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Una última llamada a Maestro te advierte que la mujer ha salido ya del diario, sin duda hacia su departamento. A eso de las diez, mientras aún verificaba algunos detalles de su crónica -«Un trabajo irreprochable, Camargo. Permitime que no despida a Remis todavía: dejame darle una segunda oportunidad,,-, ella ha pedido una cena fría. Después, mientras esperaba la aprobación de Maestro, ha llamado a un servicio de taxis: Dijo que iba a la calle Reconquista. Es ahí donde vive, ¿no es cierto?

La verás llegar de un momento a otro: demolida por las tensiones del largo día y sin embargo impaciente por el encuentro con su amante. Sólo faltan setenta y dos horas, ha de pensar ella. Setenta y dos horas: le torcerás el cuello a ese deseo, le romperás las piernas y los ojos.

Momir y la mujer han tendido hace largo rato los jergones debajo del balcón curvo de la tintorería. Fingen dormir, pero no creés que lo hagan: ellos también han puesto su destino en tus manos. Si el hombre actúa tal como vas a pedirle, mañana a esta hora ya estará volando con la mujer sin dientes rumbo a Belgrado.

Todo sucede tal como lo has previsto. La realidad nunca se te subleva, pero hay en ella intensidades que no debés descuidar. Si asoma alguna rebeldía en Momir, ya sabés cómo remediarla: bajo la manga de tu saco, sujeta por un tirante, llevás a tu alcance una navaja infalible. Más vale que no intente algún ardid porque vas a matarlo sin asco. Nadie lo echará de menos y la canalla que lo acompaña se cuidará de quejarse. Tampoco a la mujer de enfrente le has dejado margen para que se defienda: su destino está sellado y nada lo va a cambiar.

A través del telescopio, la ves moverse como si obedeciera el libreto que has escrito. Se desviste con esa morosidad de geisha que aún enciende tu deseo, se descalza, se quita la falda y ensaya, la muy puta, un desperezo sensual ante el espejo. Da un salto inesperado, abre la puerta de la heladera y bebe un largo sorbo del cartón de jugo que estaba abierto, en el que has vertido casi tres gramos de fenobarbital. Tal vez haya sentido alguna aspereza en el paladar porque la ves examinar con desconfianza la fecha de vencimiento en el borde superior del cartón y arrojarlo a la basura. Al invadir el torrente sanguíneo, la droga le acentúa la sed. Abre el cartón de jugo de manzana, llena un vaso, observa al trasluz la transparencia del líquido y, satisfecha al fin, bebe con avidez. El efecto del fenobarbital es más rápido ahora que la vez anterior. La mujer se tambalea, va hacia la cama, y se deja caer en ella con la blusa puesta. Aún mareada, vacila. Trata de encender la computadora que está a pocos pasos, quizá porque espera un mensaje del amante, pero los músculos se le aletargan y pierden fuerza. Ahora va a dormir un día o dos, sin controlar sus nervios ni sus esfínteres. Cuando todo termine, antes de salir de allí, vas a obligarla a beber un vaso de agua, para que no se deshidrate. Si lo vomita, no será tu culpa.

Aun antes de cruzar la calle, desde el vestíbulo mismo de tu edificio, ves que la compañera de Momir está acechándote, con los incisivos afilados. Njegov passaporto, te dice, imperativa. Querrá ver el documento de su amigo, pero no vas a mostrárselo. Sus uñas son largas, afiladas. Te lo podría arrebatar. Ksnije, le respondés: más tarde. Voy a cumplir mis promesas, le das a entender. Voy a ser implacable si tu amigo no las cumple. Llamaré a la policía, le decís: haré que ustedes dos se pudran en la cárcel. U redu, admite la mujer al fin. «De acuerdo.» Desdeñosa, te vuelve la espalda y despierta a Momir con delicadeza.

