Tanto el laboratorio como el ginecólogo le confirman lo que temía: el hombre que la atacó estaba infectado por una miríada de males venéreos. Antes de cuatro a seis semanas no le podrán decir si, además, era un HIV positivo. Lo usual es atacar la enfermedad antes de que aparezca. El médico prescribe una batería de antibióticos y, desde ahora mismo -insiste: ahora mismo-, Reina debe tomar el cóctel antiSIDA.
– Acaso usted sufra efectos secundarios desagradables -le advierte-: anemia, un poco de ansiedad, algo de fiebre.
– Tengo que viajar a Río esta misma noche -dice Reina.
– Ni se le ocurra. Por unos meses debe olvidarse de los viajes. Necesita alguien a su lado que la cuide. Lo que le ha ocurrido es serio.
– Una persona me está esperando en Rió, doctor. Ha viajado miles de kilómetros para verme.
– Si ha sido capaz de llegar hasta Rió podría también venir a Buenos Aires. Es muy posible que debamos repetir los análisis.
– Qué podría pasarme si viajara de todos modos?
– No sé, no puedo adivinar. Ha sufrido un ataque sexual de alguien que está muy enfermo, señorita Remis. Imagine cuáles pueden ser las consecuencias.
– ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia? Si tiene suerte, pocos meses.
– Nunca tengo suerte. En ese caso, ¿cuánto?
– Quizá toda la vida.
Odia el departamento al que debe volver ahora. Odia las barandas cromadas de las escaleras, el ascensor silencioso, las paredes pintadas de blanco cadavérico, la asepsia, los espejos. Odia el desamparo de la calle que está debajo y la opresión de las noches en las que nada sucede, salvo la desdicha: podría estar en la intemperie de la llanura y todo sería menos impuro que ese núcleo de la ciudad en el que durante el día hay una vida virtual y, por las noches, la pesadez de la muerte verdadera. Pero ahora no puede marcharse. Tampoco tiene adónde ir. La madre le diría: ¿Cómo podes pensar así, con todo lo que hemos hecho para cuidarte y educarte? ¿Acaso nuestra casa no es tu casa? ¿Acaso ya no re gusta los domingos ir a Longchamps con tu padre y galopar en el alazán que alimentamos y lavamos sólo para que vos puedas montarlo? Imaginar el regreso a la casa familiar le infunde más miedo aún que la enfermedad o la miseria: dejaría de ser ella misma, retrocedería al estado de ninfa, al convento de la obediencia, a las reglas de la implacable hermana superiora. Sobre la lisura del cielo reinada un dios único y se apagaría la libertad de pensar en los mesías gemelos, en el mundo creado por un Principio Femenino y en la victoria final de los pobres sobre los poderosos. Sin libertad sólo habría resentimiento y desdicha, y ella no sería ella sino su madre. No. Es imperioso volver al departamento que odia porque allí, junto a la cama que quisiera destruir e incendiar, está el teléfono al que Germán va a llamarla, si acaso no la ha llamado ya.
La luz del contestador indica que no hay mensajes. Levanta el tubo para verificar si las líneas funcionan y marca, impaciente, el 113, donde una voz monótona solfea las respiraciones del tiempo: once horas, dieciséis minutos, cuarenta segundos. ¿Qué pasa? ¿No tendría Germán que haberse despertado? Deberla insistir. Hasta hace apenas dos días se comunicaban con fluidez, al primer intento. Una vez más, al otro lado, salta la máquina irritante. «Amor, amor», le dice. Siente un estremecimiento recóndito en la voz y suspira, para tranquilizarse. «Estoy en casa, esperando que me llames. No puedo viajar a Río. ¿Oíste bien? No puedo. Me harías feliz si, en cambio, nos encontráramos en Buenos Aires. Te necesito. Te quiero»
Apenas cuelga, llaman a la puerta. Qué raro. La soledad ha sido siempre tan perpetua en esa casa, tan regular, que el timbre la sobresalta. El único que la ha visitado, un par de veces, es Camargo. A través de la mirilla distingue a un mensajero de correos, con el clásico uniforme azul y el monograma amarillo. Todo lo que desconoce le parece ahora un presagio de muerte. No sólo le han contagiado venéreas hace dos noches: también una paranoia maligna, un instinto de fragilidad del que no sabe cómo esconderse.
