«Pobre Valenti», dijo el presidente en voz alta. «Qué injusticia se ha cometido con ese hombre.» Llevaba alzado el cuello del sobretodo y respondía a los abrazos y apretones de manos sin interés, la mirada vacía, como si estuviera con nadie. Sólo pareció animarse cuando se le acercó Camargo. Lo tomó del brazo y lo llevó aparte:
«doctor Camargo», suspiró. «¿Cuánto le agradezco que haya venido! Haga lo posible para que no se ventilen en su diario las canalladas que destruyeron a Valenti. El pobre ya no puede defenderse.» A Camargo le molestaba que le hicieran insinuaciones sobre lo que debía o no debía decir, y de inmediato se sintió tenso. Contuvo la lengua, pero no pudo evitar que el tono de la respuesta le saliera helado, distante, desdeñoso: «¿Ventilar? Yo no hago eso. Si publico algo es porque lo puedo probar, señor. Y actúo igual con los muertos que con los vivos. Un juez dijo ayer que Valenti era culpable por el contrabando de armas. ¿Cómo quiere que no lo publique?». «Un juez, un juez, ¿qué significa ya eso?», insistió el presidente. «A Valenti lo está juzgando Dios ahora.»
Alzó la mano llamando al edecán y le volvió la espalda a Camargo. Era un hombre pequeño, esmirriado, que disimulaba la vejez cultivando la flacura. Unas hebras de pelo falso y retinto le cubrían los lamparones de calvicie, en la coronilla. La cirugía plástica le daba de lejos un aire de lozanía, pero de cerca parecía un muñeco de torta.
El viento llevaba y traía colillas desfloradas por la humedad. En el atrio del cementerio, Camargo se detuvo ante el gran tarjetero donde los visitantes anotaban sus nombres para indicar que habían asistido al funeral. De reojo, vio que Enzo Maestro trotaba hacia él y se hizo el distraído. Enzo no había estado en la ceremonia. ¿Qué querría? En 1982 tenían escritorios contiguos en la redacción del diario y mantenían un espaciado ritual de almuerzos a solas que era lo más cercano a lo que Camargo entendía por amistad, pero ahora Maestro se había convertido en un perro servicial del presidente, el secretario privado, y prefería hablar con él sólo cuando no tenía más remedio.
– Desde que me llamaron por lo del suicidio no pude pegar un ojo -dijo Maestro. Estaba agitado y sudaba-. Si a mí me quisieran meter en la cárcel también me habría suicidado.
Camargo le sonrió y dijo:
– Yo no. Hay que sentirse muy culpable para matarse.
Cruzó el portal del cementerio y avanzó hacia los grandes gomeros de la entrada. Afuera, la vida respiraba con energía. El sol se desprendía de las nubes con felicidad y caía inadvertido sobre el ánimo de la gente. Maestro, obstinado, le siguió los pasos.
– Viste el mal humor del presidente, Camargo? Le tiran pálidas de todos lados. ¿Te parece que con tanto bajoneo el país puede tener algún arreglo? Cuando las cosas salen bien, nos quejamos porque no salieron mejor. Lo que le hicieron al pobre Valenti me pegó en el alma.
– Nadie le hizo nada, Enzo. Todo se lo hizo a sí mismo. Se dejó filmar mientras le pagaban la coima del contrabando. Ya no tenía salvación.
– Quién sabe cuántos hacen lo mismo y ninguno va en cana.
El maldito calambre volvió de repente. Descendió como un garrote desde los músculos de la cadera y dobló en dos a Camargo. Era el mismo dolor de un mes atrás y de hacía un año, durante el viaje a Davos. Llegaba y se iba. Pero mientras estaba allí, lo convertía en un inválido. Maestro lo sostuvo con una fortaleza humillante.
– No es nada, Enzo, no es nada. Creí que me había torcido el tobillo. Ya estoy bien, ¿ves? Estoy bien.
Caminaron hacia La Biela, frente al cementerio. El chofer del diario había estacionado el Mercedes en la esquina, pero Camargo le hizo señas de que esperara. El café estaba lleno de gente. Una mesa junto a la ventana se desocupó cuando entraron y Camargo se dejó caer en la silla.
– Lo que a vos te hace falta es ir a un gimnasio -dijo Maestro-. Mirame a mí. Con bicicleta, sauna y masajes bajé diez kilos en dos meses. Te dejan como nuevo y ni te das cuenta.
