Un testigo ocular relata la tragedia
de Villa del Mar
Cada vez va más gente a Viña del Mar en verano. Desde agosto ya no hay casas por alquilar cerca de la playa y de diciembre a marzo se agota la capacidad de los hoteles. Mi esposa Brenda tuvo la fortuna de conseguir por unos pocos dólares la mansión amarilla que se alza en el extremo norte del balneario, desdeñada por ser refugio de aparecidos que espantan a los inquilinos. En 1976, un general del ejército chileno que descubrió allí a su joven esposa en pleno pecado de lujuria, vengó la ofensa matando con su pistola reglamentaria a los adúlteras y envenenando a sus tres hijos con jarabe de arsénico antes de pegarse él mismo un tiro en el corazón.
Una de las más firmes tradiciones de Viña del Mar asegura que todos los días, a las diez de la noche -la hora aproximada en que se cometieron los crímenes-, fluye de las almas de aquellos difuntos un llanto puntual Durante las semanas que pasé allí sin embargo, sólo oí el fragor del mar.
Las puestas de sol en ese balneario chileno, que gozan de justa fama, alcanzan su máximo esplendor en la pequeña bahía que se abre justo frente a la casa amarilla. Gente de Santiago y Valparaíso acude los fines de semana a contemplar ese portento, que Brenda y yo teníamos a nuestro alcance en el balcón de la casa. No recuerdo por qué decidimos bajar a la orilla del mar el domingo 23 de febrero de 2003, cuando más infernal era la romería de visitantes. Nuestra hija Diana se había marchado a Buenos Aires, los dos nos sentíamos solos y melancólicos y, aun sin decirlo, estábamos sedientos de compañía En la playa corría un aire cálido y transparente. Los turistas, con pañuelos atados a la cabeza y cestas de picnic, se habían tendido entre las rocas inmóviles coma lagartos. El graznido de las gaviotas desentonaba con la calma sin fin. A eso de las seis y media, cuando el sol iniciaba su caída, un avión pasó frente a nosotros a una velocidad tan inverosímil que el rugido de las turbinas nos llegó cuando ya se había perdido de vista. Al cabo de un rato volvió, y era como si flotara. Volaba a trescientos o cuatrocientos metros sobre el mar y cortaba el globo del sol con perfectas líneas horizontales. Era un Cessna Citation para cuatro pasajeros, pero luego se supo que la única persona a bordo era el piloto enloquecido.
A medida que el sol se adentraba con mayor decisión en el mar, el avión daba vueltas cada vez más bajas. Al final parecía que las turbinas, bramando bajo la altiva cola en forma de ballena, casi en el extremo del fuselaje, iban a rozar la superficie del mar. Brenda me tomó las manos, con la cara bañada en lágrimas.
– No pasa nada -le dije-. Ese hombre sólo está tratando de llamar la atención.
– No te das cuenta – dijo de ella- Quiere matarse.
Las intuiciones de Brenda siempre han sido certeras. El sol estaba por perderse en la última curva del mar, y un par de mujeres, levantándose de sus refugios en las rocas de la orilla, chillaron de excitación.
– ¿Qué hace ahora? ¡Está elevándose como un cohete!
Todo sucedió en un instante imposible, en el que tal vez nadie respiró. El avión irguió su nariz de delfín hacia el cielo sin nubes, en un ángulo casi recto y, cuando parecía ya que se estaba alejando, se lanzó en picada sobre el mar. Debía tener los motores apagados porque nadie recordó el menor ruido antes de la vasta explosión que incendió la bahía, sólo un silbido rayando la solemnidad del sol que se apagaba. Se clavó en el mar, hubo una luz aterradora y, de pronto, llegó la noche.
Brenda me soltó la mano y corrió hacia el agua, como si pudiera salvar algo de aquel naufragio. Lo que recordaré para siempre no será el Cessna hundiéndose como un cazador a la búsqueda de invisibles peces, sino fragmentos sin sentido de la tarde: las piernas varicosas de una mujer que se arrodillaba, las luces de neón de un bar que se encendió a lo lejos en la costa, la sirena de una ambulancia inútil, una botella de cerveza que flotaba en las aguas de la orilla, y Brenda entre las olas, con las ropas empapadas, extendiendo las manos hacia el sol en agonía.
