– No todos. Mitchum no leía a los valentinianos. Era Laughton.
– ¿Charles Laughton?
Al decirlo, se le subió la sangre a la cara.
– El director de la película. En esa época, los actores podían improvisar muy poco durante la filmación. 1955. No tenés la más pálida idea de lo que era Hollywood en esos tiempos.
– Me confundí, entonces -admitió la chica. Pero no se disculpó.
– Tu nombre, Reina, ¿de dónde sale?
– De mi abuela materna. Era brasileña. Se llamaba Regina Maria da Gloria. A mí casi me ponen Reina Isabel. Se contuvieron justo a tiempo.
– ¿Creés de verdad que Jesús tenía un hermano gemelo?
– Cómo voy a saberlo. No sé. Todo es posible. Apenas sé quiénes eran los valentinianos. Leí mal, ya le dije.
– Tengo que cortar esos párrafos, Reina. El diario nunca publica necrologías tan largas.
– ¿Por qué esos párrafos, justamente? Son lo mejor del artículo. Si quiere, los corrijo y digo que la idea era de Laughton.
– No. Hoy es un día difícil. No le llamé para discutir.
– ¿Me puedo ir, entonces?
La luz de los televisores subrayaba el contorno de lo que ella era, o de lo que Camargo quería que fuera. Podía adivinar los muslos firmes debajo del blue jean, la ondulación de los pechos, la suavidad del vello de los brazos. Parecía que la silueta fuera un acuario y el cuerpo navegara dentro de ella, esquivo. Y su manera de mover las palabras de un lado para otro: eso sí era inesperado. No sabía que la inteligencia de las mujeres pudiera ser escurridiza como los peces.
– Alguna vez fui critico de cine, Reina. He leído decenas de notas sobre Mitchum. La tuya no está mal, pero casi todo lo que escribiste no le interesa a nadie. La gente compra los diarios para enterarse en dos minutos de lo que pasa. No quiere perder el tiempo con los detalles. Con eso de los mesías gemelos te fuiste por las ramas.
– No es así, no es así. Si quiere, alguna vez lo hablamos. Un día menos difícil que hoy.
– Fue difícil. Ya no lo es más. Ahora tengo hambre. Podemos seguir con el tema mientras cenamos en alguna parte.
– ¿Fuera de acá?
– Claro. En cualquier parte, no importa dónde, fuera de este mundo.
– Mire la pinta que tengo. Mejor me arreglo un poco y lo encuentro donde usted decida. ¿A qué hora?
– A las diez. Dejales tu teléfono a las secretarias. Ellas después te avisan cuál es el restaurante.
En la cara de Reina no se reflejó ninguna emoción. Los grandes ojos negros estaban muy abiertos pero vacíos, como los de una vaca que ha viajado días en la tiniebla de un vagón y llega de pronto a un campo desconocido.
Salvo cuando lo acometían dolores en la cadera como los de aquella mañana, Camargo se sentía joven. No le parecía que su cuerpo fuera menos radiante que cuando jugaba al fútbol en la universidad y, aunque los músculos estaban algo flojos y caídos, aún le gustaba exhibir en la playa los bíceps y el pecho rotundo. Sacó el Cohiba que escondía en el escritorio y, luego de despuntarlo, lo encendió. Lo iluminó la felicidad de ser él mismo. Todavía era joven y acaso una sola mujer fuera poco para él. Necesitaba una mujer que fuera cien mujeres, bandadas de tiernas mujeres que lo alumbraran como octubre, soles de mujeres en las que nunca se posara la noche.
Cuando le llevaron la información de la primera página, la corrigió con displicencia. No dudó al elegir el titulo principal. Era fáciclass="underline" El hijo del presidente depositó una fortuna en un banco de Brasil. Un título sensacionalista, como Maestro temía. Subido de tono y verdadero para quien creyera que siete millones eran una fortuna. Aquellas pocas palabras develarían, sin duda, la punta del ovillo de la corrupción: el contrabando de armas, la razón del suicidio de Valenti, las valijas henchidas de dinero que el presidente hacía entrar por Ezeiza, las conexiones con los narcos de Cali, las pústulas de la pobre patria. Siempre tenías razón, Camargo, ése era tu orgullo máximo: no equivocarte cuando todos se equivocaban. Le vino a la memoria una canción de los años sesenta:
Eso no era para él, jamás sería: había nacido a salvo del error. Cualquier cosa podía pasar al día siguiente, y para todo estaba preparado. Para todo, menos para lo que finalmente sucedió.