No podes darte cuenta de si él está lúcido o bajo el efecto de alguna droga cuando entran al cuarto de la mujer. En el ascensor se ha movido con torpeza, enredado todavía en los telares del sueño. Después, más allá del corto pasillo de acceso, la luz del velador le hiere los ojos y, cuando alza las manos para cubrírselos, ves que tiene las pupilas dilatadas. Le has encarecido una y otra vez que se mantenga ágil y alerta para la misión de esa noche. Le has ordenado que no beba y, si es posible, que tampoco se llene el estómago de la podredumbre que sirven en los refugios de caridad. Le has dicho: «Cuando todo termine, podrás hacer lo que quieras, Momir. Podrás hartarte de alcohol, de cocaína. Vas a ser dueño de tu cuerpo. Pero sólo una sola vez, sólo esta noche, voy a necesitar lo que aún te queda de inteligencia, de fuerza, de salud». Lo que le has pedido es apenas un destello de su estropeada naturaleza: le has pedido un brote de su indecencia, de la vida que él mismo ha echado a perder. Y a cambio le has ofrecido la vuelta a casa. Es algo que no se mide en pasaportes ni en pasajes sino en algo mucho más suticlass="underline" en sentimientos perdidos que se dejan caer dentro del ser tal /como fueron alguna vez, tan nítidos como esos dibujos que aparecen en los cuadernos cuando los niños van humedeciendo los contornos con sus dedos. Cualquier otro pagaría por hacer el servicio que estás pidiendo y te enfurece, cada vez que lo piensas, la hostilidad con que la sin techo ha exigido su parte. Njegov pasa, passaporto, qué audacia.

Si no fuera porque en verdad re conviene que la pareja se esfume, la dejarlas plantada. Ya ves qué poco celo ha puesto Momir en obedecer tus órdenes: va de un lado a otro con pesadez, con los sentidos muertos. Los seres como él deberían ser borrados de la Tierra: utilizados para la servidumbre y luego aniquilados. Te vienen a la memoria los últimos versos de un poema de Luis Cernuda que tal vez hayan nacido de una indignación gemela de la tuya: Alguna vez deseó uno / que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si sólo fuera una cucaracha, y aplastarla.

Nada quisieras tanto como acabar con Momir, pero aún lo necesitas. Aunque le has explicado hasta el cansancio lo que debe hacer, volvés a repetírselo por señas, mientras desvestís a la mujer y la exponés a su lascivia.

No te cuesta el menor trabajo quitarle la blusa y las medias, y colgarlas prolijamente sobre una silla. El corpiño está sujeto con un par de broches que se desprenden con facilidad. Volvés a observar los pechos menudos, inconsistentes, sin que desaten dentro de vos la misma felicidad de otras veces. Se han vuelto ponzoñosos y perversos desde que los dedos del otro hombre los han mancillado, y ya no significan lo mismo. Es extraño cómo algo que amas puede invertir por completo, y de manera súbita, el significado que tu deseo le daba. Al despojarla de los calzones advertís que la mujer se ha depilado ese mismo día: aún se le nota una ligera irritación en las ingles, recortando el vello del pubis. ¿Cómo se las ha arreglado para hacerlo? Le impusiste un ritmo férreo de trabajo, para que tuviera ocupado cada minuto del día, y sin embargo ya ves: ha logrado escabullirse. Tenés que reprocharle a Maestro ese desliz. Si está ocupándose de su aspecto con tanto detalle, es porque el amante la obsesiona. Quién sabe todo lo que hace para seducirlo, a qué clase de ardores se entrega con él después de habértelos negado a vos.

A Momir no se le mueve un pelo ante esa desnudez que tantas veces te ha dejado sin aliento. Sigue allí, de pie, con la mandíbula perdida y la mirada en ninguna parte. Te indigna. Ah, cómo te indigna todo. La imaginas en brazos del imbécil que se hartó de ella en la selva, en Caracas y en Temuco: la bebió, la devoró, entró en su cuerpo como le dio la gana. Ya que la mujer te ha traicionado con ese sexo que ahora está delante de vos, inerme, no vas a permitir que nada en ella quede sin mancillar ni herir, nada de esa sangre sin infectar. ¿Acaso ha tenido compasión de vos al infectarte el alma? ¿Qué estás esperando, entonces? Llevas las manos de Momir hacia los pechos de la mujer y le ordenás que los acaricie. Así, así, despacio, los pezones, le decís. Y fastidiado ya por tantos rodeos inútiles, le indicás por señas que se desvista.

Con una indiferencia que no habías imaginado, Momir se despoja de los harapos. El hedor inunda el cuarto. La mujer, sin duda, no lo excita. Trata de decir algo y sólo le brota un balbuceo triste, impropio de su rudeza: Meni je teiko, Ali znam da je tebi teje. ¿Vas a echarte atrás ahora?, le preguntás. No, te responde, con su castellano rústico: esto es difícil para mí, pero sé que es todavía más difícil para vos.