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Sintió que Brenda trataba de apagar los sollozos que se le habían encendido, pero eran demasiados. De las cenizas de un sollozo brotaban las llamas de otro.

– Dios quiera que no sea así. Si tiene que morir, ojalá sea rápido. Voy a poner en venta la casa del lago, los muebles, las cerámicas, las cañas de pescar. ¿Quién querrá comprar esas cosas tan viejas, tan solitarias? Las chicas me han dicho que si la abuela muere, van a abrir las jaulas y soltar los pájaros. Podrías ir vos allá. Podrías ir y volver algún fin de semana. No sería la primera vez.

– ¿Cómo se te ocurre, Brenda? Es un viaje de veinte horas. Chicago, Traverse City. Ahora no puedo dejar el diario.

Cada vez que hablaba con la esposa, Camargo no podía controlar sus sentimientos peores. En los primeros años de matrimonio, él se iluminaba por dentro cada vez que estaban juntos. Ahora le sucedía al revés: sentía unas ganas irreprimibles de hacerle daño. Deseaba verla sufrir, caminar descalza por baldíos calcinados, suplicar, hozar en la basura. La voz con que ella le respondía era siempre dulce:

– Entonces, vayamos juntos al aeropuerto. Las mellizas quieren darte un beso.

– Tal vez. Depende de lo que pase en el Senado esta noche. ¿A qué hora sale el avión?

– A las ocho y media.

– Ah, imposible. Después las llamo por teléfono. Ahora tengo que cortar.

– Sí. No vamos a vernos, entonces.

– No. No podremos. Buen viaje, ¿eh, Bren?

Colgó el tubo, aliviado. Otra vez le quedaría la casa para él solo. En los últimos años le sucedía con frecuencia, pero los lapsos eran tan breves que no le daban tiempo a relajarse. La esposa y las hijas mellizas habían formado un trío de piano, violín y cello, y las comisiones de cultura de las provincias, alentadas por el parentesco con Camargo, las invitaban a dar conciertos de los que regresaban con dulces caseros, partituras de músicos vernáculos y artesanías baratas. Brenda, que se había educado en una escuela cuáquera de Kalamazoo y aún hablaba el castellano con esfuerzo, no había podido liberarse de esa insaciable curiosidad que sienten algunos anglosajones por la cultura de los países pobres -o lo que ella creía que era la cultura de la pobreza-, sin distinguir jamás entre el talento genuino y el plagio vil. Tocaba el piano con cierta habilidad y, aun antes de que las mellizas aprendieran a leer, las había forzado a tomar lecciones de música. En el parque de la casa, sobre las barrancas que se alzaban frente al río, Camargo había hecho construir una cabaña con aislamiento acústico para que ensayaran, y poco a poco las tres fueron abandonándolo por los tríos de Beethoven, Alkan y Gabriel Fauré. A pesar de las paredes forradas de la cabaña, Camargo oía el moscardón de las cuerdas cada vez que entraba en la casa. Le ensuciaban el crepúsculo, el aire transparente, le rayaban para siempre la memoria de todos los Beethoven con los que había sido feliz en los teatros del mundo.

Cuando ya no querés a una persona deja de gustarte todo lo que hace, y Brenda, que aún llamaba la atención de los demás hombres, no le movía a Camargo ningún músculo de importancia. Los primeros síntomas de su desagrado empezaron una mañana de hacía doce años. Las mellizas estaban aprendiendo a caminar y lloraban por turnos durante la noche. Brenda tuvo un ataque súbito de histeria y se le hincharon dos venas que le formaban una y en la frente. Quizá le había sucedido antes pero era la primera vez que Camargo lo notaba. De pronto no entendió por qué se había casado con ella ni qué hacían los dos allí, compartiendo la cama y un par de hijas que no los dejaban dormir. Al día siguiente también le molestaron sus bostezos, el olor a leche cuajada de su piel, las pantuflas de conejo con las que preparaba el desayuno. Brenda era algo que le había sucedido a un ser que ya no era él. Pero separarse era una incomodidad peor que la de seguir viviendo como hasta entonces. Tampoco lo haría más libre de lo que era.

