– Soy Camargo -le dijo.
Estaba acostumbrado a que su nombre amedrentara a todos los redactores y paralizara a los novatos. La joven lo observó con incredulidad.
– ¿Usted es Ge Eme? -dijo-. ¿El doctor Camargo? No me lo imaginaba así.
Era un comentario imprudente, ordinario. ¿Imaginarlo? Para qué, si ya todos lo conocían. Poca gente se tomaba la confianza de llamarlo Ge Eme, y casi nadie se preguntaba por el significado de esas iniciales. El tiempo las había convertido en un nombre propio, como sucedía con D. H. Lawrence, T. S. Eliot o H. A. Murena, y él ya ni siquiera pensaba en lo que querían decir. Correspondían al santo del día de su nacimiento, Gregorio Magno Pontífice, y aunque en su cédula de identidad figuraban las tres palabras, había logrado mantener en secreto la última.
– ¿Y vos quién sos? -preguntó.
– Disculpe. Reina Remis. Soy fatal con los modales.
– A tu edad no podés saber de veras quién fue Robert Mitchum. ¿Cuántos años tenés? ¿Veintidós, veinticinco?
– Treinta. Sé más de lo que usted cree.
– ¿Qué estás esperando, entonces? Sentate a escribir sobre esa muerte.
– Al jefe no le va a gustar. Tal vez ya pensó en darle la nota a otra persona.
– A tu jefe le va a gustar cualquier cosa que yo decida -dijo, dándole la espalda.
Ah, Dios, ¿por qué tenía aún esos arranques de generosidad? Abrir a los demás lugares que le pertenecían era algo que nadie había hecho por él. A él le había costado agonías y odios llegar a donde estaba. El bien y el maclass="underline" desde la cima podía entregar o negar lo que se le diera la gana. De ese tejido estaba hecho el poder. Acababa de conceder a una muchacha arrogante y sin gracia algo que habría querido para sí mismo, ¿qué más daba? Le sucedía todo el tiempo. Había condescendido a que escribiera el último responso a Mitchum, que era su fetiche. En 1958, cuando tenía veintiún años, lo había visto en La noche del cazador. Se acordaba con nitidez de esa súbita revelación: un cine al aire libre, las cigarras del verano tejiendo en los árboles una letanía desgarradora, y la historia, la irrespirable historia en la que por primera vez había descubierto el poder del Mal Absoluto. Durante meses vivió obsesionado por la idea de que el Mal estaba en todas partes y era tal vez el Dios verdadero de este mundo. O el Mal es una ilusión, un fenómeno posible sólo porque el universo es irreal, como creían los Vedas, o el Mal es en cambio la prueba cotidiana de que Dios es tan impotente como los hombres. Vio La noche del cazador una sola vez, pero recordaba cada escena, cada línea de diálogo, como si él mismo las hubiera escrito. Ninguna película había sido narrada con tanta libertad. Las imágenes estaban allí en una neolengua sin equivalentes en la literatura o en el cine, tal vez sólo en Mallarmé a veces, o en los dadaístas. El sueño de su vida era despertar alguna mañana con una crítica de La noche del cazador ya terminada en la mesa de luz, una página dictada por los sótanos de su conciencia y llena de palabras sin uso que se parecieran al film. Sentía curiosidad por leer lo que escribiría esa chica, la Remis. Los lenguajes eran, no se cansaba de repetirlo, el estanque donde las personas reflejan lo que son.
Entró en su oficina fingiendo que no oía los saludos. Cuando él llegaba, no permitía que lo molestaran durante media hora por lo menos. Había leído en un libro del general De Gaulle, El filo de la espada, que los grandes hombres, sin salvedad alguna, tienen siempre la facultad de retirarse dentro de ellos mismos. El aire es puro en lo alto y no hay sonidos que desvíen tus pensamientos, Camargo, el mundo debe seguir dando vueltas alrededor de lo que piensas. Y también de lo que ves, Camargo, ya que todo lo ves.
