– Qué estás diciendo, papá? Soy Diana, Diana. ¿Cuál de nosotras dos creés que ha muerto?
– No sé, hija, no sé. Vamos a hablar mañana, otro día.
La mujer volvió a vomitar y trató de levantarse pero no pudo. Ni siquiera parecía saber dónde estaba, y los tiempos debían de habérsele enredado, coma a él. El pasado se volvió presente o futuro, la realidad se estancó y ella, la mujer, sanará de la fiebre que ya no tiene, se cubrió de la sangre que todavía no ha visto, va en busca de agua: eso la desespera, la sed, la sed, pero el cuerpo no la obedece. Está privada de cuerpo, tal como vos querías, Camargo, no puede estar en sí misma ni tampoco en nadie. Sólo puede incorporarse ahora, prender la luz, y eso basta para que la energía perdida fluya otra vez en ella. Lo que ha visto la aterra, estás seguro, ¿pero cómo podría defenderse de un terror que ha sucedido ya, qué puede hacer? La ves caminar aferrada a las paredes, a los muebles, tambalearse. En cualquier momento se le aflojarán las rodillas y caerá de bruces. Y sin embargo sigue, sigue hacia la ventana. Ya no necesitás observarla a través del lente: la silueta se distingue con nitidez. Es una figura infernal. Vaya a saber cómo, parte del vómito le ha pringado el pelo. Una expresión de locura le destempla la mirada. Que la ventana se le resista la desquicia aún más. De todos modos, lucha con desesperación. Querrías llamarla por teléfono, Camargo. Es posible que, al descubrirse violada, con manchas de sangre y tal vez de mugre, se desconcierte y haga lo que no debe hacer. Pero va su destino se mueve solo. Detenerlo no está en tus manos. La ves golpear los puños contra los vidrios, forcejear con la falleba, llevarse las manos a la cabeza. Te parece que llora, pero esa mujer no llora: no le han quedado lágrimas ni entrañas y de nada le valdría llorar, porque tampoco le ha quedado porvenir. Se esfuerza, acaso apoya la rodilla contra la pared, hasta que por fin la ventana cede. Las dos hojas se abren de golpe y el aire frío de la noche la toma por sorpresa. Luego se asoma a la calle desierta, en la que se amontonan, acá y allá, bolsas de basura. Son ya las ocho y en toda la extensión de esa calle de bancos y casas de cambio hay un desamparo cruel, que la mujer no advierte. Se asoma a la ventana como puede, inclina el cuerpo y grita, con una ferocidad más poderosa que sus pulmones:
– ¡Ayúdenme, por favor! ¡Que alguien me ayude!
Nadie responde. Nadie pasa. Vos Tampoco vas a responder, Camargo. Vas a sentarte en el sillón, junto al telescopio, y vas a oírla gritar hasta que vuelva a desmayarse.
Maestro admite al fin que no se la puede seguir esperando. Cuando tampoco al día siguiente Reina se presenta a la reunión de editores, Camargo ordena que le envíen un telegrama de despido. Sicardi anota las instrucciones con una felicidad que es incapaz de disimular: nunca ha tolerado a Remis y le disgusta que se haya encaramado en tan poco tiempo sobre las rodillas del jefe. Esa mañana tiene la nariz en ruinas. Le han crecido nuevos forúnculos alrededor de las aletas y sobre los labios.
– ¿Esa mujer ha enviado alguna señal de vida desde Río? -pregunta Camargo-. Si acaso está en Río.
– Nada -informa Sicardi-. Ayer llamamos por teléfono a su casa cinco o seis veces, y en cada ocasión dejamos mensajes. El médico también fue, pero nadie contestaba. Ya es la tercera falta sin aviso que le hemos registrado.
– Proceda entonces, Sicardi. Y vuelva después de la reunión para que hablemos de los detalles del caso.
– Permita que nos ocupemos nosotros de todo, doctor -insiste Sicardi, solicito-. Cómo va a andar usted en esas minucias, con la tragedia que le ha ocurrido.
– No se preocupe por mí. Haga lo que le digo. El editor de Política está inquieto porque nadie logra encontrar el rastro del vicepresidente desde la noche de la renuncia. Ha desconectado los celulares, se niega a todos los pedidos de entrevistas y ni siquiera atiende a sus amigos íntimos cuando lo llaman. Camargo supone que oculta alguna información gravísima y que prefiere no hablar a mentir.
