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– Si es así no quiero que vayas -le dijo Camargo. Su tono era pausado, como siempre, pero ella sabía descubrir los cambios de humor aun en las frases más breves. Esta vez hablaba en serio: le prohibía que diera un paso más.

– Si pego la vuelta ahora se pudre todo -porfió Reina-. Pidieron tres periodistas. No van a recibir a dos.

– Fue una mala idea de Maestro.

– Tal vez, pero ya estoy acá.

– Me pagás con una mala noticia la buena sorpresa que iba a darte.

– ¿Buena? dijo ella, indiferente. Algo, esa tarde, la había dejado más allá de toda sorpresa y de toda curiosidad. Su deseo cabía entero en ese pueblucho horrendo. Ahora estaba allí y no quería irse por ningún motivo.

– Sí -dijo Camargo-. Sicardi te consiguió un departamento de tres ambientes, a estrenar, y acaba de firmar el boleto de compra en tu nombre. Tenés que pagar sólo quince mil dólares, en cuotas. Es mejor de lo que pensabas, ¿no?

– Ni siquiera lo he visto.

– Está en una torre nueva, en la calle Reconquista. Podés ir al diario caminando.

– No me importaría si estuviera más lejos -dijo con un tono de falsa ingenuidad, para que Camargo no descubriera el sentido de lo que decía-. No me importaría que estuviera en otro mundo.

Cortó y volvió a salir al porche. Se quedó mirando el cielo bien dibujado, transparente, y las casas monótonas de alrededor, con sus paredes grasientas y sus techos de palma. Sin darse cuenta, se puso a llorar, no por la tristeza de lo que veía sino por ella misma, por el vacío de sus últimos años, en los que no había amor ni belleza sino tan sólo el afán de ser alguien. Un día iba a subir a su nube sólo para quedarse allí, sola, y mirar hacia abajo preguntándose ¿qué hice de mi vida, qué ciega mierda hice de mi vida?

Germán encendió un cigarrillo en el otro extremo del porche y le sonrió, con una mezcla de compasión y complicidad. Ella lo miró como si estuviera dentro de él y pudiera oír las destilaciones de su pensamiento. Lo oyó como si en la realidad no hubiera otro sonido que el de ese pensamiento. Cuando él la abrazó preguntándole «Jodo está bien?» y la besó en la boca con una fiebre invasora, ella lo dejó hacer. Dejó que la llevara a su cuarto y la desvistiera y la tocara. Era todo tan natural, tan fácil, que por un momento le extrañó que aquel cuerpo fuera el de ella y no el de otra, porque había dejado que su cuerpo se fuera y no imaginó que, al volver, iba a pertenecerle tanto. Hicieron el amor sobre una cama que crujía sin que les importaran los vapores calcinados de la noche, el asedio de las moscas ni nada de lo que sucedía en el mundo. Durmieron una hora y volvieron a sentir la urgencia de penetrarse y lamerse, y así habrían seguido sin darse tregua si a las seis de la mañana el gula guerrillero no los hubiera llamado para decirles que el Mono Jojoy y Tirofijo estaban esperándolos en el abismo de la selva.

Nueve

Adivinaste la traición antes de que sucediera. Ya habías notado algo esquivo en el cuerpo de la mujer cuando volvió de la zona de las guerrillas, en Colombia. Se quedaba con los ojos abiertos al hacer el amor, temblando a veces, buscando en el aire de los geranios el deseo que no llegaba y no llegaba. Su sexo estaba seco y también temeroso: quería decirte algo y sin embargo enmudecía. A ratos se apartaba y te pedía un instante de tregua: estoy cansada, tan cansada. Vos te ponías boca arriba en la cama y mirabas los arabescos de la penumbra, las sombras de su desnudez, el centelleo de las ramas en el jardín. También cuando la observabas a través del telescopio Bushnell, desde el cuarto de la calle Reconquista que habías alquilado sólo por ella, obedeciendo al instinto de desconfianza que jamás te fallaba, la sentías ausente ya no sólo de vos sino de todo lo que la rodeaba, buscando un cuerpo que parecía haber dejado en otra parte, ¿su cuerpo u otro distante, el de alguien en cuyas manos la mujer se había puesto: la perra, desagradecida? Perra, perra, tu padre tenía razón: era igual a la madre que los había dejado, una reencarnación tal vez, una melliza que regresaba para maldecirte.

