– Tenían ya todo preparado -dijo Reina, sin volverse-, hasta el libreto meloso que está leyendo el locutor.
– Qué te parece: somos un país moribundo y ahora estamos perdiendo el tiempo con esta comedia.
El helicóptero se desplazó entre campos de alfalfa y remolinos de polvo, sobrevoló una costra de casas chatas y desoladas, y se detuvo primero en la estación de ferrocarril vacía, luego en una plaza cuadrada e insulsa, a cuyos costados pasaban viejas carretas y automóviles desvencijados. «Ésta es una tierra sagrada», dijo el locutor. «Una tierra predestinada a la gloria. Hay más de tres mil indios pampas afincados en las chacras feraces que el general Bartolomé Mitre donó hace ciento cuarenta años. A tres kilómetros de la plaza que estamos viendo ahora, en una estancia llamada La Unión, nació en 1919 una de las figuras cumbres del pasado argentino: Eva Perón, Evita, la abanderada de los humildes. Acá Evita aprendió a caminar, a leer y escribir, acá conoció las injusticias del mundo. En la escuela de tres aulas que ven ustedes a la derecha, Evita cursó los dos primeros grados, antes de que la familia se mudara a Junín. Toda esta historia es simbólica, ¿verdad? Nuestro presidente, iluminado por la visión sobrenatural de Jesucristo, ha venido a rezar por el bienestar del pueblo argentino en el mismo lugar donde Evita Perón inició su vida de gloria y de martirio…»
– Quítele ya el sonido, doctor Camargo -dijo Reina-. Revuelve el estómago. ¿Oyó cuando hablaban de chacras feraces? ¿Usted fue allí alguna vez? ¿Vio lo que es eso? Seis leguas cuadradas de tierra arenosa, cortada por pantanos. Casi no hay ganado. A los treinta años, los indios parecen de setenta.
El helicóptero siguió su marcha hacia el monasterio, que dibujaba un cuadrado perfecto alrededor de un espacio sembrado de flores. El ala superior, donde se alzaba la iglesia, extendía su línea unos veinte metros hacia la izquierda, en una construcción de ventanas altas donde tal vez estaba el refectorio. El ala derecha se prolongaba hacia abajo otros veinte metros, para dar cabida a las celdas de los monjes más nuevos. Reina estudió el conjunto con cuidado. Suponía que, después de los rezos de Vísperas, había una procesión y que la figurilla de la virgen negra desfilaría bajo palio.
Camargo estudió con optimismo la información que le llevaron del archivo. Sí, algo se podría hacer. La dama protectora había muerto, era verdad, pero una de las hijas retenía aún sus privilegios originales y todos los años entregaba a los monjes donaciones generosas. Camargo no tenía idea de la clase de ayuda que iba a pedirle cuando la llamó por teléfono. Ahora vamos a empezar nuestras lecciones de improvisar, le dijo a Reina con una voz lenta y dubitativa que desentonaba con su cara entusiasta.
Tuvo la suerte de que la dama estuviera en Buenos Aires y de que también a ella le pareciera escandaloso el manoseo político de Jesucristo. Conozco al abad, dijo. Es un hombre santo y, por eso mismo, es un inocente. No entiendo cómo pudo haber caído en semejante trampa. Sí, claro, voy a dar toda la ayuda que esté en mis manos, pero de ningún modo puedo trasladarme a Los Toldos. Imagínese, doctor Camargo. Son cinco horas de viaje en medio de esta sequía. No sé si usted conoce el casco de mi estancia en la Azotea de Carranza, a seis kilómetros del convento. Ahora tengo sólo dos sirvientes en esa casa y nunca se abren las ventanas de los cuartos hasta mediados de noviembre. Si a sus enviados no les importan las incomodidades pueden hospedarse ahí, no tengo el menor problema. Tal vez ni siquiera haya agua caliente para bañarse. Ah, pero si es una mujer la que viaja me facilita las cosas. Puedo llamar al abad por teléfono y decirle que se trata de una prima devota de la virgen negra que acaba de llegar de Europa. Y que la ubique en los reclinatorios de la familia, por supuesto. Para que estemos más seguros, voy a escribir una carta, ¿le parece? En una hora, sí, todo va a estar arreglado en menos de una hora.
– Así son las cosas, Reina -dijo Camargo-. A veces los sacrificios de la inteligencia valen menos que un golpe de suerte.
– Voy a vestirme para la ocasión, entonces.
– Vestido negro, faldas debajo de la rodilla, mantilla negra. Tenés la ventaja de que el presidente no te conoce. Tampoco te va a quitar el ojo de encima. Se debe estar aburriendo y vas a ser la única mujer que ve en dos días. Es un tipo voraz, como sabés.
– Si se pone baboso, no lo voy a desalentar. Ojalá suelte la lengua.
Las pantallas mostraron una doble fila de peregrinos que daba vueltas por la gran plaza frente a la basílica de Luján con velas encendidas. En un extremo, junto a los ómnibus de turismo, Camargo reconoció el camión de la obra social que los había llevado. A cada instante el gobierno añadía una nueva pista a su circo místico, una acrobacia inesperada. Algunos de los peregrinos avanzaban de rodillas, otros inclinaban las velas para que el sebo ardiente les quemara las manos. La plaza se había llenado de vendedores ambulantes que ofrecían ramitas falsas del limonero de Olivos mojadas en agua bendita.
