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El relato aumentó las ventas de El Diario y desató un sinfín de polémicas entre los lectores. Otra vez Sicardi llamó a Reina para anunciarle que le duplicaban el sueldo: la empresa quería disuadir así a las radios y canales de televisión que seguían tentándola con ofertas fastuosas. Habían pasado apenas dos años desde el incidente en el monasterio de Los Toldos y ya era una de las diez personas mejor pagadas de la redacción. El Diario (o Camargo, daba igual) le había asignado un equipo propio, que incluía al resignado Insiarte y a otros dos cronistas impacientes por alcanzar la misma gloria rápida de la jefa. Reina se aficionó a dar órdenes. Jamás había pensado que ese ejercicio pudiera ser tan placentero, y lo perfeccionaba volviéndose cada día más implacable y exigente. Adoptó la costumbre de poner los pies sobre el escritorio y reclinar el asiento hacia atrás, como Camargo, sosteniendo la nuca con las manos. Algunos pensaban que era una parodia, pero Reina lo hacía sin pensar, creyendo que ese gesto desaliñado indicaba un cierto poder, de la misma manera que había fumado cigarrillos a los quince años para sentirse adulta.

Pasaron el invierno y el comienzo de la primavera sin que ella regresara a la casa de los geranios, en San Isidro. No la extrañaba, y tampoco extrañaba la vida infeliz que había compartido con Camargo, pero a la vez la perturbaba la soledad de sus dos cuartos en la calle Humberto Primo, donde había ido acumulando ropa, libros, computadoras y equipos de música con los que tropezaba a cada paso. Decidió al fin alquilar un departamento más amplio, en un barrio menos bohemio y apartado que San Telmo. Fue a ver covachas oscuras, con ventanas que daban a patios internos de ventilación y cocinas con escamas de grasa centenaria, por las que se pedían depósitos altísimos porque los inquilinos se quedaban cuatro, seis meses sin pagar, y luego resistían el desalojo.

Una mañana se le ocurrió que tal vez fuera mejor comprar algo. Buenos Aires estaba llena de balcones con letreros de venta, los préstamos hipotecarios eran fáciles para las personas de ingresos fijos y, si no encontraba un departamento nuevo a su gusto, podría reformar algún otro, abriendo ventanas y derribando paredes. Necesitaba cartas de El Diario para empezar los trámites y cuando se las pidió a Sicardi intuyó que había dado un paso fataclass="underline" Camargo lo sabría al instante. Durante meses se había mantenido lejos de él. Ahora, la interrogaría. Lo que para otros eran azares simples de la vida para ella podían volverse puertas del infierno.

No se equivocó. Después de la reunión de editores de la tarde, el director le pidió que se quedara en su despacho un momento más. Repitió punto por punto el ritual con el que la había recibido al volver de la Azotea de Carranza: ordenó que nadie lo molestara, ofreció café y apagó los televisores del despacho, en los que un momento antes se había visto al viejo George Bush descender de un avión privado en el aeropuerto militar de la ciudad, mientras el presidente penitente, en los últimos días de su mandato, lo saludaba enarbolando un palo de golf.

– No puedo dejar de pensar en vos, Reina -le dijo.

– ¿Por qué? ¿Ya no tenés a quien golpear?

Quería ser cínica y brutal, aunque a él nada le hacía daño. Tampoco esta vez cambió su expresión de niño desconcertado.

– Ah, Reina, Reina, qué rencorosa sos. Aquel día, en Washington… ¿Tenemos que hablar de ese día? Me enceguecí, me volví otro. Puedo soportar lo que sea pero no soporto que me tengan lástima.

– No era lástima, Camargo. Sólo quería abrazarte.

– Ya sé. Si conocieras mi vida sabrías por qué me pongo a la defensiva.

– Deberías habérmela contado antes de golpearme.

En algún lugar tengo que poner todo ese rencor, se dijo Camargo. En algún lugar, algún día. Ella no ha permitido que la domen, y ya tiene más de treinta y dos años.

– Estuviste sola todos estos meses, amp;o?: metida de cabeza en el trabajo.

– Lo sabrás mejor que yo. ¿O has dejado de vigilarme?

– Te estás convirtiendo en una gran periodista, Reina.

– Supongo que no me hiciste quedar después de la reunión para decirme eso. Ya me lo dijo Sicardi, gracias. Hago mi trabajo. Esto es todo lo que tengo y a lo mejor también es todo lo que soy.

