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Reina avanzó hacia el mostrador y pidió un brandy. Lo que le sirvieron, sin embargo, fue ginebra. En las mesas del fondo, donde apenas llegaba la luz, tres periodistas de Buenos Aires discutían sin prestar la menor atención a los vapores del encierro ni a la inesperada presencia de la colega. A dos de ellos, que trabajaban para El Diario, se los había cruzado más de una vez en el ascensor y ninguno había respondido a su saludo. No pudo reconocer al tercero de los hombres. Tenía una radio pegada a la oreja y repetía con ademanes nerviosos lo que debía de estar oyendo. A intervalos caprichosos, movía el dial, y hablaba con un tono que, desde lejos, parecía afiebrado, incrédulo, mientras los redactores de El Diario tomaban notas en una libreta.

Caminó hacia el fondo sintiendo la hostilidad a medida que avanzaba: a cada paso, el aire se retiraba y sólo quedaba la hostilidad. Quería saber qué estaba pasando y no tenía demasiado tiempo para averiguarlo. Dos horas, le había dicho Camargo. Quedaba menos de hora y media.

Fuera de aquel grupo de forasteros, en el bar parecía no existir la realidad. Los seres que vivían en el pueblo eran impermeables al tiempo y quizá también a la memoria. El tiempo pasaba por allí y les dejaba su marca, pero ellos no la sentían. El tiempo era como el polvo, que se movía de izquierda a derecha en súbitos remolinos grisáceos. Caía sin cesar, y ya nadie se daba cuenta.

– Insiarte, Durán -dijo Reina, cuando llegó a la mesa del fondo.

El que se llamaba Insiarte le hizo señas de que se callara, pero Durán preguntó:

– Remis. Qué haces acá. Llegás tarde. Ya ha pasado todo lo que tenía que pasar.

Estaban sin afeitar. Olían a frituras, a cigarrillos y a eructos de cerveza. Daban la impresión de no haberse bañado ni lavado. A lo mejor llevaban la ropa del día anterior. El tercer hombre dijo:

– No entiendo. Radio Diez lo ha visto en Jáchal, en la cabaña del guardaparque. Los de Mitre repiten que se ha refugiado acá, en La Unión.

– Lo de Radio Diez tiene que ser trucho. No puede haber llegado a Jáchal tan rápido. Son casi mil kilómetros.

– Están por hacerle una entrevista, eso dicen. No puede ser trucho.

– Qué hago acá yo, entonces -dijo Insiarte-. ¿Me voy para Jáchal, me voy para La Unión? Lo mejor es que llame a Camargo por el celular.

– No podes molestar a Camargo por una boludez así -dijo Durán-. Si te puso al mando de esta nota fue para que vos tomes las decisiones.

– Me puso al mando -siguió Insiarte-. Por eso me dio el celular.

Podría avisarles que Camargo viene para acá, se dijo Reina. Ya habrá pasado Carmen de Areco. Andará por la llanura sintiendo la rareza de la quietud, porque en lo liso todo parece estar siempre inmóvil salvo el cielo: las estrellas, las nubes, el arco sin luz del horizonte van desplazándose como ovejas obedientes mientras lo que hay en la Tierra siente que no avanza hacia ninguna parte, sólo salta de una oscuridad a otra oscuridad. Pero si digo lo que sé, me acosarán con preguntas que no quiero contestar. Ya van a tener todas las respuestas en el diario de mañana.

– No hay señal en el teléfono -dijo Insiarte-. Eso es raro. ¿Cómo no va a tener señal si estamos en una emergencia?

– Atiende el celular cuando quiere -dijo Durán-, para que nadie sepa de dónde viene ni adónde va.

– Yo también quisiera oír la radio -dijo Reina-. ¿Puedo saber qué pasa?

El tercer hombre no la miró ni estiró una mano para saludarla. No se movió. Dejó el aparato de radio sobre la mesa y dijo:

– Oí lo que se te dé la gana. A mí ya me cansaron. Cuanto más oigas, menos vas a entender.

El comienzo de la historia era el mismo para todos los noticieros, pero los detalles se abrían después en un rizoma laberíntico. Decían que el presidente había puesto fin a su retiro benedictino a eso de las ocho menos cuarto de la noche y desde las ocho había empezado una huelga de hambre.

Lo raro era la confusión sobre el lugar. A dos de los enviados especiales, el presidente les había pedido que lo acompañaran a la estancia La Unión, situada a tres kilómetros de Los Toldos, donde, luego de arrodillarse ante las ruinas del catre donde Evita Perón naciera casi ochenta años atrás, se tendió sobre una bolsa de dormir y bebió un vaso de agua. Los enviados le oyeron decir con un hilo de voz: «Penitencia, penitencian. Les pareció que sollozaba, pero nunca lo supieron con certeza: una repentina escolta militar en uniforme de fajina los alejó del sitio con malos modales.