Después de la travesía a Colombia, la mujer ha viajado sola dos veces, a Santiago de Chile y a Caracas, con el pretexto de otra investigación confidencial sobre el tráfico de armas. Vos y ella acordaron encontrarse en Santiago: saldrías una mañana de sábado, ignorando los llamados cada vez más angustiosos de Diana desde el hospitaclass="underline" Ya no saben cómo bajar la fiebre, papá. No podas imaginar qué débil está, qué triste. ¿Por qué no venís, papito? Apenas se despierta, la pobre Ángela pregunta si ya has llegado». Ibas a regresar de Chile el domingo al caer la tarde, dejándolo todo sólo para estar con la mujer, pero la noche del viernes, cuando la llamaste para que supiera a qué hora debía esperarte en el aeropuerto, ya se había ido del hotel y su teléfono celular estaba desconectado. De todas maneras viajaste a Santiago, perdiste como un imbécil horas y horas rastreándola en los ministerios y en las guarniciones militares, avergonzándote ante tus amigos de El Mercurio y de La Tercera en busca de alguna pista: todo en vano. IA qué extremos de humillación te había llevado? ¿Quién habría podido imaginar que alguien como vos, al que jamás nadie osaría dejar esperando en el teléfono, iba a perder la calma por el silencio de un insecto como ella?

La mujer regresó al diario el martes al mediodía, con una luz en la expresión que no reconocías, el sol recóndito de alguna felicidad perversa: entonces empezaste a comprender que algún intruso la ensuciaba, que ella rendía su cuerpo a un desconocido tal vez joven y sin duda podrido por venéreas, ladillas y otras enfermedades de la arrogancia. Querías saber qué había pasado, ah, cómo la sospecha y la incertidumbre te enloquecían, Camargo, cuántos residuos de la memoria de tu madre se habían instalado en la mujer y te acosaban, abriéndote de nuevo las llagas del abandono. No quedas que ella advirtiera tu desconfianza. Le preguntaste, como si nada hubiera pasado:

– ¿Todo fue bien, Queenie?

Ella te respondió, con soltura:

– Todo joya, Bitte. Me dieron una entrevista en Temuco y cuando quise llamarte desde el avión para que lo supieras, se me murieron las pilas del celular. Vagué tres días cut off, confined.

Desde el amanecer del nuevo año la llamabas así, my Queenie, mi reinita, en la lengua privada que habían construido para la intimidad y que abrevaba en un delta de otras lenguas: el arameo de Queenie, tu inglés y tu italiano, su portugués, tu checo. Ella te decía Bitte, que tantos significados corteses tenía en alemán aunque en verdad aludía a las amarguras de tu apellido, bitter.

Así que el celular se le había agotado: esa coartada era difícil de verificar. Pensaste, entonces: puedo encontrar su huella. Si se quedó en Temuco, su paso ha de estar registrado en hoteles, líneas aéreas, restaurantes. Sicardi descifrará esos enigmas con un par de llamadas. Vas a pedírselo apenas la mujer se aleje, pero te detiene algo en el tono de lo que ahora te dice: familiar y a la vez distante, sonidos en desarmonía con su sentido:

– ¿Tenés un rato para mí esta noche, Bitte? Sólo para conversar.

– ¿A las diez, te parece?

– Un poco antes -sugiere ella-. A las nueve y media ya habré terminado el día.

La invitás a un bar al que fuiste otras veces, con amantes de paso, cuando te daba claustrofobia la imagen funeraria de Brenda esperándote en la cama de San Isidro. Hay en ese lugar tantas voces que tratan de encaramarse unas sobre otras, tantos yuppies pavoneándose con sus vasos de whisky que hasta alguien tan notorio como vos puede pasar inadvertido si encuentra libre uno de los cubículos que se abren frente al mostrador. Son espacios de sonido muerto, a los que el estrépito de afuera llega tan sólo como eso: un oleaje, un cotorreo indiscernible.