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Los editores volvieron de sus almuerzos sin la más leve luz sobre el suicidio de Valenti. Todas las fuentes estaban selladas, los hermanos del difunto no contestaban el teléfono, y nadie tenía el menor rastro de una carta final que quizá ni existía. Estaban desanimados y los estragos de la batalla se dibujaban en sus caras.

Camargo hizo rodar hacia atrás su sillón unos centímetros y puso los pies sobre el escritorio: su pose preferida para pensar. Necesitaba estrategias nuevas de investigación. O un golpe de dados que fecundara el azar. ¿Por qué no buscar al tipo que filmó el video? El video había llegado a manos del diputado opositor en un sobre anónimo, y los agentes de inteligencia del gobierno no habían conseguido rastrear al responsable. Quizás en la embajada de Estados Unidos supieran algo, pero si el video se había filtrado desde allí -como suponía Camargo-, nadie soltada la lengua. Los editores tomaban notas afanosas en sus libretas, y los televisores, a sus espaldas, repetían las mismas historias: soldados de la República Popular China entrando en Hong Kong, el culo de Salma Hayek, neumáticos cruzados en la ruta 9, cerrando el acceso a la ciudad de Salta.

Los sobresaltó el timbre del teléfono. Camargo había prohibido que le pasaran llamadas. Si era su mujer se lo haría pagar caro a las secretarias. «De San Pablo», le dijeron. Reconoció la voz lenta y grave de Antonio Pimenta Neves, director de Gazeta Mercantil a quien todos llamaban por el apellido, como a él. En Camargo sobrevivían aún las erres arrastradas de Tucumán, su provincia. También Pimenta pronunciaba las erres con acento caipira, con un dejo inglés.

– ¿Cuáles son los nombres del hijo mayor de tu presidente? -preguntó Pimenta, en perfecto castellano.

– Juan Manuel algo -dijo Camargo. Tapó la bocina del teléfono y pidió la información a los editores-. Juan Manuel Facundo.

– Si nació en 1975, entonces es el mismo.

– ¿El mismo qué?

– Ese chico tiene acá una empresa de importación y exportación que se llama Rosa de los Libres. Es un sello de goma para lavar dinero. Hace tres días depositó siete millones cien mil dólares a nombre de la empresa en la sucursal de un banco de Singapur. Ayer quiso transferir cinco millones a otro banco, en Uruguay, y la operación se está demorando. Anoche salió a festejar y gastó una pequeña fortuna. ¿Qué te parece?

– Joya -celebró Camargo-. Supongo que el número de la cuenta es reservado.

– No -dijo Pimenta-. Tengo una copia del depósito y fotos de la orgía. También hay una lista del directorio de la empresa: el chico es presidente, dos primos son los vicepresidentes, uno de los tíos maternos es el síndico. Te voy a mandar todo por Internet.

– ¿Gazeta va a dar la información?

– Claro, mañana. Pero no con títulos tan grandes como van a darla ustedes.

– Te debo una cena en San Pablo o en Buenos Aires.

– Vas a deberme más que eso.

Camargo ordenó a los editores que olvidaran las fotos. No quería golpes bajos que deslucieran la inesperada historia del depósito bancario. Tres cronistas salieron volando a confirmar lo que Pimenta Neves les había dicho. Y aunque era improbable que el presidente replicara en persona, sus voceros no podrían quedarse callados. Cuando las imágenes empezaron a llegar desde Brasil, Camargo advirtió que la información sería irrefutable: estaban no sólo el cheque del depósito con la firma infantil de Juan Manuel Facundo, el estado de la cuenta, la boleta con la orden de transferencia al Uruguay y las elocuentes imágenes de la orgía, sino también varias poses del chico, captadas por las cámaras del banco, mientras hacía las transacciones en la oficina del gerente. Enzo Maestro llamaría de un momento a otro para detener ese aluvión. Va a izar la bandera blanca antes de las seis, pronosticó Camargo.

