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Pocos meses después, mientras releía Los hijos del capitán Grant de Julio Verne, encontró en el segundo tomo una carta que la madre le había dejado. Se notaba, por la letra, que estaba muy apurada: «Gatito, no aguanto más en esta casa. Perdoname. Sé que vas a estar bien. Adiós». Estuvo a punto de mostrársela al padre, pero tuvo miedo de que se la quitara. La escondió en una costura del pantalón, pero el día que lavaron toda la ropa en agua caliente, la carta se deshizo.

El único lugar donde la madre podía haberse ocultado era Buenos Aires, porque la ciudad era un espejo interminable donde las vidas se confundían y se repetían. Camargo tenía quince años cuando Radio del Pueblo contrató al padre para que hiciera los efectos sonoros de El León de Francia, que copiaba las aventuras del Zorro. Un domingo de invierno, luego de vender los pocos muebles que les quedaban, cruzaron en un tren que se llamaba El Tucumano los desiertos de Santiago del Estero y las salinas de Córdoba, y llegaron a Buenos Aires a medianoche. La radio mandó a la estación de Retiro un coche de plaza con la orden de que los paseara por las calles del centro antes de llevados a la pensión. Los edificios estaban iluminados y debajo de la tierra se oía el rugido de los trenes. La gente cruzaba las calles riendo y comiendo porciones de pizza, y algunas avenidas caían en pendiente hacia las oscuridades del río. Era de noche pero la luz fluía de todas las ventanas con tanta intensidad que a Camargo le pareció que el sol saldría en cualquier momento.

La pieza que la radio alquiló para ellos, cerca de Retiro, había sido la enfermería para las apestadas de un viejo burdel. En el mismo espacio de seis metros por ocho se amontonaban una litera de dos pisos, una tina que servía tanto para bañarse como para lavar los platos y un hornillo Primus que despedía un olor infernal a kerosén. Abajo vivían unas mujeres que iban y venían todas las tardes por los pasillos con batas transparentes y estelas de perfumes ácidos que atraían a las ratas. Daban fiestas casi a diario, con la música a todo volumen, y la única vez que Camargo se atrevió a protestar las mujeres se le rieron en la cara. Una de ellas golpeó esa noche a su puerta para que le cuidara el hijo, y se lo entregó descalzo y en camisón. Al amanecer siguiente se lo llevó dormido, y regresó por la tarde con la bata desprendida, con la intención de pagarle el servicio, pero a Camargo se le quitaron las ganas apenas vio que tenía unos lunares blancuzcos de sarna en el vello de la entrepierna.

En aquellos años no le importaba otra cosa que crecer y avanzar rápido en la escuela para poder vivir lejos del padre. Estudiaba en las bibliotecas yen las plazas, y así tardó cuatro altos en completar los cinco del secundario y otros cuatro en dar los exámenes y escribir la tesis de la licenciatura en Letras.

No se perdía una sola función de los cineclubes y aprendió francés para leer los ensayos arbitrarios de André Bazin en Cahiers du Cinema. En uno de los debates que los socios del club Gente de Cine tenían a medianoche se lució tanto defendiendo el lenguaje austero de Viaje a Italia, la película en la que Roberto Rossellini empezó a desenamorarse de Ingrid Bergman, que le permitieron escribir lo que quisiera en la revista mensual de la institución. Publicó un par de ensayos sobre el efecto letal que Estados Unidos había ejercido en la obra de directores como René Clair, Jean Renoir y Fritz Lang. El artículo que le cambió la vida fue un ditirambo sobre Senso, de Luchino Visconti. Llamó tanto la atención de un editor de El Diario que le ofrecieron un escritorio en la redacción, un seguro de salud y un sueldo de mil seiscientos pesos, casi lo mismo que ganaba el padre en el radioteatro de Nené Cascallar. Ahora parecen inverosímiles esas historias de buena suene, pero en aquellos tiempos el viejo periodismo había sido pervertido por años de censura y los editores andaban a la caza de jóvenes con talento que oxigenaran la sangre de las redacciones.

Desde que llegó a El Diario lo benefició el azar. El critico de teatro se enfermó de hepatitis y esa misma tarde se murió Sacha Guitry. Como la noticia fue recibida a última hora, cuando la redacción estaba vacía, le preguntaron a Camargo si se animaba a escribir la necrología. Esas oportunidades jamás se daban dos veces. Con tenacidad, con aplicación, pasó una hora en el archivo de datos y salió de allí con una elegía de quinientas palabras que describía a Guitry como un dramaturgo tan pasado de moda que todos lo creían muerto hacía ya mucho tiempo. Camargo insinuaba que, tal vez por eso mismo, el difunto era un sosías o un simulador, y en ese ardid se cifraba el único acto inmortal del Guitry verdadero. El artículo le gustó tanto al director del diario que a la semana siguiente le permitió redactar las criticas de las comedias de Marivaux que el Theatre National Populaire había llevado a Buenos Aires. Camargo las adornó con observaciones agudas sobre los laberintos de amor que se tejían en la corte de Luis XV y sostuvo que la historia de la Revolución Francesa debería reescribirse a partir de esas comedias.

