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Borges escribió -o dijo- que la obra más importante de un hombre es la imagen que deja de sí mismo en la memoria de los otros. Al difunto, sin embargo, no le interesaba dejar una imagen. Quería imponerla, tatuarla. Más que la idea que la posteridad tendría de él, lo desvelaba la desconfianza que él sentía por la memoria de la posteridad.

G. M. Camargo, El Diario de Buenos Aires,

28 de febrero de 2003

Reina llegó a la estación de ómnibus poco después de mediodía. Un olor a fritangas y carne asada impregnaba las calles. En los zaguanes y desfiladeros que separaban las bisuterías regenteadas por viejos judíos de las tiendas coreanas donde se vendía ropa de marcas falsas, yacían tropillas de mendigos. Una chiquita de tres o cuatro años, desfigurada por costras y cicatrices, se desprendió de la vigilancia de la madre y se aferró a los tobillos de Reina, pidiéndole una moneda. De entre las mesas y frazadas tendidas en la vereda por peruanos que ofrecían tanto hierbas naturales como teléfonos celulares de contrabando, surgió también un coro de chicos implorantes. Espantada por el olor a mierda y orines y por el horror a la sarna y los piojos, Reina tomó un puñado de monedas, lo dejó caer sobre los mendigos, salió corriendo. Siempre había sido aprensiva. Se lavaba las manos a cada rato. Las llagas ajenas le daban espanto, y no entendía historias como las de Evita Perón, que había besado a los sifilíticos y a los leprosos para demostrar que compartía los sufrimientos del pueblo. Ella no podía soportar siquiera la vista de una víctima de muermo, como las que se veían a veces en las caballerizas.

En la esquina de La Perla del Once aún quedaban ejemplares de El Diario. En la primera página estaba el artículo sobre el oficio de Vísperas dominando las columnas superiores, a la derecha. El editor nocturno había subrayado su firma, Reina Remis, ilustrándola con una foro en la que se veía más joven, casi adolescente, resignada a una sonrisa que delataba sus encías. Sólo Camargo, llamando por el celular desde la Azotea de Carranza, podía haber dado la orden de que destacaran su nombre y la convirtieran, por ese simple pase de magia, en la periodista del momento. Sin embargo, esta inesperada fama no se debe a lo que ha sucedido entre los dos, se dijo Reina. Me la debo a mí, a la destreza con que deshice la farsa del presidente penitente. No estaba arrepentida de la intimidad con Camargo, para nada. Ella también había descubierto placeres de los que no se creía capaz, pero ahora pensaba que esos sentimientos siempre se apagan la misma noche en que se encienden y que lo mejor sería tratar al director de El Diario como si lo estuviera viendo por primera vez. Jamás pedirla nada, no quería nada. A la gloria fugaz del primer artículo seguirían otras, estaba segura, porque su ambición la llevaría ahora a cualquier parte, ella misma era un viento que subiría a cualquier cielo, pero no de la mano de Camargo sino arrastrada por los ángeles de su propia inteligencia, como en el sueño de Jacob.

Parada frente a La Perla del Once, sintió que la gente clavaba la mirada en ella y la reconocía por la foto publicada en la tapa de El Diario. Tuvo ganas de releer su crónica del monasterio bebiendo un capuchino en una de las ilustres mesas de La Perla, donde ochenta años atrás Borges había aprendido las lecciones de idealismo de Macedonio Fernández, para quien no había materia duradera detrás de las apariencias del mundo ni un yo que percibiera las apariencias. Allí mismo solían citarse los Montoneros a comienzos de los años setenta, desafiando a los escuadrones de la muerte, para escribir sus gacetillas de prensa clandestina, y algunos músicos de rock habían imaginado junto a la ventana las primeras letras de escarnio contra la dictadura. Nada de todo eso queda en pie, se dijo Reina al descubrir una mesa de formica libre pero aún sucia de medialunas y diarios cortados en tiritas. Los que gastaban la mañana eran desocupados ojerosos, que volvían de formar filas inútiles antes del amanecer en las escasas oficinas con vacantes, o padres de familia en busca de alguien que les ofreciera una changa para pagar el almuerzo, cualquier cosa, desde gestiones en la aduana a buscar botones raros en las mercedas. Lo que más abundaba, sin embargo, eran los mendigos. Se colaban bajo las sillas como los gatos, a la caza de algún mendrugo suelto, esquivando la cólera de los mozos. También aquella Perla del Once se había convertido en la capital de la desdicha -capitale de la douleur, diría Paul Eluard-, en un país que se cata a pedazos. Las mesas en las que Xul Solar había inventado un castellano práctico, pero impronunciable e ilegible, sólo registraban ahora historias de menesterosos. Ni siquiera eran las mismas mesas: la noble madera había sido reemplazada por viles caballetes de plástico y aluminio, que se ladeaban fatalmente por más soportes que se pusieran bajo las patas. El capuchino que le llevaron a Reina estaba frío y las moscas se posaban sobre las páginas del diario con terquedad de lectoras. Prefirió marcharse cuando iba por el tercer párrafo de su articulo y había echado apenas una ojeada a los balbuceos de Insiarte, relegados a la página siete.

Era la hora de llegar a la redacción pero prefirió tomar la tarde con calma. Desenchufó el teléfono de su casa-el contestador registraba sólo dos llamadas de la madre preguntándole dónde había ido-, se desvistió, hizo flexiones ante el espejo del dormitorio y se dio un baño caliente, de inmersión, a la máxima temperatura que toleraba su cuerpo. Salió adormilada, envuelta en dos toallas, y al tenderse sobre la cama se quedó dormida.

Cuando despertó eran más de las siete. La oscuridad de julio se abatía sobre la ciudad húmeda y las escuálidas luces de la calle Humberto Primo catan muertas al enfrentarse con la neblina.

Se vistió a las apuradas y, mientras esperaba un taxi, se pintó los labios y se alisó el pelo, que el sueño había enredado y erizado. Pocas veces se había sentido tan hinchada, tan fea. Estaba segura de que, al llegar al diario, el jefe de personal, Sicardi, la llamaría para reprenderla y avergonzarla delante de los otras redactores, como era su costumbre. Aliviada, no lo vio caminar por los pasillos. Encontró en cambio una carta sobre su escritorio en la que Sicardi le informaba que los editores, durante la reunión de la tarde, habían decidido promoverla a jefa de un área que no existía hasta entonces, Investigaciones Especiales, y que se le duplicaría el sueldo con efecto retroactivo al 1° de julio. Para que la instruyeran sobre sus nuevas obligaciones debía presentarse a la brevedad en la oficina del doctor Camargo.

Muy pocas veces Reina sentía miedo. Su vida se instalaba siempre en el presente, donde sólo sucedía lo conocido, pero ahora estaba desasosegada por el minuto siguiente. No quería volver a ver a Camargo, no sabía qué hacer ni qué decirle. Otra vez, como la noche anterior, se le confundían los sentimientos, pero ya no por el deseo o la curiosidad de un cuerpo imprevisible sino porque no sabia qué hacer con la importancia que de pronto había ganado. Era ambiciosa, claro que sí, pero la vida que imaginaba para sí era otra. Quería escribir poemas, algún largo ensayo arqueológico sobre los tiempos de Jesús, cuentos en los que sucedieran pocas cosas como en los de Isaac Babel y nada fuera asombroso como en los de Raymond Carver: que la recordaran por eso, no por las centellas que el diario echaba a volar cada día para que otras centellas las apagaran al día siguiente. Investigaciones Especiales. ¿Qué tendría Camargo en la cabeza? Suspiró y marcó el teléfono interno de la dirección.