Su feudo era una circunferencia de paredes de vidrio blindado, temible como un acuario de tiburones, en el vigésimo piso de una torre sobre la avenida del Libertador. Allí abajo había dormido Eugene O'Neill, en la intemperie de la recova, y Borges había imaginado en alta voz la última línea trivial de su meditación sobre la memoria: Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar, mientras caminaba hacia la casa de sus amigos Adolfito y Silvina para una cena tardía. Todo ese pasado te pertenece, Camargo, la frase de Borges, la botella de ginebra que O'Neill bebía bajo los arcos de la recova con el Smitty de Bound East for Cardiff, la costa de Uruguay a lo lejos. Aunque no pensara en ella, la corriente inmóvil y espesa del Río de la Plata estaba siempre allí, ignorante de la ruina que lame sus orillas. Camargo la borró con un ademán. Tomó el control remoto y bajó las persianas. La oficina quedó en penumbras. Encendió los televisores y las noticias de la mañana empezaron a repetirse como un canon de Bach. Cuatro mil soldados chinos avanzaban hacia la frontera de Hong Kong. Se acababa el dominio británico de cien años. Un millar de goletas, juncos y sampanes iban y venían del puerto de Victoria a la península de Kaulún enarbolando la bandera de la República Popular. El locutor dijo con voz ronca: “El pasado, ah el pasado. ¿Hay en nosotros algo que no sea el pasado?”.
La cámara exhibió los cuerpos reconstruidos de unos reptiles marinos de ciento setenta millones de años, cuyos fósiles acaban de ser descubiertos en las fosas de Neuquén. Tres paleontólogos manipulaban los residuos con delicadeza y orgullo. Las noticias dieron un súbito salto a la frivolidad: la ondulante actriz mexicana Salma Hayek escandalizaba los shoppings de Buenos Aires. Había llegado para presentar su última película, y la perseguía una turba de cronistas melosos, preguntándole sobre las glorias del amor a primera vista. Hubo un primer plano de sus piernas y luego se repitió la marcha de los soldados chinos.
Entonces sonó el teléfono. Era su esposa.
– Mi madre tuvo otro infarto -le dijo-. Acaban de avisarme que está muriendo. Tengo que salir esta noche misma para Michigan. Me voy con las chicas. Espero que no te importe, ¿eh? ¿Por qué digo eso? Claro que no te importa.
Brenda tenía la cara dulce y ojos ingenuos de venado. En otros tiempos se había dejado el pelo crecido sobre las mandíbulas, prominentes como las de Holly Hunter, pero al envejecer decidió recogérselo. Era norteamericana, de Traverse City, en la región de los grandes lagos y, como todas las de su estirpe, se movía sin pasión, al compás de su instinto práctico. Cuando se la oía hablar nadie daba un centavo por ella porque su lenguaje era una sinfonía de dudas, pero con Camargo la voz se le transfiguraba e iba de una certeza a otra. Ahora la madre se le estaba muriendo: es decir, se le apagaba todo el peso que la aferraba al mundo, aparte de las mellizas.
¿Cuántos años llevaba la madre en el menester de la muerte? Eran ya incontables: desde que Camargo la conocía estaba preparándose para el más allá en el caserón lleno de aparejos de pesca que llevaban siglos sin usarse, a orillas del lago Torch. También estaban los pájaros. Cientos de ellos: mirlos, zorzales, azulejos, cardenales, que cantaban todo el día para que creciera la tristeza de la madre, para acercarla a la muerte un poquito más. Y al fin había llegado el momento.
¿Sería verdad esta vez que iba a morir? No se veía ningún presagio en el cielo sombrío: sólo falsos infartos y falsas alarmas. Habría querido decirle a Brenda que dejara a la madre en paz. Ella era feliz sola entre los pájaros. Le dijo en cambio:
– Bueno, por fin tu madre va a tener lo que tanto quiso.
– ¿Sí? ¿Te parece que tiene ganas de morir? ¿O que lo estuvo diciendo sólo por llamar la atención? Tiembla de miedo, me dijo el médico. La pobre está llena de tubos, no le queda voz, y por señas pide ver a las nietas. Me las llevo, Camargo. Qué sé yo cuándo podremos volver.
– Semanas. A veces la gente pasa semanas agonizando.