Fue un poco más tarde. A las seis y cuarto oyó en el teléfono la voz áspera, hosticlass="underline"

– ¿Ustedes ya no tienen escrúpulos? Conspiran contra la democracia, se meten con la familia del presidente. El gobierno espera críticas sanas, no periodismo amarillo.

Con todos los ases en la mano, Camargo no tenía por qué perder la calma.

– Cuestión de adjetivos -dijo-. No hay crítica sana. Hay sólo críticas sucias o limpias. La nuestra es tan clara que a lo mejor te parece insultante, Maestro. Detrás de cada palabra que vamos a publicar hay pruebas y testigos.

– Es mejor que tengas razón. Vas a darle al presidente el disgusto de su vida. Cuando se lo conté, se le aguaron los ojos. Conociéndolo como lo conozco, sé que te va a llevar a juicio por calumnias, Camargo. Está frenético.

– Si yo fuera su amigo, le aconsejaría que no lo haga.

– No sos su amigo porque no querés. ¿Cómo podés tener estómago para publicar todas las canalladas que me han repetido tus periodistas?

– No voy a publicar todo lo que tengo, Maestro. Sólo una parte. Decile a tu jefe que no me obligue a publicar lo peor.

– ¿Lo estás amenazando? Entonces, querés la guerra.

– No quiero la guerra ni la paz. Ni aspiro siquiera a que se haga justicia. Mi ambición no va tan lejos. Sólo quiero que la gente sepa, como yo, que algo huele a podrido en Buenos Aires.

Se sintió aliviado. De pronto, recordó que no se había despedido de las mellizas y pidió a las secretarias que las llamaran, para no tropezar de nuevo con la voz quejumbrosa de Brenda. ¿Qué clase de vida era su vida, atada a los teléfonos? ¿Sabría su vida alguna vez abrir los brazos a la felicidad y a la desdicha? El escritorio era una fronda enloquecida de papeles y maquetas, pero siempre se las arreglaba para que el portarretratos de las hijas creara un oasis limpio frente a él. Apenas las había visto aprender a caminar, a hablar, a leer. Apenas las había visto y, sin embargo, eran el único amor que tenía. Le preocupaba la más débil de las dos, Ángela, que un par de semanas antes había caído en cama con una fiebre rebelde y un dolor de huesos que no la dejaba en paz. Se había vuelto de pronto melancólica y huidiza. Así sonó en el teléfono, como una niña desamparada. Tenía trece años y parecía de diez.

– ¿Vas a venir a Michigan?, -le preguntó. No tuvo corazón para decirle que no.

A eso de las siete, en lo peor del trajín, apareció en su pantalla la necrología de Mitchum. La había olvidado por completo. Jamás leía ese tipo de información, menos aún en los días de tormenta, pero antes de ir al entierro había ordenado que se la mostraran y ahora sentía una curiosidad incómoda como un presagio. Aquella chica tan etérea y a la vez tan terrena. Le pareció raro que sólo pudiera evocar sus formas pero no su cara: la silueta de un espectro en el espejo.

Los primeros párrafos no estaban nada mal y fluían con tanta naturalidad que el lector avanzaba sin darse cuenta al párrafo siguiente. Había en ella una conciencia del lenguaje de la que carecían los periodistas más presuntuosos y mejor pagados. Empezaba con una evocación de la infancia huérfana de Mitchum en Bridgeport, enumeraba después los extravagantes oficios de su juventud -matón de cabaret, promotor de astrólogos-, y describía con un par de trazos certeros las siete semanas infamantes de cárcel en Los Ángeles por fumar marihuana, luego de haber sido candidato al Oscar. A Mitchum lo había desvelado siempre el problema del Mal, decía Reina. Era un calvinista en busca de personajes detestables como los de Cape Fear y Encrucijada de odios, interesado en demostrar cuán imposible era para Dios salvar a sus criaturas más ciegas. Reina dedicaba veinte líneas desafinadas, en el centro de la necrología, a comentar La noche del cazador, en la que el difunto había desplegado todos los registros de su complejo arte. Camargo las leyó con alarma. Esas líneas confirmaban sus presentimientos.