Brenda jamás deja nada librado al azar. La casa de San Isidro estará llena de invitados esa noche y lo mejor, ha dicho, es servir platos fríos. El verano ha vuelto a ser atroz en Buenos Aires, y quizá deba poner la mesa fuera, en la galería, pero sería imprudente exponer a Camargo, que no puede moverse de la silla y se niega a que la gente advierta su invalidez.
Ya durante las incomodidades del proceso por un homicidio del que no es culpable, como ahora todos lo admiten, se le presentaron los síntomas de una enfermedad rarísima, que los médicos diagnosticaron con nombres impronunciables: polineuritis idiopática aguda o polirradículoneuritis, a la que también se conoce como síndrome de Guillain Barré.
Camargo cree que tuvo un aviso de la infección durante el entierro del senador Valenti, cuando se le aflojaron de improviso los músculos de las piernas y Enzo Maestro debió sostenerlo para que no cayera, pero eso es imposible. El síndrome empezó como un catarro vulgar y, en medio de la noche, sin que nada lo hiciera presentir, Camargo quedó sin respiración y se le inmovilizó el lado izquierdo de la cara. Fue una suerte que Brenda hubiera regresado a Buenos Aires durante el proceso, convencida de su inocencia, y aceptara reanudar la vida matrimonial. Con su eficacia de siempre, llamó a la ambulancia y exigió que lo atendieran en la sala de terapia intensiva. De lo contrario, Camargo podría haber muerto de asfixia en el caserón vacío.
La enfermedad es imprevisible y algún día se retirará, silenciosa como vino. Cada vez que ataca, lo hace de manera aviesa, avanzando desde arriba hacia abajo del cuerpo, o a la inversa, y a veces quedándose por semanas o meses en algunas de las extremidades. Camargo, que al principio sentía una completa falta de tono muscular en los brazos, un día no pudo incorporarse, porque la debilidad había descendido a las piernas y al área abdominal. Simultáneamente perdió el control de los esfínteres, pero eso no lo inquieta tanto como la desaparición de su potencia sexual. La libido se le ha evaporado y, desde que el mal se le alojó en las piernas, tampoco tiene el menor asomo de una erección. Lo desespera la idea de que la gente se dé cuenta de su parálisis y haga conjeturas ominosas. Con el pretexto de que debe mantener activa la inteligencia, Brenda organiza reuniones frecuentes en la casa. Antes de que lleguen los invitados, lo sienta a la cabecera de la mesa y allí lo deja hasta que todos se retiran, atribuyendo la inmovilidad a un lumbago o a la fractura de un hueso. Sabe que, a espaldas de Camargo, la gente murmura sobre su disfunción sexual, pero a él lo tranquiliza recordándole que el síndrome puede ser pasajero y que un día todo volverá a la normalidad. En el fondo, sin embargo, disfruta llevándolo de un lado a otro y sintiendo su creciente dependencia. Cuando lo ve decaído, va al piano y toca piezas de Alkan y Gabriel Pauré.
Esa noche, Brenda se ha esmerado en la elección de los platos. Uno de los invitados es Enzo Maestro, que siempre la trató con delicadeza, sobre todo en vísperas del juicio por homicidio, cuando Camargo se negaba a recibirla. Ella le ha devuelto la cortesía convenciendo al marido que ceda la dirección de El Diario a su amigo leal. La decisión no podría haber sido más acertada: cuando se le dala gana, Camargo llama por teléfono y da órdenes sobre algún título de tapa, pero no quiere que lo consulten ni aun cuando las noticias son graves. Prefiere mantenerse a distancia del ajetreo cotidiano. Poco después del crimen, llamó a Maestro desde el hospital donde lo habían internado para protestar porque El Heraldo estaba informando sobre el caso con más rigor y más detalles que El Diario. «¿Tengo que estar yo ahí para que sepan lo que deben hacer?», le dijo. «¿Ya no tenés a nadie que cuente bien una historia de amor y de traición?» El incidente parece inverosímil, pero cualquiera que consulte los semanarios de aquella época verificará que es cierto.