Dos de los senadores que habían asistido al funeral divisaron a Camargo desde la puerta de La Biela e hicieron el ademán de acercarse a la mesa. Camargo alzó una mano y, sin mirarlos, les dio a entender que no lo molestaran.
– Sos de terror, Camargo -dijo Maestro-. Ahora entiendo por qué sólo tenés lameculos a tu lado y ni un solo amigo que te diga lo que piensa.
Los modales de Enzo habían sido siempre untuosos, de sacristía, y cuando hablaba parecía pedir perdón.
– Será que estoy pareciéndome a tu jefe, como el país entero. No voy a darles la mano a esos dos ladrones, Enzo. No puedo. Me da asco. -Entonces, tampoco me la des a mí. Yo estoy en el mismo baile.
– Vos no. Vos sos un forro. A vos te están usando. Vas a terminar en cana como los demás, pero pobre como una rata. Lo de Valenti es apenas el principio.
– ¿Te parece? Acá no hay principio ni fin. En este país siempre parece que está por pasar algo terrible, y no pasa. Todo va a seguir igual, ya vas a ver.
– Si depende de mí, no. Mi diario no cree una sola palabra de lo que dice tu jefe. A mi diario no lo puede asustar ni comprar.
Maestro adelantó la cara y habló en voz baja, marcando las sílabas:
– ¿Querés que esto se convierta en un caos? ¿Querés que todos se maten como Valenti? No sos Dios.
– No hay Dios, Enzo. Eso es lo malo. No hay ningún Dios.
Llegó al diario de pésimo humor. Llamó a los jefes de sección para que se reunieran de inmediato en su despacho, pero ninguno había vuelto de almorzar. Ordenó a las secretarias que los cazaran donde estuvieran, a través de los celulares. Un día de mierda. El calambre reverberaba aún en la cadera. Lo mejor sería ver al médico, pero no ahora. Ahora quería prepararse para su propia guerra. El senador Valenti había negociado la venta de un cargamento de armas a Costa Rica y Panamá, donde no las necesitaban porque no había ejército. Era evidente que antes de llegar a sus destinos, las armas iban a ser desviadas hacia otra parte. Una comisión del Senado aprobó el negocio y el decreto final fue firmado por el presidente pero no publicado en boletín alguno, con el pretexto de que afectaba la seguridad del Estado. A Valenti lo habían filmado mientras negociaba la transferencia de dieciséis millones de dólares a una de sus cuentas en Luxemburgo con el emisario de un país impreciso que podía ser Croacia, Albania o Serbia. El video había llegado a manos de un diputado opositor. Durante meses, la prensa estuvo especulando con la idea de que Valenti era el testaferro de algún poder superior y que parte de la coima se había repartido con otros senadores. La tajada mayor debía estar en los bolsillos del presidente, pero eso ni siquiera se podía insinuar. Un juez por fin, arriesgando la vida, sentenció que Valenti era el organizador de una asociación ilícita y ordenó su arresto. Camargo quería investigar ahora si el suicidio era genuino o si el presidente lo había mandado matar para que no soltara la lengua.
Ahora es fácil contar esta historia porque ya todo el mundo sabe lo que pasó, pero en 1997 era un enredo tan inverosímil que la gente le prestaba poca atención o pensaba que eran exageraciones de una prensa encarnizada. A dos de los cronistas les habían llegado papelitos anónimos con el nombre de los seis senadores cómplices junto a cifras que iban entre los doscientos mil dólares y el medio millón, y que tal vez aludían al pago de sobornos. El propio Camargo había recibido un sobre con el membrete del Senado y un sello que decía confidencial dentro del cual había una hoja con catorce números. Desde el principio sospechó que eran los códigos de varias cuentas bancarias y las envió al corresponsal de Nueva York para que algún experto de allí las descifrara, pero aún no podían hacerlo. Toda la sección Política estaba investigando el caso con frenesí y seduciendo a conserjes y amanuenses de los senadores para que repitieran lo que oían en los pasillos. Días atrás, cediendo a un relámpago de sus instintos, Camargo había llamado a otros directores de diarios en Panamá, Lima, Montevideo y San Pablo pidiéndoles que lo ayudaran en la pesquisa. No confiaba mucho en lo que podía salir de ahí, pero tampoco quería dejar cuerdas sin templar.