A veces les llevás latas de carne y de sopa. La sin techo sabe decir gracias, porque la has oído pronunciar torpemente esa palabra cuando alguien le arroja una moneda, pero a vos re mira con encono y, cuando re detenés a conversar, se dirige a su compañero repitiéndole Bassmo zedni. Por lo que has ido adivinando, la frase significa ido que tenemos es sed„ o algo por el estilo. Que te rechace podría estorbar la relación que has ido tejiendo con el hombre: tratás de ser cortés con ella, de vencer su desconfianza, de pasar por alto sus groserías. No es fácil, porque verla re resulta cada vez más repugnante. Cuando se incorpora del jergón tiene una melena erizada, con nudos de medusa. La hediondez que despide es insoportable. Al menos no se molesta cuando te alejás caminando una o dos cuadras con su compañero, aunque los sigue todo el tiempo con la mirada y fingiría un ataque si los perdiera. No te podés explicar en qué consiste la dependencia que se ha creado entre esos dos. No puede ser física, porque el hombre es todavía fuerte y, si no fuera por los dientes, hasta sería atractivo, en tanto que ella ya se ha deformado por completo, con sus costras y sus enfermedades de pesadilla.
Más de una vez les has ofrecido pagarles un cuarto de pensión, pero se han negado. Conservan cierta altivez, corno si la miseria fuera una elección y no una derrota. Ahora no te queda otro remedio que hablarles claro y decirles lo que necesites. La mujer de enfrente se va dentro de tres días a Río de Janeiro y tenés que evitarlo de cualquier manera.
Después de la conversación con Brenda salís en busca de los sin techo: el tiempo te muerde los talones. Son las diez de la noche y hace ya semanas que las rutinas han cambiado en el departamento de enfrente, quizá porque la mujer está enamorada y prefiere no distraerse de sí misma. Llega temprano de la oficina, rara vez acepta invitaciones a cenar, y desde el alba pasa muchas horas escribiendo. Los domingos, sin embargo, sus hábitos son los de siempre: monta a caballo y regresa cuando oscurece. Oye música, se desnuda ante el espejo. Está más interesada que antes en el cuidado de su cuerpo: la ves estirarse en una barra cuando se levanta, hacer flexiones, untarse cremas en las piernas y en el pecho antes de ir a la cama.
Momir -has aprendido que así se llama el hombre- ya está roncando en el nido de escombros cuando vas en su busca. La compañera, en cambio, sigue sentada, fumando. Le pedís permiso para hablar con él. De nada te serviría despertarlo, porque ella no lo dejaría moverse. Juntas las palmas de las manos e intentas un ademán de súplica. Importante, importante, le repetís en castellano, sin saber cuál de esas sílabas la conmueve. Cekaéu ga, insistís. Creés que eso significa algo parecido a “voy a estar esperándolo”. Luego dejas caer una palabra que la sin techo, por fin, entiende: Pranjani.
Todo lo que la pareja quiere es -re lo ha dicho el hombre- regresar a Pranjani. Del pueblo donde vivían, devastado por los bombardeos, no quedan ni los escombros, pero en Pranjani ha empezado la reconstrucción. Allí él podría trabajar como albañil. No has conseguido adivinar si te dijo albañil o maestro de obras u otro oficio vinculado a la ingeniería porque el lenguaje de los gestos es limitado, y el castellano del hombre es ínfimo, utilitario. Has venido a ofrecerles lo que desean.