Su inteligencia no ha perdido los reflejos geniales del pasado, pero la realidad ya no le interesa: sabe que las noticias de un día serán barridas por las noticias del siguiente, y que casi ninguna se detendrá en la memoria, porque también las tragedias del mundo están condenadas a morir tarde o temprano, como los seres vivos. Ahora prefiere pasar el tiempo en la sala de videos, junto a la galería de geranios, repasando en DVD las películas de Hitchcock, Fellini, Visconti y Buñuel que nunca había podido volver a ver. Una tarde juntó fuerzas y puso en el aparato La noche del cazador, de Charles Laughton, pero aunque desde el comienzo le siguió pareciendo una obra maestra, detuvo la proyección en la escena del sermón de Robert Mitchum sobre el Amor y el Odio, y arrojó el pequeño disco a la basura. A veces prefiere leer: no pasa por alto una sola novela de la joven literatura inglesa, en especial las de Ishiguro y McEwan, y se ha aficionado a los ensayos de un filósofo francés, Gilles Deleuze, suicida y desdichado como Louis Althusser, por cuya historia criminal siente tanta fascinación. A ratos perdidos, corrige las crónicas que piensa agregar a su libro ya clásico, El abandono.
Esa noche, Brenda ha decidido servir vichyssoise, la sopa helada de papas y puerros; un pavo asado con salsa de frambuesas, ensaladas, y la torta de hojaldre con jalea real que venden unos apicultores de San Isidro. Cuando la repostera lleva la torta, a mediodía, entrega también, de regalo, unos fragmentos de panal impregnados de miel espesa y
algo menos transparente que la común. Según ella, es la sustancia de la que se alimentan las reinas de la colmena: rebosa de proteínas, grasas, y unas hormonas imprecisas. «Por qué no prueba la miel con la cera, doctor Camargo?», lo incita la repostera. «Si las reinas toman de allí toda la fuerza que necesitan para volar muy alto, imagínese el efecto que podrían tener en usted, que es un príncipe.» Camargo no responde. Aunque siente repugnancia por esas misteriosas secreciones del abdomen de las abejas obreras, pide por la tarde que le lleven un trozo cualquiera de panal. Con una lupa, observa una por una las prodigiosas celdillas hexagonales, de paredes fragilísimas y sin embargo elásticas. Le gustaría descubrir, por azar, la larva de alguna reina en ciernes, para clavarle de inmediato un alfiler.
Esa noche no será feliz ni infeliz. La vida se le ha convertido ahora en una sucesión de indiferencias. Quizás algún día, si vuelve a caminar, pase un mes o dos junto al mar y empiece a escribir la novela que desde hace tiempo lleva en la cabeza. Quiere contar la historia de un cantante de voz absoluta, capaz de alcanzar todos los registros, al que una madre satánica, asistida por una tribu de gatos callejeros, le cierra todos los caminos para que sea quien es. Ha pensado que el cantante deberla llamarse casi como él, Carmona, y que el título de la novela podría ser La mano del amo, aunque esa idea, que le recuerda una etiqueta de discos para gramófonos, «La voz de su amo», tal vez se le haya ocurrido antes a otro escritor.
Una reflexión de Gilles Deleuze que ha leído en Diálogos lo estimula a tomar apuntes para su proyecto. Deleuze dice allí que la sustancia de toda novela, desde Chrétien de Troyes a Samuel Beckett, es un antihéroe: un ser absurdo, entraño y desorientado, que no cesa de errar de acá para allá, sordo y ciego. La definición le parece demasiado simple, tal vez porque es demasiado horizontal. Para él, una novela es una abeja reina que vuela hacia las alturas, a ciegas, apoderándose de todo lo que encuentra en su ascenso, sin piedad ni remordimiento, porque ha venido a este mundo sólo para ese vuelo. Volar hacia el vacío es su único orgullo, y también es su condena.