Выбрать главу

– Gracias. Usted es un amigo.

Camargo le extiende la mano, seductor, sin medir lo que eso significa para Sicardi. Si se la hubiera dado para que la besara, el jefe de personal lo habría hecho sin vacilar. Pero estrechársela es para él algo inconcebible.

– Disculpe, doctor, que me retire así. Darle la mano es un honor que todavía no merezco.

– Dejesé de joder, hombre -dice Camargo.

Pero Sicardi inclina la cabeza y retrocede hacia la puerta sin volver la espalda.

Tal como Camargo ha previsto, Reina no recurre a la policía. A las seis de la mañana despierta a su madre y le pide que la auxilie.

– ¿A esta hora, hijita? -la oye decir, en tono de reproche-. Ya sabés que tu papá y yo nunca nos levantamos antes de las nueve.

– Te necesito, mamá. Jamás te pido nada.

– ¿Tan grave es que no podés esperar tres horas?

No había pensado hasta ahora que la soledad tiene un peso, un centro de gravedad, una tensión que empuja hacia el abismo. Está sintiéndola en su carne y no sabe cómo sacarla de allí. Podría llamar a Germán, pero ¿qué le diría? ¿Que alguien ha entrado en su casa por la noche, y ella no tiene conciencia de lo que ha sucedido? La han violado, está segura de eso, y le han manchado de sangre las sábanas, aunque no ha podido encontrarse ninguna herida, sólo un ardor atroz en el vientre. Germán pensará cómo un acto tan terrible no la ha despertado. No sé, le dirá ella, cal desmayada. La explicación es inverosímil. De codos modos, ¿cómo no va a llamado? Sabe que su teléfono, en Bogotá, está lejos del dormitorio, en el estudio, y que a esa hora sólo podría dejarle un mensaje. ¿Qué le digo?, se repite. Piensa en frases que no expliquen demasiado pero que, a la vez, transmitan su deseo imperativo de verlo, de refugiarse en sus brazos. El le ha prometido una y mil veces que volará a su lado cuando lo necesite. «Siempre», le ha dicho,,«siempre,». Reina sonríe cuando recuerda la extrañeza de sus adjetivos: «Qué berraco es el amor que siento por ti, muchacha, qué amor tan tenaz». ¿Por qué no usar, entonces, el mismo lenguaje? «Mi amor tenaz», le dice, apenas le abren paso los bips bips de la máquina, «¿podrías viajar ya mismo a Buenos Aires? Cuanto antes. Hoy, por favor: en el primer vuelo. No es un capricho, Germán. No es sólo porque me haces falta. Eres la única persona con la que cuento en el mundo y ha pasado algo terrible. Contéstame, contéstame. Voy a estar casi todo el día en casa, desde las diez o las once de la mañana. Te quiero».

No sabe qué debería hacer primero: si verificar cómo ha sido violentada la cerradura o llamar a un médico. Los hospitales se han convertido en antros de enfermedad, no de salud. Las salas de emergencia están colmadas de heridos, y a los que no han perdido la conciencia les van drenando lentamente toda la plata para comprar gasas, algodones, alcohol. Siempre falta algo, y las esperas nunca terminan.

Las cerrajerías están cerradas a esta hora. No le queda sino la alternativa de hablar, entonces, con su ginecólogo. Son las seis y media de la mañana, ya lo sabe. Las únicas voces que oye son las de contestadores que remiten a otro número, y a otro. Es imprudente llamado a su casa: el médico la atenderá de mal humor, pero nada le importa. Le pagará lo que sea necesario. Una de las pocas lecciones útiles de Camargo es que, cuando te azota el rayo de la enfermedad, tenés que usar todos tus ahorros para detenerla. Camargo, ah, ¿y silo llamara? ¿De qué le serviría? ¿Acaso no la ha golpeado, no ha convertido en un tormento sus últimos días en el diario? Tampoco Maestro es de fiar: Camargo y él son ruedas movidas por la misma polea de transmisión.

Responda, doctor, responda, suplica Reina, hasta que por fin alguien atiende. Se deshace en disculpas. No molestaría a esta hora si no se tratara de algo grave. ¿Cuán grave?, pregunta el médico, desconfiado. Me han violado en mi propia casa, ¿puede imaginar el terror que siento?

