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Tal vez Reina presiente que el mañana, el dentro de dos días con que la amenazó Camargo ha llegado esa noche, porque en vez del camisón y el chal de los que casi no se ha separado -salvo para las raras excursiones al médico, a la farmacia y al supermercado-, sigue con el vestido suelto de algodón. Su actitud es la de siempre: recostada en la cama, mantiene la vista hipnotizada en el televisor, pero al observarla por el telescopio, antes de cruzar la calle, Camargo descubre que el cuerpo se ha convertido en una trama de ansiedades: otra vez está royéndose con fiereza las uñas, se sujeta el pelo tan torpemente que, al más leve temblor de la cabeza -v la cabeza tiembla, los hombros sufren espasmos que parecieran de frío-, se le sueltan algunas mechas, obligándola a rehacer el peinado. También le ha despuntado un tic en el labio superior, cerca de las comisuras, que la envejece. Todos esos detalles estimulan a Camargo, indicándole hasta qué extremos ella se siente desamparada, cuánto le pesan la soledad y la inmovilidad. Ya la ha dejado caer tan bajo que ahora sólo podría agradecer cualquier esfuerzo que él haga para rescatarla.

A las diez, después de verla dejar en la cocina la taza de té que acaba de tomar, Camargo llama a la puerta.

– No voy a abrir -dice ella-. Sea quien sea, no pienso abrir.

– Acaso no oíste el mensaje que te dejé, Queenie? -se inquieta Camargo. Lo enfurece tener que hablar a los gritos, en la soledad del palier-. Te he pedido que nos casemos. Mañana mismo, si querés, vamos al registro civil y pedimos una fecha.

– Estás enfermo. Estás loco. Soy un ser humano,?podés entender eso? Tengo sentimientos, razón. No soy tu objeto.

– Queenie, sos vos la que no entiende. -No me llamés así. Soy Reina. Andate o voy a tener que denunciarte.

– Reina. Creo que has perdido el juicio. Te repito que quiero casarme con vos. Te dije que volvería a que me dieras una respuesta. Soy Camargo, no sé si te das cuenta. Soy Camargo y te ofrezco lo que ningún otro hombre re ofrece en el mundo. Ni siquiera tenés la delicadeza de abrir la puerta.

– Te oí, Camargo. Sé quién sos. No me enorgullece ni me alegra que quieras casarte conmigo. Estoy enamorada de otro hombre, ya te lo he dicho.

– ¿De quién vas a estar enamorada vos? No me hagás reír. Estás sola, Reina.

– Voy a llamar a la policía -dice ella.

– ¿Y todavía se te ocurre amenazarme, puta? ¿Estás enferma, engangrenada, puta, vengo a ofrecerte ayuda, y todo lo que me contestas es que vas a llamar a la policía?

– ¡Fuera! -la voz de ella suena desesperada pero también decidida. Si pudiera ver su expresión a través del telescopio, Dios mío, si pudiera verla.

– No te permito -dice él.

Está frenético ahora. Patea la puerta, la empuja con su energía de toro. La abriría con las llaves que le ha dado Sicardi, pero la mujer ha instalado una segunda cerradura. Nada le habría sido más fácil que conseguir una réplica, pero no ha prestado atención a ese detalle. ¿Debe preverlo todo, entrar con el ser entero en mil pensamientos simultáneos? Si la muralla que se le opone fuera el diario, Buenos Aires o la Argentina infinita, sabría cómo derribarla. Pero la mísera puerta de esa mujer es más infranqueable, más intolerable.

– ¡Fuera! -repite ella.

Último

Sabe, ya desde el sábado, que la mujer irá a cabalgar. La ha visto lustrar las botas y dejar colgados en una percha los breeches, la blusa blanca y el saco de cuello alto con botones dorados que usó la semana anterior. No ha dormido en toda la noche. El amanecer es diáfano, no hay una sola nube en el cielo y, para su extrañeza, oye un inusitado canto de zorzales cuando camina hacia el automóvil. Zorzales en ese extremo desierto y sin árboles de Buenos Aires: ¿quién puede predecir el humor de los pájaros? El taxi ha llegado a buscarla otra vez a las siete, y él lo ha seguido durante más de una hora por la avenida larga que atraviesa las ciudades del sur, desatendiendo todos los semáforos en rojo y sin apartar la mirada de la nuca de la mujer, como si la encuadrara otra vez en el lente del telescopio.