Te ocultas en la portería de tu propio edificio mientras Momir se despeja. Tenés miedo de que la mujer llegue de la oficina de un momento a otro. Al fin ves que el hombre se yergue y re busca con la mirada. Le indicas que cruce la calle, pero no lo hace hasta que su compañera se lo ordena: Pita ga. Ha llegado el momento de que le propongas el intercambio en el que estás pensando desde que leíste los mensajes de la mujer de enfrente a su amante colombiano. Vas a recomendarle discreción extrema -extrema, repetirás-, pero ¿cómo podría traicionarte este campesino sin lengua, ajeno al mundo? Desde ya descontás que la negociación no va a ser fáciclass="underline" habrá consultas infinitas del sin techo con su pareja. Tu oferta es simple: una suma de dinero suficiente para cubrir dos pasajes a Belgrado, el ómnibus hacia Pranjani, más lo que haga falta para sobrevivir una semana. Vas a decir «Tres mil pesos, a la espera de que Momir replique: «Cinco». Lo que te pide es más, sin embargo. Quiere pasaportes nuevos para él y la mujer. Creés entender que en la travesía de Posadas a Buenos Aires les han robado todo lo que llevaban: documentos, dinero, joyas, ropas, fotografías. ¿Pasaportes?, repetís, extrañado. No es posible. ¿Cómo vas a conseguirlos en tan poco tiempo? El tendría que cumplir con su parte del trato mañana por la noche, y vos no podés entregarles los papeles antes de setenta y dos horas, con suerte. Voy a darles los pasaportes, les doy mi palabra. Tengan confianza. Te mira desconcertado. Cruza otra vez la calle y discute con la compañera. O Momir no ha entendido tus argumentos o la mujer no transige. Regresa cabizbajo. ¿De cuánto tiempo dispongo, entonces?, le preguntás. Ahora, responde Momir, implacable, señalando el piso con el índice, sin dejar dudas de su firmeza.
La insensatez de los sin techo te enfurece. Cómo se les ocurre a esas liendres oponerse a tu voluntad? No vas a pasar por alto este desaire. Vas a destruirlos, cuando llegue el momento. Ahora son, por desgracia, el arma que necesitas para darle una lección a la mujer de enfrente. Mientras no lo hayan hecho, tendrás que emplear todo tu poder en darles lo que piden. Recurrir tal vez a Sicardi, el jefe de personal, o a Enzo Maestro, que todavía tiene contactos con los servicios de inteligencia.
Voy a cumplir, Momir, decís. Voy a dedicarme por entero a eso. A las siete de la mañana enviaré una persona de confianza para que les tome fotos acá mismo, en la calle. Traten de asearse, péinense. Traten de parecer normales. Después, a la noche, te entregaré, si puedo, los papeles de tu compañera. Te daré el dinero y el otro pasaporte más tarde, después de que hayas hecho lo que te pido. Momir se aleja una vez más para saber si la mujer está de acuerdo. Desde los escombros, ella asiente. Dios, cuánto conciliábulo.
Pero la realidad está en tu contra. Mientras hablabas con Momir desconectaste los celulares, y ahora advertís que en los dos hay mensajes desesperados. Maestro ruega que vayas cuanto antes a tu despacho. El presidente ha despedido a medio gabinete, dice, y se ha enredado en una pelea mortal con los aliados que lo llevaron al poder. No quiere oír las razones de nadie, salvo las de sus hijos. La crisis es ya tan grave que puede renunciar el vicepresidente. El diario está inmovilizado, Camargo: todos a tu espera, dice Maestro en el contestador. ¿Cómo voy a autorizar los títulos de primera página sin que los veas? Tengo ya los borradores listos, sobre tu escritorio. Una vez más pensás cuán certero fuiste al elegirlo para que te secunde. A la mitad de los redactores les repugnó. Fue el vocero con menos escrúpulos que haya conocido el país, te dijeron. Ni durante la dictadura hubo alguien así. Exageran. Lo llamaste a tu lado porque no discute órdenes: las perfecciona. La lealtad sin quebranto que le profesó al presidente anterior ahora te la profesa a vos. Y la imaginación dañina, maliciosa, con que entretuvo al país mientras su jefe robaba a mansalva, ha ido refinándose en el diario. No puede crear hechos, como antes, pero es un malabarista jugando con ellos, corrigiéndolos y desplazándolos. La vida es injusta con hombres como Maestro, te has repetido más de una vez. En un país menos insignificante que la Argentina habría sido un Fouché, un Kissinger, un J. Edgar Hoover. En la biografía de ninguno de ellos hay una joya de la distracción tan admirable como la falsa penitencia del anterior presidente en Los Toldos, en la zanja de Alsina y en el Valle de la Luna simultáneamente: tres golpes de dados que desembocaron en un solo azar.