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Ya llevás esperándola diez minutos cuando la ves entrar, con un abrigo largo, negro, y debajo un conjunto de paño gris. Desde el viaje a la selva guerrillera ha corregido el desaliño que la mantenía clavada en la adolescencia, como si su edad avanzara entonces con más lentitud que el tiempo. La ves abrirse paso entre las jaurías del bar y advertís cuánto ha madurado en pocos días, con qué elegancia mueve hacia un lado y otro su cabellera oscura.

– Bine, qué guapo estás -te dice.

A veces su habla se contamina de palabras que ha copiado de libros españoles -guapo, listo, enfado-, pero en ella nada parece artificioso. Su soltura te asombra siempre. Ahora, mientras aún está de pie, quitándose el abrigo, exhala una seguridad imperial.

¿Ya te acostumbraste a tu departamento nuevo? -le preguntás.

– No me acostumbro a nada -te dice, a la vez que ordena con displicencia un whisky doble, con un dedo de agua-. De noche, cuando vuelvo, la calle está desierta. Sólo veo mendigos arrastrándose. No nos damos cuenta, Bitte, pero Buenos Aires está mutando. Es una mariposa que vuelve a su estado de larva.

– Deberías venir más seguido a San Isidro. Ahí nada cambia. Sólo el olor del río, a veces.

– No puedo ir por un tiempo. De eso quería que habláramos.

– ¿Qué pasa? ¿Querés dejarme?

– Ni se me ocurre. A vos nadie podría dejarte. Necesito tiempo ahora para escribir mi libro. -Los mesías gemelos, ¿no?

– Nadie lo sabe. ¿Cómo lo sabés vos?

– No lo sé. Todos los signos de tu vida van hacia ese punto: la necrología de Robert Mitchum, tu discusión con la superiora en el colegio de monjas. Tout aboutitk un livre, como decía Mallarmé. ¿Por qué no me hablaste de eso? Te habría ayudado.

– Quién sabe si hubieras podido ayudarme. No estaba madura hasta hace poco. Sél0 ahora sé que puedo.

Le tendés las manos para ver si me las acaricia, como antes. Las ignora. Finge que se concentra en el vaso de whisky.

– Ahora -tanteás-: después de tu excursión a las pólvoras colombianas.

Una tensión súbita le salta a la cara. Como se ha echado el pelo hacia atrás, podes ver que las sienes le laten. Has calculado bien el efecto de la palabra pólvora, su insinuación erótica.

– ¿Me mandaste espiar? -te dice, alzando la voz-. Si alguno de tus policías anduvo pisándome los talones, no entiendo por qué seguiste el juego todo este tiempo.

– Porque para mí no es un juego. Yo no me voy a dejar, Reina, aunque vos quieras dejarme.

– Soy una persona, Camargo. No me podés tomar ni dejar. No le pertenezco. Soy de nadie. Sólo ahora sé que, por lo menos, me pertenezco a mí.

Ella misma te ha franqueado el paso. Decidís, por lo tanto, ir un poco más lejos:

– Te pertenecés a vos porque pertenecés a otro.

– Tal vez -admite.

– Y te enredaste tanto que ya no podés salir.

– No me enredé. Tampoco quiero salir. Estoy donde estoy por mi voluntad, limpia de cuerpo y alma, ¿podés entender eso?

Te subleva que, al mirarte, lo haga con negligencia, como si va se hubiera puesto fuera de tu alcance. Hay algo en su actitud evasiva que te devuelve a la infancia. Ella es la otra, la perdida, ¿no? Si tu padre lo vio con tanta nitidez, tanta certeza, ¿por qué lo desoíste? La ira te saca de quicio y, sin embargo, tu voz mantiene la mesura. No ha contestado aún Reina a todas tus preguntas.

– Limpia no. Eso no es cierto. Si tu alma estuviera limpia no habrías vuelto a acostarte conmigo. Me traicionaste a mí primero, después traicionaste al otro.

– Fui cobarde, no sabés cuántas veces me lo he repetido. Tuve miedo de lastimarte. También tuve miedo de vos. Traicioné a Germán, pero él ya lo sabe. Me he pasado todos estos días pidiendo disculpas.

– ¿Germán se llama? -gritás ahora. La garganta se te ha secado. La sangre te sube a la cabeza como una lava.

