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En el auto, mientras la oprimían la llanura y la noche, sintió que nada de lo que había pasado durante aquel largo día le importaba. No le importaba la crónica que había escrito sobre los sucesos del convento, porque eso ya era pasado y olvido. Lo único que le importaba era, quizá -su vida era una repetición de quizás-, el interés con que había imaginado el viaje de Camargo por la ruta en tinieblas, siguiéndolo desde Luján al manicomio de Open Door y a los maizales de Chacabuco, imaginando lo que decía y lo que pensaba, pero, sobre todo, sintiendo el desplazamiento de su cuerpo a través de las lucecitas perdidas del camino.

Eran más de las diez cuando Camargo la llamó desde Los Toldos. Su chofer no sabía dónde estaban. «Hemos parado frente a una farmacia», dijo. «Al cartel de la entrada le faltan letras. A ver. Creo que se llama Santísimo Socorro. Preguntale al casero si sabe cómo salir de acá.» «Santísimo Socorro, la farmacia», repitió ella. El casero la interrumpió: «Se han ido para otro lado. Están con las direcciones enredadas. Dígale que no se muevan. Que me esperen».

Sobre la mesa tendida con doce cubiertos cata un incesante polvo diminuto. La casera se lamentó de que la llanura fuera tan lisa, con un cielo de estrellas opacas que no permitían orientarse, y que en el pueblo nadie respondiera a las preguntas de la gente perdida. «He visto pasar por acá cinco o seis veces a un mismo camión, sin rumbo», dijo. «Sí, es difícil llegar a alguna parte», dijo Reina. «Míreme a mí», siguió la casera. «También es difícil irse.»

Tal vez la mesa se quedaría así para siempre y pronto el mantel de encaje se pondría amarillo. El tiempo se había detenido, como en la casa que tenía Miss Havisham en Grandes esperanzas.

Y ella, Reina, ¿llevaría también un vestido de novia que la soledad iría deshaciendo? Al menos, seguía con la misma pollera negra y la blusa de volados del oficio de Vísperas. Dios, y esa cara de muerta. Durán debía haber pensado que estaba haciéndole un favor al proponerle «otras cositas». Tenía que correr a cambiarse de ropa. ¿Dónde habría un espejo en esa casa?

Acababa de encontrar uno cuando, a las diez y media de la noche, Camargo llegó a la Azotea de Carranza con un ímpetu de diez de la mañana. Era un hombre taciturno y reservado, pero esa noche estaba resplandeciente, como si hubiera viajado hacia su propia juventud. El chofer principal de El Diario lo seguía, ceremonioso, con una enorme bandeja de comida y dos botellas de cabernet francés.

– ¡Remis! -llamó con energía, apenas traspuso la puerta-. ¡Reina Remis! ¡Vení a celebrar! ¡El presidente mandó al carajo las visiones místicas!

Ella salió de la penumbra del dormitorio y se acercó, recelosa. Esperaba la invasión de los editores y las secretarias. Temía ver otra vez a Durán.

– Dónde están los otros? -preguntó.

Camargo se desentendió. Ordenó a la amedrentada casera que guiara al chofer hacia la cocina y pusiera en fuentes de servir el gazpacho, el pavo frío y la ensalada rusa que había traído de Buenos Aires.

– ¿Qué otros? -dijo después, con sincera sorpresa.

Y entonces se volvió hacia Reina. Ella tenia la cara recién lavada y toda su belleza simple a la intemperie. Se había puesto el vestido suelto de flores bordadas que se compra en los mercados populares de México y parecía una aparición beatífica de otro siglo. Seguía confundida. La confusión se le había enredado en el ánimo como una tela de araña.

– La casera tendió la mesa para doce -insistió ella.

– Está sorda. Nunca dije doce. Dije dos. Reina se quedó de pie. No sabía de qué necesitaba defenderse pero se defendió:

– No como ensaladas rusas. Me hacen mal las papas y las mayonesas.