– ¿Qué quiere? -pregunta.
– Traigo un telegrama -responde una voz franca, decente. Cómo adivinar si no es el violador que regresa.
– Pásemelo debajo de la puerta.
– Tiene que firmar.
– Páselo y, cuando lo vea, firmo.
No hay un solo cielo, y basta con que uno se desplome para que todos lo hagan a la vez. El telegrama, firmado por Sicardi, le comunica que El Diario prescinde de sus servicios a partir de la fecha conforme a los artículos tales y cuales. Si Reina entiende bien, la despiden por daños a la empresa y faltas reiteradas sin aviso, negándole todo derecho a una indemnización. Tendrá que vivir con las entrañas podridas, los brazos cruzados, el horizonte yermo. La han dejado sin nada pero, mientras tenga a Germán, lo tendrá todo. No va a pensar, como la madre, que lo mejor es no despertar porque el mundo es sufrimiento y maldad; maldad y sufrimiento. Se alzará contra el infortunio y volverá a ser ella misma, indestructible.
Entonces suena el teléfono.
– Cuál es la historia terrible que te ha pasado, amor? ¿De dónde sacas que no puedes viajar a Río?
Reina detesta cuando Germán adopta ese aire de frivolidad, sin dejarse rozar siquiera por la angustia de todo lo que ella le ha dicho ya. Lo detesta y además lo quiere.
– Más vale que no te lo cuente por teléfono. Te necesito, ya me has oído. ¿Cuántas veces tengo que decirte que te necesito?
– No seas infantil, Reina. Íbamos a vernos mañana por la mañana en Río, ¿es cierto? Tengo un trabajo ahí que no puedo dejar de hacer s tú también tenías una investigación pendiente. ¿Por qué vamos a cambiar de planes veinte horas antes?
– Germán: me han atacado. Acá, en mi propia casa.,Podés entender eso?
– Estás en tu casa, no en el hospitaclass="underline" eso es lo que entiendo. Si te robaron, ven a Río y compenso con amor todo lo que te hayan quitado. Además, no parece que el daño sea grave. Tu voz suena espléndida.
– Hablo en serio. Nunca he hablado más en serio en toda la vida. Estoy mal, Germán. No voy a viajar. No puedo.
La voz de él se endurece, veloz como un carámbano de montaña.
– Y yo no puedo cambiar de planes. Llevo dos meses detrás de esa entrevista. No me la van a postergar. Tampoco quiero que la posterguen.
– Hay siete u ocho vuelos diarios de Río a Buenos Aires. Son apenas dos horas de viaje. Podrías salir mañana por la noche y regresar temprano al día siguiente. ¿Eso disipa tus dudas?
– No, Reina. Tengo cuarenta años, y jamás, ¿oíste?, jamás he permitido que una mujer me manipule. Déjate ya de caprichitos, amor. Si lo que quieres es una noche romántica, Copacabana es mejor que La Boca. Y si prefieres no ir a Río, ya habrá una próxima vez. Siempre hay una.
– Soy una imbécil -dice ella, entre dientes.
– Yo no sería tan cruel contigo. A ver, aclara las cosas. Cuenta qué re ha pasado.
– Te quiero, Germán. Por eso. Te quiero sin preguntas y sin condiciones. Nada sería tan fácil como decirte lo que ha pasado, pero tenés que confiar en mí. Si te pido que vengas es porque tiene que ser así, ni más ni menos.
– Yo también te quiero, Reina, pero nunca he dependido de los deseos de nadie. Nunca, desde que me fui de mi casa a los diecinueve años.
– En este caso no es un deseo. Es una necesidad, una urgencia. O si querés que sea más clara, es una fatalidad.
– Pero soy yo el que decide. Y decido que no voy a ir a Buenos Aires. Si me quieres como has dicho, te espero mañana en Río. Y si no es así, ya nos cruzaremos en otra parte. Tenemos la vida entera por delante.