El hombre es escrupuloso; habla como si la voz tuviera el camisolín de cirugía puesto, los guantes antisépticos y un barbijo que le deforma el tono hasta el estreñimiento. Tal vez debamos informar el caso a la policía, le dice. ¿O ya lo ha hecho? Doctor, usted es la única persona en la que puedo confiar cuando tengo una emergencia como ésta. ¿Cómo me aconseja que vaya a la policía? ¿Vive en Buenos Aires o en Oslo? ¿Sabe qué le sucede a una mujer acá cuando se queja de lo que yo me estoy quejando? Ala policía no voy a ir. ¿Quiere atenderme usted o llamo a otra persona? Vaya al laboratorio Primus Inter Pares, responde el médico con naturalidad, como si la ira de los pacientes fuera su elemento. Voy a ordenar por teléfono que le hagan un análisis de sangre y un hisopo de líquido vaginal. No podremos saber hoy mismo si está infectada, pero en estos casos, hay que tomar todas las precauciones, señorita Remis. ¿Ha observado si tiene pediculosis? No, Reina no ha observado detalle alguno. Tampoco ha tocado casi el área sufriente: sólo lo ha hecho para examinar si está herida y para lavarse con una esponja. Ni siquiera sabe qué es pediculosis. Piojos, ladillas, aclara el médico. Dios mío, responde ella, déjeme ver. Si, algo hay acá, formas que se mueven. No se inquiete: son insectos parásitos, fáciles de eliminar. Después de los análisis vaya a mi consultorio. Voy a estar esperándola desde las nueve. Si quiere que evitemos a la policía, vamos a hacerlo, pero tal vez no sea lo más recomendable. Usted es una periodista, ha publicado en su diario denuncias graves. La agresión que ha sufrido se podría repetir.

Reina deja la conexión de Internet encendida, a la espera de un mensaje de Germán. A las siete y media suena el teléfono y corre hacia él, golpeándose una rodilla. Lo que oye la decepciona: es la madre, acosada por la culpa.

– Ya ves lo que has conseguido, Reina -le dice-. Desde que llamaste, tu papá y yo no hemos pegado un ojo. ¿Todavía te hace falta que vaya?

– No, mamá. Ya se ha resuelto el problema. Gracias.

– ¿Viste que no era para tanto?

– No, no era. Siento haberte despertado.

– Se puede saber lo que te pasó?

– Una idiotez, mamá. Una pelea en el trabajo.

– Si te vuelve a suceder, esperó un poco antes de llamar, Reina. Ya sabés que cuando tu padre y yo dormimos menos de diez horas quedamos hechos una ruina por el resto del día.

– Ya entendí, mamá. Te dije que lo siento.

– Para qué estar despierta, digo yo. Este mundo es sólo maldad y sufrimiento, sufrimiento y maldad.

El amanecer ha sido de hielo pero apenas se alza el sol el aire se calienta velozmente y nada parece igual a lo que era. Para Reina, el sol siempre es un anuncio de melancolía, no la señal de que las cosas empiezan y se abren a la vida sino al revés: la prueba de que en algún momento terminarán. Se viste con lentitud mientras espera, a cada instante, que suene el teléfono. Al moverse, le duelen la espalda, el cuello, las articulaciones, y no entiende por qué. El ardor en el pubis es comprensible, pero los demás estragos del cuerpo no tienen razón de ser: no ve indicios de golpes ni hematomas por ninguna parte. Cuando enciende la televisión, advierte que el día de hoy no es el que ha pensado. Ha perdido veinticuatro horas no sabe cómo, se ha hundido en un sueño maligno y quizá siga todavía en él, quizá no pueda ya salir de la viscosa oscuridad donde ha caldo. Oye zumbidos en un lugar de la memoria que no puede encontrar ni esquivar, como si una incesante colmena estuviera abriéndose dentro de ella, trabajada por miles de obreras infatigables. Es la simiente de alguna enfermedad que rehíla y crece, una feroz abeja reina que, cuanto más alto vuela, con más dolor muere.

Bebe agua y agua sin poder saciarse. Demora hasta las ocho y cuarto la salida al laboratorio de análisis, con la esperanza de que Germán se despierte y conteste a su llamado. ¡Qué tonta! No se ha dado cuenta de que en Bogotá es dos horas más temprano que en Buenos Aires y que Germán tal vez haya trabajado hasta el amanecer. Lo peor sería que estuviera de viaje, pero eso es imposible. Si Reina lleva bien las cuentas, al día siguiente van a encontrarse en Río y él no seguirla dos rumbos a la vez. A menos que se le haya adelantado y ya esté en Brasil, esperándola, pero en tal caso la había llamado por teléfono. El contestador no registra más llamadas que las de Sicardi, amonestándola por no haber ido a trabajar, y una advertencia cortés de Maestro: «Ay niña, niña, ¿dónde te has metido?».