– Tampoco te gusta el gazpacho y el pavo tiene gusto a mierda -dijo Camargo-. Todas las mujeres que conozco tienen algún prurito con la comida.

– No sé cómo son las otras mujeres. Yo soy cuidadosa con lo que me meto en el cuerpo.

Camargo soltó la carcajada. Era más bien una especie de rebuzno que avanzaba a empellones, como si le diera vergüenza reír y luego esa vergüenza dejara de importarle. De pie, al lado de la mesa, acariciando una carpeta con papeles, se internó en un largo discurso sobre las encrucijadas que lo habían desorientado en Los Toldos. A eso de las seis, contó, ya se sabía en Buenos Aires que el presidente no aguantaba más las liturgias benedictinas y quería marcharse de allí esa misma noche. Lo retenía sólo el teatro de viento que Enzo Maestro había montado con la visión de Jesucristo en la copa del limonero. Sentía urgencia por salir de allí, jugar al golf, respirar aire laico. Maestro le hizo prometer que se quedaría hasta el oficio de Vísperas. Después, podría refugiarse en la estancia La Unión, donde simularía una huelga de hambre. Allí se acostaría en un catre y se dejaría tomar un par de fotos, pero enseguida estaría lejos de la vigilancia de los periodistas, con libertad para montar a caballo y mirar televisión. En ese momento decidí que no quedaba nada por hacer en Buenos Aires, dijo Camargo. El ojo de la tempestad se había desplazado hacia acá. Armé una primera página con las fotos de Juan Manuel Facundo depositando los siete millones en el banco de Singapur y dejé dos columnas abiertas para tu historia. Sabía que el abad iba a reaccionar pero jamás imaginé que iba a enojarse tanto. A las ocho y diez me leyeron un comunicado del monasterio en el que se invocan instrucciones directas del Vaticano. Repiten más o menos lo que vos le dijiste al abad en tu carta, aunque con más diplomacia: que Cristo no puede volver a la Tierra hasta el Juicio Final y que las visiones del presidente son tal vez reales para él pero no para la Iglesia católica de Roma. Después de eso, la ficción de la huelga de hambre ya era ridícula. Yo estaba a mitad de camino, entre Carmen de Areco y Chacabuco. No tenía nada que hacer en el diario. Entonces pensé que lo mejor era celebrar la derrota de la bestia con la autora de la hazaña y volver mañana temprano a la redacción. Vamos a viajar en el mismo auto a Buenos Aires, ¿está bien? Ya le dije a tu chofer que se fuera.

Reina quería prestar atención pero el verboteo de Camargo, acelerado y torrencial, no dejaba lugar para la atención de nadie. La casera sirvió el gazpacho sin que él se diera cuenta. La escena era ridícula. Los dos estaban de pie ante la mesa servida, con el vino de noventa dólares recién abierto. Hasta que ella dijo:

– Doctor, son más de las once. Si no nos sentarnos a la mesa me voy a desmayar de cansancio.

Sólo entonces él dejó de dar vueltas sobre sí mismo. Durante un largo minuto estuvieron en silencio, sin mirarse, demorando el vino en los cuencos de la lengua. Luego, ella le contó los episodios de la capilla. Le halagaba que un hombre como Camargo, inalcanzable para la gente, hubiera avanzado tantos kilómetros a través de la nada sólo para acompañarla a morder el polvo de aquella comida tardía. A veces, le parecía que la inteligencia de él se fugaba hacia otra parte y en la enorme sala quedaban sólo sus manos distraídas. Pero cuando regresaba al lugar, en las rápidas ráfagas de sus regresos, la hacía sentir el centro del mundo.

– ¿Cómo se te dio por aprender tanto sobre el mesías? -le preguntó-. Las mujeres nunca piensan en esas cosas.

– ¿De veras quiere saberlo? Entonces no vuelva a decir ‹das mujeres» ni tampoco diga «esas cosas». Hay hombres interesados en tejer y bordar. A mí me interesa la teología.