Otras emisoras aseguraban que el presidente se había retirado del convento benedictino después de la plegaria de Sextas, hacia la una de la tarde, con tantas precauciones de seguridad que un doble -el mismo doble que lo sustituía repartiendo bendiciones y promesas en las provincias remotas- había asistido al oficio de Vísperas. Según esas versiones, había viajado en el avión de un amigo desde un campo cercano a Los Toldos hasta Jáchal, en San Juan. Una vez allí, el presidente había empezado a comportarse de un modo extraño. Ordenó que no lo siguieran. Pidió prestado el auto de un senador y nadie sabe cómo, a eso de las cuatro de la tarde, llegó a la cabaña del guardián del Valle de la Luna. Iba vestido con un hábito blanco, de beduino, la cabeza cubierta por una capucha de monje y sandalias franciscanas. El guardián contó por la radio, con una voz sin entresijos de mentira, que había tratado de detenerlo mientras el presidente iba y venía por las depresiones del valle, rezando como un poseído bajo el sol enloquecedor. Uno de los móviles de la televisión de San Juan había llegado hasta las vallas tendidas por el ejército y mostraba al presidente desde lejos, trepando por los riscos. A falta de acción, las cámaras insistían en describir la intensidad religiosa de las rocas, en cuyas formas estaba inscripta la historia del mundo: hongos, lámparas, cavernas por las que asomaban lenguas de piedra negra, aves siamesas, parejas copulando, naves cilíndricas abandonadas después de los viajes de Dios.

Otro de los enviados especiales había visto al presidente en Guaminí, sentado sobre una roca junto a las ruinas de la zanja que Adolfo Alsina había ordenado cavar en 1875 para detener las invasiones del cacique Namuncurá, y que desde entonces no cesaba de abrirse paso hacia el centro de la Tierra. Miles de animales habían caído en la grieta de trescientos kilómetros de largo y de una profundidad que la erosión de los suelos volvía insondable. En la penumbra, los vahos de podredumbre eran fosforescentes y atraían a las hormigas y a los escarabajos, pero no había ser humano que los resistiera. El presidente estaba allí, sin embargo, en situación de ayuno y penitencia. «¿Liendo?», decía el enviado a Guaminí. «¿Me grabás, Liendo?» «Te recepciono perfectamente», respondió el tal Liendo. «Voy a ponerte al primer mandatario en el aire. Aquí lo tengo, en exclusiva, desde el sur de la provincia de Buenos Aires.» La transmisión era impecable hasta ese momento, pero apenas Liendo dijo: «Muy buenas tardes, señor», los graznidos de la estática irrumpieron en la sintonía y no permitieron oír.

Yo tampoco entiendo lo que pasa, se dijo Reina, dejando la radio sobre la mesa. O la realidad es sólo una ilusión de los sentidos o el periodismo crea la realidad. Sin saber por qué le vinieron a la memoria tres versos de un soneto de Góngora: El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado /sombras suele vestir de bulto bello. Pero estas historias no eran sueños. En aquel tiempo la gente las tomaba en serio y nadie advertía lo inverosímiles que eran. Ahora se sabe que el presidente penitente no fue a ninguno de los sitios donde lo vieron: a las ocho se escabullo de su celda y, desde un campo cerca de Junín, regresó a Olivos en un helicóptero del gobierno. A la mañana siguiente jugó dos horas de tenis, como si nada hubiera pasado.

Reina no pensaba en la complejidad de ese cuadro sino en lo tarde que se había hecho. Las nueve y media ya. El casero y el chofer estaban esperando fuera, en el relente. Y Camargo quizás había llegado a Membrillar y avanzaba a ciegas por una retícula de lagunas y canales. Al dejar sobre el mostrador la plata de la ginebra, Reina no pudo evitar que Duran apretara su mano contra la madera y le dijera con la voz saturada de aguardiente: «Es temprano para dormir, nena. ¿Por qué te vas? Es temprano para dormir pero no es tarde para otras cositas,,. Ella lo apartó con un desprecio que le subió de las vísceras: «No es tarde para que te bañés, Durán. Olés a mierda. Y aunque te bañés, vas a oler a mierda toda tu vida». No hizo caso de las miradas voraces y rencorosas de los otros hombres ni del siseo de Durán a sus espaldas: «Puta. ¿Vieron qué lengua la de esta puta?».