Sólo quiere pedirle explicaciones, entender por qué ella lo rechaza sin considerar quién es Camargo. No cree, por supuesto, que siga atraída por el editor colombiano, porque lo ha despedido tan implacablemente como a él. Y no puede concebir que una insignificante llamada suya a los medios de Buenos Aires, insinuándoles que la proscriban, la haya ofendido como si fuera un insulto. Una vez más, la mujer olvida que el único interés de Camargo es protegerla: ¿acaso alguna vez fue tan plena y tan feliz como en El Diario? Le ha ofrecido casarse con éclass="underline" ¿eso le parece poco? Si lo aceptara, sería más importante de lo que era antes de esos malditos viajes a Temuco y a Caracas. Ni siquiera necesitaría escribir una Inca más en la vida. En vez de la señorita Remis sería la señora de Camargo: ¿cómo no puede darse cuenta de la diferencia? El se lo explicará. Para eso se está tomando el trabajo de viajar más de cuarenta kilómetros hacia un haras remoto del sur. ¿Cómo puede permitir que la persona destinada a casarse con él se entretenga en oficios ruines? El viernes, sin ir más lejos, Sicardi le ha contado que la mujer va a trabajar en una agencia de resúmenes informativos. El dato lo ha llenado de indignación. La sola idea de que ella recorte y pegue lo que otros escriben en una oficina estrecha y sucia, junto a tres o cuatro aprendices babosos, le parece un ultraje a todo lo que él, Camargo, le ha inculcado: orgullo, confianza en sí misma, capacidad de asombro; sí, orgullo más que nada. De inmediato ha llamado al dueño de la agencia y le ha dicho que, si contrata a Reina Remis, hará lo que esté en sus manos para que no le quede un solo cliente. Ni siquiera ha necesitado dar explicaciones. Debió ser aún más violento con una revista electrónica que se disponía a publicar parte del ensayo sobre los mesías gemelos. El editor era un joven testarudo que ya había montado la página y estaba a punto de distribuirla. No sabe cómo, Sicardi consiguió que unas pocas decenas de suscriptores se retiraran del servicio: ése fue el fin de la aventura.

Quiere a Reina para s1 y no va a compartirla con nadie. Ahora que ha detenido el auto en un bosque de talas y coronillos, desde el que puede contemplarla sin sobresaltos con unos prismáticos, los movimientos voluptuosos de la mujer al bajarse del taxi, avanzar hacia la casa del guardián del haras y tomar una montura inglesa, le confirman que debe retenerla sea corno fuere. Es la compañía que le conviene, y ya no encontrará otra igual. Tiene menos refinamiento que Brenda: el encanto aparente de su ex esposa desaparecía apenas se intentaba conversar seriamente con ella. A Brenda no le interesan las ideas ni el mundo real. Toda su pasión está en la música, o en mucho menos que eso: en los seis o siete tríos que solfa practicar para sus conciertos en las provincias. Reina, en cambio, tiene un talento genuino: algo salvaje, mal cultivado y a veces grosero, pero él sabe que limar esas asperezas es sólo cuestión de tiempo y de roce. Durante todos los meses en que la educó, la mantuvo apartada de sus propias reuniones de negocios: ha llegado el momento de que la exhiba y la arriesgue.

El haras está unas veinte cuadras al oeste de la estación ferroviaria de Longchamps y es mucho más modesto de lo que Camargo ha supuesto. Un vasto patio de tierra se abre frente a los boxes de los caballos, seis en total, y más allá hay un alfalfar, con dos o tres vallas que tal vez se usen para los saltos. No se ve un alma. Casi con certeza, el guardián está todavía durmiendo, y tal vez el padre de Reina llegue de un momento a otro, junto con los demás jinetes. Ve a la mujer colocar la montura con increíble destreza sobre un alazán tostado, ajustar la cincha y acariciarle la cabeza. Pone el pie en el estribo y algo la detiene. Por el gesto