Jamás un crítico profesional se había ocupado de algo más que del estreno del día, pero a Camargo le sobraban tiempo y energía para otras hazañas. Llevaba la imagen de la madre clavada en la cabeza. La credencial del diario le abría las puertas de hospitales, hospicios y asilos de viejos, y durante semanas los recorrió uno por uno, buscando a una mujer de cincuenta altos con delantal tableado y guantes de goma. Más de una vez creyó que la había encontrado. En esos casos, pasaba horas averiguando si habían sido enfermeras en un hospital de tuberculosos o habían tenido un hijo al que llamaban Gatito. Muchas de ellas ya se habían olvidado de todo, hasta de lo que se hacía para recordar. Aun así, Camargo no perdía la esperanza de que una de esas mujeres volviera hacia él la cara azorada, tarde o temprano, y le echara los brazos al cuello preguntándole: «Garito, por qué no viniste a buscarme antes?».

(G. M Camargo publicó una serie de cinco reportajes sobre los hospicios de ancianas en El Diario de Buenos Aires. Salieron entre un lunes y un viernes de octubre y revelaron por primera vez la extrema corrupción de los administradores. La alimentación de las ancianas no llegaba a un promedio diario de ochocientas calorías, dormían en colchones sin sábanas ni frazadas, disponían de un solo baño para poblaciones de sesenta personas, los dispensarios carecían de algodones, vendas, desinfectantes, analgésicos, y si una in

terna cala enferma, quedaba abandonada en su camastro y debía levantarse para procurar su propia comida. Ni hablar de las defecaciones y orinas regadas por todas partes. El tercero y el quinto de los reportajes aparecieron en la primera página del diario y fueron luego reunidos en un libro, El abandono, que se convirtió en un clásico y fue usado en las escuelas de periodismo, junto con Operación Masacre y el Manual de español urgente de la agencia EFE.)

Aun después de agotar la búsqueda de indicios en asilos y hospitales, de revisar listas y listas de cadáveres no identificados en la morgue y en los cementerios, y de estudiar los censos de las villas de emergencia y la nómina de ancianas que habían servido en los conventos, Camargo no quiso darse por vencido. Los diarios se armaban todavía en planchas de plomo y faltaban dos décadas para que se difundiera el uso de las computadoras. Había que tener entonces una paciencia de iluminista medieval para adivinar las biografías escondidas detrás de cada nombre y para comparar las fotos de los archivos con los torpes dibujos de la memoria. O inmovilizarse, como Camargo, en la ciénaga de una idea fija. No lo acobardó la infinitud de los desengaños. Llevaba ya una serie larga de fracasos cuando se le dio por imaginar que, después de todo, tal vez la madre se había mantenido fiel a las costumbres burguesas y que debía vivir, casada o viuda, en alguna casa modesta de Palermo. Recorrió todas las calles de una punta a la otra: Gorriti, Guatemala, Fitz Roy, Armenia, Soria. Visitó los mercados de carnes y hortalizas alrededor de un triángulo verde que en esos tiempos se llamaba la esquina de Serrano o de Racedo y que después sería la placita Julio Cortázar, investigó los conventillos de fotógrafos de la calle Gurruchaga y los clubes masones de la calle Uriarte. Pensaba que la vería en cualquier momento tomando el fresco en la vereda y hablando con las vecinas. Más de una vez, cuando la noche se le venía encima, buscaba refugio en un bodegón que se las daba de francés y al que, cuando la hora de la cena languidecía, iban cayendo cantantes de tango a los que se les había marchitado la voz y que entretenían a los clientes rezagados por un guiso de lentejas y un vaso de whisky Criadores. Se sentaba junto a la ventana para ver pasar a la madre. Alguna vez lo alumbraría el relámpago de los guantes y sabría que era ella.

Fue aquel bodegón el primer sitio que se le vino a la cabeza cuando invitó a comer a Reina Remis para seguir discutiendo la necrología de Robert Mitchum. Era un martes y no habría nadie, pero igual ordenó a las secretarias que le reservaran una mesa debajo de la escalera de caracol que estaba en el centro y dieran la dirección a Remis por teléfono.