– Germán. Pensé que lo sabías. ¿No dijiste que sabés todo?

Hiciste, hace años, tu aprendizaje de la desdicha. Cuando ya no podías aprender más, te volviste inmune a todo sufrimiento. Ahora te queda sólo la cólera. A tu cólera no le importa alzarse sobre el vocerío de los yuppies y las risotadas de las empleaduchas.

– Cogiste conmigo, cogías con él, cogés con cualquiera. Te abrís de piernas al primero que pase, puta. Te vendés al que mejor te pague, ¿eh? ¿No te ha bastado todo lo que te di, todo lo que me sacaste?

– No me regalaste nada, Camargo. Lo único que hiciste fue arrancarme cosas. Nunca re dije que te quería. Te admiraba: es distinto. No te mentí.

– Creés que me vas a dejar así, tan fácil? ¿Creés que se puede salir de Camargo como se sale de una fiesta? No, nena, vos no te vas.

– Quiero a otro. No me puedo quedar.

– Otro? No hay ningún otro. A mí nadie me abandona. Yo no soy mi padre.

– Pobre Camargo -te dice.

Tu sangre ya sublevada se desborda. No sentís tu cuerpo ni te importa. Sólo sentís tu indignación invencible. La mujer alza las manos, tratando de cubrirse, pero vos sos más rápido. Descargás toda tu fuerza en un revés que le alcanza los labios, de pleno, y se los parte. Ella te observa atónita, demudada, con ojos de cordero sacrificado. Va a decirte algo pero no se lo vas a permitir. Arrojás sobre la mesa un billete de cincuenta pesos y salís casi corriendo de ese infierno, entre el murmullo de los yuppies imbéciles. Vos sos quien sos, Camargo. Nadie puede dejarte.

No recordarás el incidente en el bar. Ciertos hechos de tu vida no te suceden a vos sino a un ser que está fuera de tu memoria y de tu carne: alguien que no quiere moverse del pasado. Cuando observás a la mujer a través del telescopio, por ejemplo, te extraña que los labios se le hayan partido y la barbilla esté hinchada. Mañana tendrá un hematoma y habrá perdido alguna brizna de su belleza misteriosa. La ves estudiar la herida en el espejo y despejar un hilo de sangre con la lengua. Te irrita que, a pesar de todo, parezca feliz, y se desvista meciendo las caderas al compás de alguna música prostibularia que no podes oír. Si alguien la ha castigado, lo ha hecho a medias. Tendría que haberle vaciado los ojos y quemado la lengua con tenazas candentes. Sobre todo, tendría que haberle cosido cada anillo de la vagina para apagar el daño que han causado.

Al advertir que su desvergüenza es indomable y que nada, nadie, podrá arrancarle el placer que el otro le ha incubado en las entrañas, pensaste en el sin techo que duerme afuera, en Momir, aunque aún no conocías su nombre. Así se ha ido insinuando en tu imaginación el dibujo todavía impreciso de la venganza. Sabés que la mujer es aprensiva. Pero si ha caído bajo el influjo de algún otro, si ha traicionado la vigilancia amorosa que durante tantos meses le prodigaste, se habrá entregado al desvarío sexual sin tomar precauciones, indiferente a los contagios de herpes, gonorrea, malaria o cualquier otra infección propia de las regiones ecuatoriales. Abandonás por un momento tu puesto de observación junto al telescopio para examinar, en el baño, si ha ensuciado tu pene con alguna enfermedad. Debería haberte advertido, cuando llegó, que se había dejado penetrar por la podredumbre. Pero la perra se quedó callada mientras le lamías la cloaca, ¿te das cuenta?, no le importó infectarte con los chancros de su viaje. No ves otro signo que una ligera irritación en el glande, nada inusual, aunque quién sabe, quién sabe. ¿Y si de veras te hubiera expuesto a la gangrena? ¿Qué suplicio pagaría la enormidad del daño? Hasta el azar tiene sus propias leyes y, al entrever la sombra de Momir durmiendo bajo el alero de la tintorería de enfrente, intuís que él puede ser el instrumento de tu castigo. Su hedor, la irredimible suciedad de su cuerpo, el asco de sus manos: eso es lo menos que merece la traición de la mujer.