que Camargo ve en su cara, es el rayo de un dolor inesperado, tal vez en el abdomen. La mujer lleva una de sus manas hacia ahí, sin soltar las riendas. Ahora es preciso que él vaya en su ayuda. Baja del automóvil y, dejando atrás el reparo de los coronillos, avanza hacia el patio de tierra donde Reina trata de mitigar el dolor con ejercicios respiratorios. Ese extremo de indefensión lo conmueve. El lugar es solitario y está sólo a un par de kilómetros de un basural donde acampan rateros de paso y reducidores de la peor calaña: Sicardi le ha explicado que los asaltos son comunes en esas desolaciones del sur. También él le recomendó que no se detenga ante ningún semáforo, porque es preferible pagar la multa -si se da el caso- a perderlo todo: el taxista de Reina lo sabía, sin duda, puesto que hizo lo mismo. Por prudencia, Camargo lleva consigo el revólver Taurus calibre.38, con la carga de seis balas en el tambor giratorio. Si ve a cualquier merodeador sospechoso, está seguro de que bastará mostrar el arma para ahuyentarlo.
La mujer se repone más rápido de lo que él ha previsto e insiste en montar el alazán. Cuando la ve recoger la fusta que había dejado caer y alzar la cabeza, airosa, trata de volver a su escondite, en el bosque. Demasiado tarde: ella lo ha descubierto, y quizá sea mejor así. En cualquier momento podría aparecer el padre aunque, pensándolo bien, ¿por qué Reina va a cabalgar tan temprano? Un revuelo de suposiciones le atormenta la imaginación. ¿No estará esperando ella a otro amante, alguien con quien sólo se comunica por teléfono? De lo contrario, ¿qué hace en ese lugar hasta la noche? Pensá, Camargo, pensá. Al mediodía, la mujer deja sin duda el caballo y va a la casa familiar, donde almuerza. De allí regresa con el padre, monta otro animal hasta las seis, y luego de una segunda parada en Adrogué, acaso para jugar con los sobrinos -tiene dos-, vuelve a Buenos Aires. Antes lo hacía en uno de los autos del diario. Ahora le pide al padre que la lleve en la vieja camioneta. Quedan, entonces, cinco horas en blanco: desde las ocho de la mañana hasta la una. ¿Qué otros indicios necesitás, Camargo? Estás seguro de que va a revolcarse con el otro amante en la casa del guardián, si por azar el amante no es el guardián mismo. Ah, cuánta fuerza te da esa revelación para enfrentar el gesto airado y desafiante con el que ella te observa ahora.
– Vos otra vez? ¿Nunca vas a dejarme tranquila?
Es imperioso que no te arrastre su cólera. No, Camargo. Debes respirar muy hondo, no para acallar dolor alguno sino para que el aliento, cuando te llegue a la profundidad de las entrañas, reconozca la justicia de todo lo que has hecho e impregne tu voz de la serenidad que necesitás para decir:
– Sólo quiero entender lo que te pasa, Reina. ¿Tanto te cuesta explicarlo? No podes rechazarme así, como si yo fuera nadie.
– Para mí sos nadie -te interrumpe. Y hace el ademán de volver al caballo. La muy puta.
– Quiero ayudarte. Sé la barbaridad que te ha pasado…
– Sabés, qué? ¿También metes la nariz en mis calzones, pordiosero? Has destrozado mi nombre por todas partes y ahora querés destrozar mi intimidad. ¿Quién te crees que sos?
No: ésta no es la mujer que te pertenecía, Camargo. Te la han cambiado: le han alterado los meridianos de la inteligencia, la belleza, le han podrido el ser. La lengua de letrina que te está azotando ahora no es la de ella. ¿Cómo pudiste no ver su muda después de haberla observado sin tregua por el telescopio? Era una abeja de luz y ahora es una larva maloliente. Vos seguís siendo vos, de todas modos, y no vas a dejarte llevar por su corriente de cizañas.
– Imaginó por un momento que soy nadie -le decís-. Este nadie fue la única persona que te ha llamado por teléfono en tu semana de desgracia. Soy el único que ha ido hasta tu puerta para ofrecerte amor o lo que quieras. A otro nadie le darías una explicación. ¿Por qué me la negás a mí?
La mujer alza la fusta y tiembla. La comisura del labio vuelve a contraérsele.
– Acabemos de una vez -dice-. ¿Qué más querés saber, si va sabes todo?