Todos los noticieros exhibieron imágenes del rescate. En un mar sin viento, bajo la luna radiante, los buzos recuperaron los restos del avión antes de la medianoche. No les fue tan fácil encontrar el cadáver del piloto, que apareció flotando a la madrugada del lunes, treinta kilómetros mar adentro, sin nada que lo identificara.
Se sabía, sin embargo, que el difunto había sido presidente de la República Argentina. Su segunda esposa, una chilena que alcanzó fama como cantante y actriz de telenovelas a comienzos de los noventa, ha decidido abandonarlo semanas antes, refugiándose en la mansión victoriana que también está frente a la bahía, junto a la casa que estábamos alquilando. Ignorábamos que alguien viviera allí. Aunque no es nuestra costumbre ocuparnos de los vecinos, nos llamó la atención la ausencia completa de actividad jamás vimos entrar o salir un auto ni oímos sonido alguno.
Según el comando de Carabineros de Viña del Mar, el ex presidente no dejó cartas que justifiquen el suicidio. Pensaba, tal vez, que un acto tan estrepitoso se explicaba por sí mismo, o que el abandono de la esposa no requería de palabras.
Al día siguiente de las exequias, que congregaron a los presidentes de Argentina, Chile y Venezuela, asistí a la lectura del testamento, depositado en la sucursal del Banco de Santander. Se había previsto que la ceremonia fuera estrictamente privada y tuve que movilizar todas mis influencias para que nos permitieran entrar a Brenda y a mí. Fue una precaución vana, porque los enviados de televisión de quince países forzaron el frágil cordón de seguridad e invadieron el salón Embajador del hotel donde estábamos reunidos los abogados, un trío de escribanos, la primera esposa del difunto con su único hijo y sus nueve hermanos, además de un número escaso de testigos. Como el presidente suicida seguía aún casado con la actriz de telenovelas, se descontaba que esa mujer irla a reclamar al menos la mitad de los bienes. No estaba allí, sin embargo. La representaba su padre, un hombre pálido, delgado, que fumaba con avidez un cigarrillo tras otro.
Los escribanos se resistieron a leer el testamento hasta que se despejara el salón Embajador, pero los móviles de la televisión estaban decididos a que los actos póstumos del ex presidente fueran tan poco solemnes como habían sido los de su vida. El suegro fumador quería marcharse de una vez, por lo que el jefe de los escribanos, acatando esa urgencia, abrió el sobre lacrado que contenía el documento. La sombra vertiginosa del suicida se posó por un instante sobre nosotros y, en vez de infundirnos pavor, nos preparó para una revelación alevosa. La tuvimos. Con una voz de impropia monotonía, el escribano anunció que la fortuna del ex presidente ascendía a trescientos ochenta y nueve millones seiscientos veintiséis mil dólares en propiedades, depósitos en bancos europeos y caribeños, acciones de la bolsa, bonos al portador y empresas confiadas a testaferros, en vez de los modestos dos millones ochocientos mil dólares que había declarado como único capital al dejar el gobierno. «Yo sabia, yo sabía», se oyó decir a la primera esposa. «Muria como vivió, engañándonos a todos.»
Al escándalo de la declaración se sumaba la desvergüenza, porque casi todos los bienes estaban en manos de terceros, registrados en codicilos secretos que los escribanos debían ejecutar por separado con cada uno de los albaceas. El difunto admitía que su fortuna real era enorme, pero los herederos legítimos no podrían reclamarla porque estaba en manos inaccesibles. Asignaba al hijo un millón y medio y otro tanto a la segunda esposa. El resto se dividía en donaciones para clubes de fútbol, fondos para la creación de un circuito automovilístico de Fórmula Uno, la compra de un canal de cable dedicado a los deportes que debía llevar su nombre, y un legado especial para que se construyera, en la montaña más alta de su provincia natal, un monumento con su efigie, similar a los de Washington y Jefferson en el monte Rushmore. Como el suicidio, esas decisiones póstumas eran un dedo del medio alzado contra la opinión del mundo.