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– ¿Entonces es verdad? Querés quedarte sola en Washington para salir con tu amiguito, ¿no? ¿Desde cuándo me lo estás ocultando, puta?

Tenía el ánimo tan ofuscado, tan descompuesto, que Reina se preparó para recibir una bofetada.

– No -dijo-. Sólo pensé que Ángela te necesitaba…

– Estoy harto, harto de que me mientas. Me doy vuelta y mentís. Te reís a mis espaldas, ¿te crees que no lo sé? A mí me cuentan todo.

– Camargo, Camargo, ¿de dónde has sacado eso?

Sintió ganas de arrancarse el vestido y echarse en la cama a llorar. O marcharse y dejar que la noche se cayera a pedazos. Pero tenia que mirarlo a la cara para detener su ira o, al menos, para unir la imagen de esa ira con la de aquel hombre al que había amado hasta hacía sólo un instante, aunque amar quizá no era la palabra.

– ¿Hay otro, no es cieno? Decímelo, no tengás miedo. Perdono cualquier cosa menos la mentira.

Daba la impresión de que se había tranquilizado, pero ella veía la oscura lava de adentro, el rencor que le salta por los poros. No tengo otra vida que la que tengo con él, se dijo Reina, pero si se lo explico de ese modo sólo voy a enfurecerlo más. ¿Un amigo acá -repetía sollozando-, un amigo? ¿Qué amigo voy a tener si apenas sé hablar inglés? Era cierto. En las comidas con los editores de Foreign Affairs o los asistentes del fiscal Kenneth W. Starr callaba con tanta elegancia que nadie se daba cuenta de que el diálogo fluía sin que ella entendiera una palabra. Sólo una vez se equivocó cuando la madre de Monica Lewinsky le preguntó si era justo que una felatio sin importancia, idéntica a la que millones de mortales repetían a diario, condenara a su hija a una vida de calamidad y encierro. Reina contestó Thank you con una diáfana sonrisa, y tuvo la suerte de que todos la interpretaran como una frase de consuelo. Ya estaba por recordarle a Camargo su ignorancia del inglés, cuando se le ocurrió un argumento mejor:

– ¿Cómo crees siquiera que puedo pensar en otro? De todos los hombres que he conocido, ninguno te llega a los talones.

A Camargo se le iluminó la cara, pero no respondió una sola palabra. Se puso otra vez el saco, que había arrojado sobre el sofá, y dijo:

– Terminó de arreglarte que vamos a llegar tarde.

En el automóvil que los llevaba a una lujosa casa de Bethesda, al norte de la capital, Reina se enteró de que su enamorado le vigilaba hasta el olor de los excrementos. No vayas a descuidarte nunca porque yo sé todo lo que haces, le dijo. Sé con quiénes hablas por teléfono, conozco hasta la última palabra de las cartas que escribís, puedo repetir la lista de los libros que has leído en los últimos dos meses y las anotaciones que has dejado en los márgenes, cuáles son los resultados de tus análisis de sangre y de tus mamografías, qué secretos míos has contado a otros redactores. Hay tres hijos de puta que te mandan emails con insinuaciones sexuales sin que vos les hayas parado el carro. Uno de los tres está en Washington, ¿eh?, tanteó. ¿Por qué no me avisaste? ¿Por qué me tengo que enterar por terceros de tus levantes clandestinos?

– ¿En Washington? Primera noticia -atinó a decir ella-. Ya que lo averiguás todo, andá a Chicago. También desde ahí me podés seguir los pasos.

– No. Si salís de joda no tengo más remedio que volarte la cabeza. Un hombre como yo tendría que pasarse la vida en cana por el capricho de una mina como vos. Inconcebible, ¿no?

– Te dije que no quería empezar esta historia para que no nos hiriéramos. No hay nadie en mi vida, Camargo, nadie. sería mejor que tampoco estuvieras vos.

Reina trató de no pensar en nada durante la comida, pero una desazón oscura la devoraba por dentro. Junto a Camargo había recorrido medio mundo, desde la galería de los Uffizi en Florencia, donde se besaron ante el Nacimiento de Venus de Botticelli restaurado con amarillos y verdes que les parecieron demasiado estrepitosos para una obra que ya tenía más de quinientos años, hasta los templos musicales de Kioto, donde se situaban a cien metros uno del otro para oír cómo la más sigilosa de las pisadas resonaba en cada extremo. Durante esos largos meses había sido casi feliz. Tal vez habría llegado a amarlo -lo que ella entendía por amor y había sentido sólo una vez, en la adolescencia, cuando dejó al músico de rock que la desvirgó en brazos de una rival invencible, la cocaína-, si Camargo no la hubiera sometido a cambios de humor que la descolocaban, asaltos de pasión demencial y luego semanas de indomable indiferencia, sin que aun en los momentos de mayor intimidad y entrega él le prometiera nada ni ella tampoco pidiera: casi no hablaban del porvenir. Mañana era, para ellos, literalmente el día de mañana. Sin embargo, Reina había ido acostumbrándose a su compañía, a las errancias de su sexualidad; disfrutaba de su conversación sentenciosa y de sus modales anticuados. Ahora, en Washington, lo desconocía. No imaginaba cuál ignorada llaga de sus sentimientos podía haber tocado por imprudencia. La comida le resultó tan insoportable que, al despedirse, equivocó el único saludo que sabía decir en inglés: «nice to meet you, Bob». Camargo, siempre feroz con esos deslices, se mostró por una vez indulgente. Cuando regresaban al hotel, le pasó las manos sobre los hombros y le dijo:

– Me gustaría que en Buenos Aires vayamos a visitar a mi padre, Reina. Ya ha pasado los noventa y no creo que le quede mucha vida.

Pero una vez que las parejas empiezan a desbarrancarse no hay manera de retroceder, aunque sea sólo uno el que está cayendo. Al diálogo infortunado de la noche siguió la noticia fatal de la mañana siguiente. Ángela llamó a su padre por el celular y le anunció que la abuela había muerto de la peor manera posible. Dos semanas atrás -con[ó-, el médico le había permitido abandonar el hospital y volver al caserón del lago Torch. Para no dejarla sola, a Brenda se le ocurrió pasar algunos días allí con las mellizas. La noche anterior habían ofrecido a los vecinos una fiesta pantagruélica, en la que todos se hartaron de truchas, tilapias, pollos al ajo y vinos del valle Napa. A medianoche se acostaron tan extenuadas que dejaron abiertas las puertas del granero y olvidaron cubrir las jaulas de los zorzales. La abuela, que tenía el sueño frágil de un recién nacido, se levantó antes del amanecer y descubrió un estropicio de plumas ensangrentadas y pájaros sin cabeza entre las parvas de comida. Ángela contó que sólo mucho más tarde los tramperos del lago Torch reconstruyeron lo que había sucedido. Durante la noche, dijeron, la casa y el granero fueron invadidos por animales depredadores: acaso bandas de gatos salvajes que anidaban en el bosque o esa comadreja asesina que en Estados Unidos se llama opossum y que hace estragos en las huertas. El terror debió de paralizar la garganta de los pájaros y la matanza sucedió en silencio. Pero no lo sabían cuando la abuela apareció como un fantasma en el cuarto de las mellizas y se desplomó sobre la cama de Ángela, segada por el relámpago de dos infartos consecutivos.