina. Si no hago algo, se dijo, el abad se irá y no podré alcanzarlo.

El espíritu santo de la improvisación la iluminó en ese instante. Salió del reclinatorio no hacia la derecha, donde habría tropezado con los monjes, sino hacia el lado opuesto. Caminó velozmente tras los escaños, llegó al altar y, luego de una veloz reverencia a la imagen de san Benito, se arrodilló ante el abad. Supo que sería imprescindible decirle: «Le traigo este mensaje de la dama protectora», insinuando que el sobre contenía dinero. Fue aún mejor lo que le dictó el instinto: «Bendígame, padre. Vine a traer estas palabras de allá arriba». «¿Usted es la prima de Europa?», preguntó el abad. Reina no tuvo tiempo de contestar. Al advertir que sucedía algo fuera de su control, Maestro se abalanzó, tratando de arrebatar el mensaje: «¿Me permite, monseñor, me permite?». «De ninguna manera», se defendió el fraile, sepultando el sobre en uno de los pliegues de su hábito: «En este templo es sagrado todo lo que nos envía nuestra madrina».

Reina le agradeció con una sonrisa y se dispuso a seguir la procesión. El monje que la había recibido a la entrada le hizo señas de que se retirara, ya que había terminado el rezo de las Vísperas, pero ella fingió que no lo veía. Era un hombre menudo, casi un enano, con la cabeza hundida entre los hombros. Si negaba parecía asentir, y al revés. Sus ademanes se podían interpretar de cualquier modo. El abad retrocedió hacia el altar y abrió el sobre con una larga uña del meñique. Cree que es un cheque, se dijo Reina: el dinero con el que la benefactora y la prima boluda de Europa contribuyen a la mayor gloria de Dios. Lo vio leer la carta con interés, fruncir el ceño y llevarse las manos a la frente. «¡Dios me perdone!», dijo el abad con una voz aguda, que todos pudieron oír. «¡Herejía! ¡Dios nos perdone!»

No le hizo falta ver más. Puso con suavidad la mano sobre el hombro del fraile enano y le señaló el auto del diario, que la esperaba a la entrada: «Ya es hora de que me vaya, ¿no? ¿O nos quedamos a ver qué pasa?». El fraile la miró con unos ojillos redondos y duros, desfigurados por una vida de paciencia, y le respondió en voz baja: Agnus Dei, miserere nobis».

«Ya nadie habla de las visiones místicas»: Camargo la llamó por teléfono a las ocho de la noche y le dio la noticia. «Ahora el presidente se ha entregado a la penitencia.» Reina estaba terminando su crónica y había escrito un borrador del párrafo final, pero necesitaba confirmarlo con el diario: La visión de Olivos fue una alucinación o un engaño: es imposible decirlo. Lo único seguro es que no fue verdadera. Al advenir que podía caer en pecado mortal por ser involuntario cómplice de ese error, el abad del monasterio de Los Toldos le pidió al presidente que abandonara su celda en menos de una hora. Los hechos sucedieron a las siete y media de la tarde, en la capilla. Un testigo presencial que se negó a dar su nombre oyó al abad gritar la palabra herejía, mientras se postraba ante el altar mayor, implorando el perdón de Dios.

La última imagen era falsa pero no inverosímil. Se la leyó a Camargo y entendió que la aprobaba con entusiasmo. Las crepitaciones del teléfono eran infernales.

– Estoy yendo para allá -le oyó decir-. Ya he pasado Luján, voy a llegar en un par de horas.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Reina.

– Siempre ocurre algo. Te lo voy a contar cuando esté ahí.

La voz desapareció. Ella había pensado en dejarse caer dentro del agua helada de la tina, después del punto final a su crónica implacable, que repetía los argumentos teológicos de la carta al abad. Quería salir aún húmeda del baño, envuelta en un par de toallas, y tenderse atontada e inútil en la inmensa cama con mosquitero. Bastaba sentir la cama a sus espaldas, en el cuarto asfixiante que la oscuridad ni las baldosas del piso conseguían refrescar, para darse cuenta de que nadie había tenido allí jamás imaginaciones o sueños, sólo sopores ciegos como los que ella deseaba ahora para sí. La intromisión de Camargo le deshacía lo que aún quedaba de la noche. ¿Un par de horas, había dicho? Cuando salió del cuarto, ya los caseros de la Azotea de Carranza estaban sobre aviso. Tenían orden de arreglar el dormitorio mayor y poner la mesa para doce comensales. Camargo no vendría solo. El ser debía pesarle tanto que no soportaba su propia compañía ni por un segundo. Iba a llegar con un séquito, entonces: los editores, tal vez las secretarias para ir recogiendo las palabras que él dejaba caer cuando se movía, los celulares, los choferes, los faxes.

Estoy confundida, se dijo Reina, sin presentir cuantas veces iba a repetir esa noche la misma letanía. La confundían el polvo, el calor creciente, que en vez de amenguar con la calda del sol parecía haber esperado la oscuridad para desatar toda su furia, y ella misma no sabía si en su adentro había también polvo, curiosidad e ignorancia de cuáles eran los verdaderos límites de su vida. Apenas llevaba un mes en El Diario, y había considerado aquel trabajo como una bendición en la que iría superando una prueba tras otra durante muchas semanas, hasta que algún editor reparara en ella y proclamara su talento, o hasta que alguna noticia extraordinaria se le cruzara en el camino -una noticia como la de ese día en el convento, por ejemplo- y le permitiera sentir que lo había dado todo, que la escritura le salta de las entrañas. Quería llegar a un punto en que, leyéndose a sí misma, se dijera: esto soy yo, sólo hasta acá llega mi cuerpo porque así está hecho, con estos sentimientos e indignaciones y sollozos y justicias. Esto que acabo de escribir soy yo, se dijo, repitiendo sin querer a Camargo, ¿pero quién soy yo? Estoy confundida, y ahora Camargo viene a confundirme más. Apenas llevo un mes en el diario y ya hablo con el director como silo conociera de toda la vida.

Le había bajado tanto la presión que la sangre se le volvió hielo. Si no bebía un brandy se le aflojarían las piernas. Hay un par de bares en la ciudad, le informaron los caseros, pero nunca hemos visto allí a mujeres solas. Va a ser mejor que mi marido la acompañe y la espere en la calle, decidió la esposa. Con esta cerrazón de la noche, usted y el chofer pueden volver a perderse. No hay más de veinte minutos hasta esos boliches, ida y vuelta.

Antes de poner los pies en el primer bar supo que jamás había entrado allí una mujer. Lo supo al ver la hilera de mesas junto a la pared de ladrillos sin revocar, agrietados y mugrientos, el humo espeso que debía de llevar años inmóvil en el cielo raso, y el corrillo de jugadores de naipes en la penumbra, con arrugas hondas como las de la tierra que seguía deshaciéndose fuera. Lo supo porque hasta el olor de una mujer era hostil para aquellos hombres, que habían dejado a las esposas en sus casas y llevaban ya dos o tres horas bebiendo y fingiendo que no estaban en ningún tiempo ni lugar. Unas pocas lámparas de veinticinco vatios despedían una luz muerta, filtrada por las cagadas de las moscas. En un nicho que se abría a la mitad de aquella cueva de murciélagos, un cantinero rengo sacaba y ponía las botellas en los estantes con tanta negligencia que había restos de alcoholes derramados por todas partes.