– Ese hombre, el colombiano, ya no me importa.
– Basta, entonces. Mi vida es mi vida. Se trata de lo que ha pasado entre vos y yo, ¿no es cierto? Supongo que es eso lo que te interesa. Fue una equivocación, Camargo. Un espejismo. Una mañana me desperté, te vi el par de venas que te cruzan la frente, el pelo encanecido, la barbilla de pavo, y me dije: ¿qué estoy haciendo al lado de este hombre? ¿Qué he hecho de mi vida? No tenía intenciones de dejarte, sin embargo. Se me cruzó el amor, el verdadero, y te hice a un lado. Ahora andate. Quiero montar este alazán.
Ah, Reina, ya no sé cuál de tus gemelas sos. ¿Vas a montar el alazán con tu delantal tableado y tus guantes de goma? ¿Vas a acariciar las crines del caballo con tus no manos? Camargo ha esperado años que llegue este momento, años, y no va a permitir que se le escape otra vez.
Tengo un coche allá, entre los árboles -le decís-. Vas a subir ahora conmigo, mansa, sin hablar, y vas a quedarte a mi lado para siempre. Sabés de sobra que a mí no se me abandona.
– Vos estás loco -responde.
Intenta montar el caballo de un salto pero sos más ágil. La tomás de un brazo y la atraés hacia vos con tanta fuerza que, en el envión, suelta las riendas y cae sobre el patio de tierra. El alazán corcovea, desconcertado, y se aleja.
– Yo soy vos. No te podés separar de mí.
La mujer duda entre correr a la casa del guardián o hacerle frente. Tiene la desgracia de que la fusta haya caído cerca de su mano. No puede ser tan osada para golpearte y, sin embargo, lo hace. Parece una mujer mucho más grande de lo que es cuando descarga el latigazo sobre tu cabeza. Parece dos mujeres: tu madre y ella misma, amancebadas en un solo cuerpo.
– ¡Hijo de puta! -grita-. ¡Hijo de puta! Te lanza una mirada de desprecio y corre en busca del alazán.
– Reina -decís. La voz te fluye clara, como recién lavada.
Luego dirás que no te acuerdas de lo que ha sucedido, y tal vez no te acuerdas, porque ¿a qué orden de la memoria pertenece la ráfaga de pasado que se repite en el presente? ¿Cómo explicar que antes hiciste muchas veces, infinitas veces, lo que vas a hacer ahora? Sacás con naturalidad el revólver de la funda que has colgado al cinturón, apuntás a la espalda de la mujer y apretás el gatillo. El tambor del Taurus gira, apenas, y otra bala se coloca en línea con el caño. La ves tropezar y caer, volver la cabeza hacia vos con incredulidad y aferrarse a la fusta, quizá para golpearte de nuevo.
– ¿Cómo, Camargo? -dice.
El pelo se le ha caído hacia uno de los lados de la cara. Los labios se abren y dejan ver, pálidas, las encías. La nuca queda al descubierto y distinguís el lunar que has besado tantas veces, latiendo suavemente. Pero ella ya no es ella: es un error que se ha desprendido de tu cuerpo.
– Reina -repetís.
Y descargás la segunda bala, ahora de cerca, sobre el lunar.
Ves al guardián y a una mujer salir de la casa, aferrándose las ropas y chillando como cerdos. Ves el disco blanco del sol en el cielo liquido y sentís que todo está bien, Camargo. Volvés a sentirte limpio como en el día que naciste, cuando todavía nadie te había abandonado.
Durante horas, vas a dar vueltas y vueltas en el coche por caminos yermos, en los que pacen algunas vacas. Quisieras llamar a Maestro para contarle lo que ha pasado y pedirle que ponga la noticia en la primera página de la edición de mañana. Será un escándalo y El Diario debe esmerarse en contar la historia mejor que nadie. Lo harás más tarde. Ahora te dejás caer en el silencio corno en las sábanas de tu infancia, vas por la corriente de la ternura que no tuviste, perdés el aliento entre las manos de nada que re acarician. El aire no se mueve. El calor del mediodía es tan cruel que ni siquiera zumban los insectos. Sin embargo, alguien canta, ¿m madre canta?: oís a tus espaldas una canción lejana, que llega quién sabe cómo, de dónde, y arde no en tus oídos sino en lo más hondo y perdido de vos, Camargo, en un lugar al que quisieras regresar y no puedes.