– Reina -dijo Camargo, con una dulzura que le pareció ajena-. Tenés que salir ya. Si hay el menor inconveniente, llamó a mi celular. Llamó de todas maneras.
Anotó el número en un papel amarillo. Ella se levantó y los bordes suaves de su cuerpo quedaron subrayados por la luz de las pantallas. Vaya a saber qué hay debajo de esa ropa barata, se dijo Camargo. Vaya a saber qué hay dentro de esa mujer.
Cinco
Tanto tiempo ha estado contemplando el cuerpo desnudo de la mujer que la luz ya se ha movido de lugar y la miel transparente de la tarde se ha convertido en oscuridad cerrada. Todos los sonidos se han retirado y sólo queda el vaivén de sus entrañas, el temblor eléctrico de su respiración. A veces, cuando ella se pone de costado, su garganta deja escapar un ronquido animal que desafina con la nobleza de su expresión: tal vez una de esas quejas atávicas que las mujeres pierden en el pasado y que regresan cuando menos se las espera. Ahora que contempla el cuerpo a su gusto, que ella está desnuda y a la intemperie de su mirada, puede examinar sin apuro los huesos de la pelvis y de las costillas, las tibiezas cóncavas que se abren al pie de esos arrecifes, y descender hacia el abdomen resistente, trabajado en los gimnasios, hasta alcanzar los muslos, más delgados de lo que se supondría cuando ella se sienta, y en los que hay senderos húmedos, sumisos al tacto.
La mujer duerme con la boca abierta y, si él le acerca una lámpara, puede admirar su lengua rosada. Le es imposible resistir entonces la tentación de llevar las manos a la otra lengua, la minúscula y tierna lengua o campana que reposa entre los otros labios, se ve a sí mismo tanteando las honduras de la medusa, apartando las matas húmedas, moviéndose a ciegas por ese campo en el que quisiera sembrar su escritura, su sed de tantos días. Le aparta las piernas sin destreza, eso se ve en la imagen, y la acaricia, hunde la nariz y la lengua en aquel cuenco ardiente del que jamás se sacia, acaricia los pezones erectos y desconcertados en los que se dibujan papilas, mínimos cráteres, lunares recién creados por su tacto, y aunque la pantalla delata las desarmonías de su propio cuerpo flácido, no puede contener un suspiro de triunfo. Por fin ahora la mujer le pertenece por completo, la docilidad del cuerpo dormido es otra señal de su poder, podría hacer lo que quisiera con ella, y más de una vez ha sentido la tentación de tatuarla, de herirla, de inscribir en su carne alguna marca indeleble que indique cuántas veces él ha pasado por allí, cuántas veces podría volver si se le diera la gana para contemplarla como lo que es, un objeto.
Hay tanto peso de realidad en la imagen, que sus sentidos parecen haberse desplazado otra vez al cuarto de la calle Reconquista en vez de que darse con él en la sala de videos de la casa de San Isidro, junto a la galería de geranios. Cada vez tiene menos deseos de volver a este lugar. Los salones se suceden interminables, la soledad funeraria del dormitorio le quita el sueño, y si no fuera porque tiene a la mujer atrapada en su cámara, si no pudiera reproducirla cada vez que se le da la gana en el televisor de cuarenta y dos pulgadas, traerla hacia sí o acercarse a los pliegues de ese cuerpo que le pertenece cada vez más, a las axilas, a las suaves lomas y hondonadas de la entrepierna, mientras la oye respirar infinitamente, infinitamente, porque ha logrado que los seis canales de audio sigan emitiendo la respiración de la mujer cuando él congela la imagen o la agranda, si no pudiera internarse en los laberintos del pelo como un guardabosque sin brújula, si su imagen mil veces multiplicada no estuviera siempre a su alcance, entonces se habría marchado ya de la casa.
Ha volado un par de veces a Chicago y a Traverse City para ver a Ángela, que languidece en un altar de transfusiones; a su lado se alzan, como velas de ofrenda, los frascos de medicamentos y las ampollas inyectables de nombres injuriosos que no quisiera recordar y sin embargo recuerda a cada instante: citarabina, vincristina, ciclosfamida, prednisona, mercaptopurina. Se ha quedado sólo unas horas a la cabecera de la cama sintiendo que, cuando él está lejos, la mujer se le escabulle: necesitaría saber ya mismo en qué trajines anda o sentarse ante un televisor y, por lo menos, poseer su imagen. Pero en Chicago y Traverse City no tiene un solo minuto de soledad. Los editores del diario lo llaman diez o doce veces por día, y Brenda, la ex esposa, lo acecha con su mirada de cordero fingiendo que nada ve, nada le importa. ”Me duelen los huesos, papá”, le dice Ángela, y también sus huesos le duelen y se estremecen por la avidez con que quisiera abrazar a la mujer dormida, infundirle su ciego deseo, oler los vapores sutiles que están huyendo de las grietas de su cuerpo, ah, suspira la mujer, ah, se encorva al menor desliz de su tacto, y él recoge con la lengua sedienta el balbuceo con que ella está llamándolo, nueve mil kilómetros al sur de este lago donde la noche cae y su hija se muere.