“Volvé a la realidad, Camargo, vuelve la realidad”. ¿Pero acaso alguna vez te vas de la realidad? Una de las secretarias entró en puntas de pie y le recordó, temerosa, que a las doce enterraban al senador Valenti en la Recoleta.

– ¿Quiere que llamemos al chofer, doctor?

En el diario casi todos tenían la maldita costumbre de dirigirse a él en plural.

– Llámelo, sí, llámelo.

La noche anterior había visto una larga fila de monjes en la ciudad del pasado con la que soñaba siempre. Le gustaba pasear por esa ciudad parque sabía orientarse en ella como si jamás hubiera conocido otra. Puentes, pasajes, mercados ruinosos que flotaban a la deriva en grandes lagos de sal, relojes que marcaban la misma hora eterna: ciudad sin árboles y sin fin, con un sol sucio y noches claras como el día. En las calles del centro se abrían unas cavernas que eran -Camargo lo sabía- hoteles, celdillas iluminadas por velas de cera espesa. A uno de esos hoteles estaban entrando los monjes. Los vio, eran miles, mientras la luna caía en el horizonte de la ciudad como una pelota, y él corría entre astillas de luz a ponerla otra vez en su sitio. Los monjes cantaban en sordina y su ronroneo no lo dejaba en paz. Estaba empujando a la luna por un puente de madera cuando lo despertó el celular del diario. Eran las dos y media o las tres. Brenda dormía en la cama de al lado, boca arriba, la cara cubierta por una repugnante crema de almendras. Aún ignoraba que su madre empezaba a morir al otro extremo del mundo, aún ignorabas vos, Camargo, todo lo que estaba muriendo aquella noche. El celular insistía. Tardó en reconocer la voz del editor nocturno, deshilachada por el cansancio.

– Pasó algo trágico, doctor -le dijo-. Habíamos impreso ya la mitad de la edición cuando nos avisaron que se mató el senador Valenti.

– ¿Y usted qué hizo?

– Lo que pensamos que usted haría, doctor. Parar la tirada. Todavía estamos a tiempo de que la noticia llegue en primera página a los kioscos de la capital.

– ¿Valenti, dijo? ¿Cómo ha pasado eso?

– La viuda lo encontró de rodillas, al lado de la cama, con un tiro en la boca. No dejó ninguna carta. Eso es lo que dicen.

Por fin alguien tenía un gesto de dignidad. La Argentina estaba enferma hasta los huesos. Pero una sola muerte no cambiaría el orden de las cosas.

– Escríbalo así entonces. Que se mató de un tiro en la boca sin explicar por qué.

– Un poco fuerte, doctor, ¿no le parece?

– Eso es lo que pasó, ¿no? Diga lo que pasó. ¿Dónde lo velan?

– No lo van a velar. La viuda se niega. Quiere que lo entierren cuanto antes, a mediodía si se puede.

Dio un par de vueltas inquietas en la cama y al fin decidió levantarse. Hizo ruido, para que Brenda se despertara y le preparara café, aunque sabía que ella no haría nada por él. Salió a la galería, entró en su oficina y prendió la televisión. Hizo zapping por los canales de noticias en busca de alguna imagen del suicidio: tal vez una ambulancia frente a la casa de Valenti, el alboroto de los vecinos. No había nada: sólo escenas de guerra en Gaza y en los Balcanes.

Tal como la secretaria le había dicho, el funeral era a las doce, pero a las doce menos cinco ya estaba el cortejo en el cementerio. La humedad era atroz. Los mármoles destilaban musgo, y había más desamparo fuera que dentro de las tumbas. Salvo su diario, ningún otro mencionaba el suicidio. Las radios citaban el hecho de paso y no daban detalles, lo que era rarísimo. Parecía una muerte que todos querían pasar por alto, como si no existiera. Con tanto sigilo, era explicable que hubiera poca gente en el entierro. Poca y conspicua: el presidente de la República y sus guardaespaldas, los jueces favoritos del gobierno, algunos colegas del difunto. Sobre el ataúd no había una sola flor. Nadie se animó a improvisar un discurso. Uno de los edecanes consiguió de apuro a un cura sordo, que no parecía entender para qué estaba allí y que rezó un responso veloz.