Tres
Una pasión brasileña
El domingo 20 de agosto, a las dos y media de la tarde, Antonio Marcos Pimenta Neves, de 63 años, asesinó de dos balazos a Sandra Gomide, de 32 Ambos trabajaban en el mismo diario y habían sido amantes durante tres años. Desde hacía meses, Sandra quería romper la relación, pero el obsesivo Pimenta, enfermo de desesperación y de despecho, no se lo permitía. Imaginaba que ella se había enamorado de otro hombre más joven, y para sorprenderla, abría el correo de su computadora, la perseguía -ciego de celos- en automóviles que iba estrellando por las calles, vigilaba las sombras de su casa por las noches, como james Stewart en La ventana indiscreta.
Contado de esa manera, el crimen parece uno de tantos. No lo es. Pimenta Neves era uno de los periodistas más poderosos de Brasil. De modales cautos, formales, reflexivos, nadie habría dicho que era capaz de una pasión violenta.
Fue un erudito crítico de cine en el diario Ultima Hora; luego, en los años de la dictadura militar, trabajó como jefe de redacción de Folha de Sao Paulo y director de Folha da Tarde. Su esposa había nacido en los Estados Unidos y se mudó con ella a Washington en 1974, como corresponsal de periódicos paulistas. Allí se hizo notorio por su altivez y por su extremo orgullo. Cierta vez, durante un almuerzo de la prensa extranjera con representantes del Partido Republicano, uno de éstos comentó, al pasar, que los periodistas sudamericanos viajaban y comían siempre a expensas de sus fuentes. Pimenta Neves se levantó en silencio de la mesa y pagó la cuenta completa, que ascendía a setecientos ochenta dólares. Luego regresó y se la arrojó en la cara al que lo había ofendido. En el desplante disipó la mitad de su salario mensual
A mediados de los años ochenta fue nombrado consejero principal para asuntos públicos en el Banco Mundial y en 1995, ya separado de su esposa y con dos hijas mellizas, regresó a San Pablo para dirigir la redacción de Gazeta Mercantil, el diario económico más prestigioso de Brasil En octubre de 1997 fue contratado, con ese mismo cargo, por O Estado de Sao Paulo.
Su carácter se había agriado entonces. La soledad o el poder-o acaso una combinación de esos sentimientos- lo tomaron despótico y arrogante. Creía que todo era posible, y creía también que nada le debía ser negado.
En algún momento de 1997 se enamoró de Sandra Gomide, editora de la sección Empresas amp; Negocios en Gazeta Mercantil; cuando pasó a O Estado se la llevó consigo. En pocos meses, Sandra vivió ascensos de vértigo. Su salario de redactora especial, mil dólares, subió casi cinco veces. Era una mujer llamativa y sensual y, al parecer, no menos altanera que Pimenta. Desde la infancia la llamaban Bambi, por sus movimientos cautelosos y elegantes, que recordaban los de un ciervo. Estaba haciendo estudios de posgrado en el Instituto de Investigaciones de San Pablo y sus artículos sobre las fusiones en las empresas brasileñas de aviación fueron citados por toda la prensa del país a comienzos de año.
Algo debía de andar mal entre ella y su protector porque hace un par de meses, en una reunión de editores de O Estado, Pimenta se quejó de que Sandra estaba descuidando su trabajo y anunció que le había pedido la renuncia. En la redacción del diario vieron al director investigando en el correo privado de la computadora de Sandra para leer los mensajes que ella habría recibido de un empresario ecuatoriano, del cual -creía Pimenta, acaso sin razón- la joven estaba enamorada. Inició entonces una persecución tenaz: llamó a los directores de todos los medios de información, en San Pablo y en Río de Janeiro, y les pidió que rechazaran a Sandra cuando fuera en busca de empleo. La acusó de recibir coimas de una empresa de aviación y de mentir a sus jefes.