– Te llamé para decirte que voy a contratar a Enzo Maestro. Sos la primera que lo sabe.

¿Maestro? Es un hijo de puta, un buchón de este gobierno podrido. ¿Lo

vas a contratar después de todo lo que nos jodió?

– El gobierno está podrido, él no. Tiene el defecto de la lealtad, y lo exagera. Le lamía los zapatos al presidente. Ahora va a lamer los míos.

– Vos sabrás lo que haces. Lo único que quiero es que no se meta conmigo.

– Va a coordinar a todos los editores, Reina. Es un buen tipo. Tenés la mala costumbre de juzgar a la gente antes de conocerla.

– Como te parezca. Voy a pensar adónde me puedo ir cuando también este diario empiece a corromperse. ¿Eso es todo?

– No -dijo él. Encendió, nervioso, los televisores, donde se vieron ráfagas del juego de golf entre el presidente penitente y el viejo Bush, y los apagó al instante. No, repitió.

– ¿Qué, entonces? -Una vez me prometiste que me acompañarías a ver a mi padre. Tengo que ir mañana. No quiero estar solo.

– Tu padre. ¿Vas a manipularme ahora con tus sentimientos filiales? -el tono de Reina era implacable-. ¿Y tu hija? ¿Fuiste a visitarla alguna vez?

– Está mejor, Reina. Parece que la enfermedad se ha retirado o ha remitido, no sé cómo se dice. La vi el mes pasado, cuando pasé por Chicago. Habría querido que las dos vengan y se queden conmigo, Ángela y Diana. No quieren o no pueden. Van a la escuela allá. Están felices en un mundo que no es el mío.

– Brenda ha de ser una buena madre.

– Tal vez. Ya salió la sentencia del divorcio, ate lo dijo Sicardi? Brenda se quedó con todo el dinero que yo tenía en los Estados Unidos, los bonos al portador, los plazos fijos. Sólo me ha dejado la casa de San Isidro. Para qué quiero un lugar tan grande.

– Podrías mudarte. Yo estoy por mudarme. -Ya sé. Sicardi me cuenta todo.

– Otro delator. Hay tantos cerca tuyo que van a terminar tragándote. Buchones.

– No lo hizo con mala intención. Lo hizo porque sabe que te puedo conseguir un departamento nuevo por la mitad de lo que te costaría uno más chico y más viejo.

– Sí, pero yo te debería un favor. Y no quiero.

– El diario te debe favores a vos. El diario haría los arreglos.

– El diario o vos: es lo mismo. No, gracias.

– Pensalo, Reina. Nadie re va a pedir nada a cambio.

Los años le han caído encima, se dijo ella. La desgracia y la soledad o las tormentas que lo afligen por dentro y de las que él no sabe cómo defenderse, todo eso lo envejece. Pero yo no puedo hacer nada, nadie puede. Lleva ya tanto tiempo haciéndose mal que no sabe cómo detenerse. El mal no va a separarse de él, y es insaciable.

– ¿A qué hora es, entonces, el encuentro con tu padre? -concedió Reina.

– Puedo ir a las nueve o a las diez. Está despierto desde que amanece. ¿Paso a buscarte?

– No. Decime dónde. Voy por mi cuenta.

Era un edificio presuntuoso y sucio detrás de lo que había sido alguna vez el Mercado de Abasto. La calle estaba sombreada por árboles espesos y a la vez raquíticos: ejemplares que aún guardaban memoria de su antigua fortaleza y que sin embargo estaban al borde de la ruina y el fin. Así era todo alrededor: casas de altas verjas y patios con muros de hiedra y mujeres que lavaban la vereda, y bares con olor a cerveza fermentada donde alguien había cantado tangos alguna vez, hasta que todo había decaído y terminado. Se alzaba un sol candente, blanco, y sin embargo la calle estaba en penumbra, coma si el sol la desdeñara.

Lo vio desde la esquina, esperándola junto a la entrada. Estaba con un traje claro y una corbata violeta, que tal vez fuera brillante pero que el lugar desteñía. También de lejos exhalaba fuerza e imperio, aunque el índice de la mano derecha rascara siempre una ceja, pensativo, y él mismo pareciera estar en otra parte, lejos de allí, tal vez en el punto donde ella estaba ahora, con un vestido demasiado ligero y sandalias: casi desnuda.