– Remis lo habría conseguido arriesga Maestro-. Estuvo al lado de él durante todo el día de la crisis.
– Y a lo mejor sigue ahí -apunta Camargo, socarrón-. A lo mejor va a vender todo lo que averigüe a la CNN. De esa chica se puede esperar cualquier cosa.
– Sos cruel -le replica Maestro-. Nos ha dejado plantados, es verdad. Pero ya nos dio lo que tenía que dar. Hay gente para la cual la profesión está después de las felicidades de la vida.
– Gente, no. Mujeres. Se creen por encima de los demás. Son las que han matado a Dios para quedarse con el lugar todavía caliente.
Camargo ocupa lo que aún queda de la mañana en llamar al jefe de redacción de El Heraldo y a los directores de los tres semanarios que sobreviven en Buenos Aires. Después de sortear los untuosos pésames por la muerte de Ángela, les informa que una de las redactoras principales de El Diario, Reina Remis, a quien todos ellos conocen, ha recibido sobornos de una línea aérea, quizá también de una cadena de hoteles, y ha manipulado información en beneficio de esas empresas. Se lo advertí más de una vez, dice Camargo con la voz contrita, y aun así reincidió. No he tenido otro remedio que despedirla. Estoy seguro de que tarde o temprano los va a llamar para pedirles trabajo. No creo que les convenga aceptarla, y a mí, para serles franco, me ofenderla que lo hicieran.
Uno de los directores, que se esmera en exhibir su insolencia, le sale al paso con sorna: ¿Reina Remis? Me extraña. Tenía entendido que ustedes eran una pareja. Eso es lo que agrava la felonía, responde Camargo. Fui generoso con ella. Le abrí un espacio que no merece. Así como ha traicionado a esta empresa va a traicionar a cualquier otra.
Ah, Sicardi. La misión que debe encomendarle ahora es vital. El jefe de personal lleva ya más de diez minutos de pie, en la antesala de su despacho. Las secretarias le han dicho que, al entrar en los salones de la dirección, Sicardi clava la mirada en el piso, como si le pesara la importancia de ser él mismo y no creyera en la bendición de trabajar allí, en un puesto de tanta confianza.
– Sicardi: voy a confiarle algo que no compartiría con nadie -le dice Camargo. El jefe de personal siente que esas palabras bastan para justificar su vida.
– Puede estar seguro de mí, doctor Camargo -responde, deslizándose sin querer hacia la primera persona-. Yo no soy Reina Remis.
– Ya sé eso. Quiero que esta conversación quede para siempre entre usted y yo.
– No tenga dudas.
– Siéntese, hombre. Así no es fácil hablar. -Le ruego que nos permita seguir de pie, doctor.
– Me han amenazado por teléfono, Sicardi. Imitaron la voz de Octavio, el director de El Heraldo, y cuando atendí, me dijeron: Si te metés con Remis sos boleta. Te puede pisar un auto o cuando toques tu televisor puede haber un cortocircuito.
– Deberíamos hacer la denuncia, doctor.
– Para qué? ¿Para que nos hagan perder tiempo? No, Sicardi. Lo mejor sería entrar en el correo electrónico de esa mujer, Remis, y saber con quién se escribe, qué dice de nosotros. Los que me amenazan están ahí.
– Entrar es fácil, doctor. Tenemos las contraseñas. Esa mujer usa dos servicios de Internet, el del diario y uno que ha contratado por su cuenta. Conozco los dos. Siempre hemos tomado precauciones.
– También sabe mi contraseña, Sicardi?
– No tenemos otro remedio, doctor. Podría suceder cualquier emergencia, Dios no lo permita.
– Déme los datos, entonces. Voy a revisar esos mensajes yo mismo.
– Le ruego que nos acepte una última sugerencia, doctor. En la oficina de personal tenemos un revólver Taurus calibre.38, sólo por precaución, para situaciones como la que usted acaba de explicarnos. El certificado de compra, el permiso a nombre de los ejecutivos de El Diario: todos esos requisitos están en orden. Acepte llevar el revólver con usted, por las dudas. Si lo hace, vamos a sentirnos más seguros.