A veces, en la redacción, se comunicaban a través de esos intríngulis para que las secretarias y los editores no entendieran lo que estaban diciéndose. «¿Flineamos a la Caleta?», le preguntó Camargo a fines de enero, cuando la invitó a Washington, donde un informante iba a explicarle la estrategia confidencial que el Fondo Monetario pensaba aplicar en la Argentina para cobrar una deuda de catástrofe. «¿Vrané?», quiso saber ella. «Camargo», dijo Camargo, porque esa palabra también significaba mañana.
Se alojaron en el mismo hotel de la calle M que tan malos recuerdos les traía. Reina creyó que iba a suceder otro desastre cuando oyó que les asignaban un cuarto idéntico en el mismo piso, pero Camargo la sentó en los sillones del vestíbulo apenas la camarera los dejó solos y le dijo que, aunque él no tuviera los veinte años menos que habría querido, ya era hora de que ella aceptara la fatalidad de que se casarían tarde o temprano. Durante todo el viaje la trató con una delicadeza tan extrema que parecía de mentira. La llevó a ver un programa doble de películas viejas que daban en un cine de la avenida Pennsylvania, le compró un collar de esmeraldas en la joyería de Georgetown a la que Grace Kelly le había encomendado la diadema de su casamiento, le prometió felicidad eterna ante las caídas de agua de la National Gallery y no quiso aprobar dos de los títulos principales del diario antes de que ella diera también su parecer. A Reina la conmovió tanto esa voluntad de enmienda que no se atrevió a decirle «Tendrías que ir a verla hoy mismo» cuando Brenda volvió a llamarlo por teléfono para decirle que Ángela sufría una hemorragia interna en pleno cuarto ciclo de la quimioterapia. Estaban sólo a dos horas de Chicago y esa mañana había no menos de cuatro vuelos desde los aeropuertos de la capital. «No puedo, Brenda», le oyó decir. «No te das cuenta que no puedo?» Al colgar, se volvió hacia Reina y le pidió, con cara inocente, que se abrigara bien porque iban a pasar la tarde en el zoológico.
A ella no le quedaba tiempo sino para las investigaciones del diario y para Camargo. No sólo fue perdiendo las pocas amigas que había tenido -ninguna soportaba los malos humores de él ni su extraña certeza de que el mundo estaba siempre debiéndole algo-¿ la urgencia con que vivía hizo que también se perdiera a sí misma. Hacia fines del verano descubrió que sus modales eran idénticos a los de Camargo: sólo le faltaba pasearse por la redacción a las diez de la mañana perfumada con su agua de colonia. Se quejaba de los asistentes y esperaba que Insiarte le diera la espalda para imitar su andar patizambo.
Eran semanas apacibles en Buenos Aires, y Reina se aburría. El presidente penitente había dejado el poder, después de un vano intento por hacerse reelegir, y el sucesor era un hombre previsible, que se movía sin brújula por los laberintos del poder, al que los periodistas le adivinaban las respuestas antes de hacerle las preguntas. El equipo de Investigaciones Especiales alcanzó un par de éxitos al descubrir que la anterior ministro de Medio Ambiente contrabandeaba nutrias a las peleterías japonesas y que su padre estaba vendiendo tierras en la Patagonia para que se usaran como basureros nucleares.
Para escapar del marasmo, viajó sola a Madrid en busca de datos sobre la quiebra de una compañía de aviación. Camargo se le apareció de sorpresa una noche en el hotel Palace, cuando ya estaba dormida, y al día siguiente la llevó a ver las salas de Dalí en el museo Reina Sofía, a pasear por el parque del Retiro y a comprarse un abrigo en El Corte Inglés. Esa noche se esfumó tan sigilosamente como había llegado. Desde un avión que iba a Londres la llamó para disculparse por haberla dejado plantada a la hora de la cena.
De pronto, Reina empezó a sentir unas enloquecedoras punzadas en la cabeza cada vez que iba a pasar la noche en la casa de geranios. Pensaba que sería el polen, o el olor a podredumbre que llegaba del río, o el vapor sulfúrico que despedían las cagadas de pájaros en el jardín. Ni una sola vez se le ocurrió que podía ser el tedio de las horas hipnóticas que pasaba junto a Camargo ante el televisor de la casa, y el desgano que se le escurría por todo el cuerpo cuando iban a la cama. No podía decir que lo amaba menos, porque sus sentimientos seguían sin tener forma ni medida; sólo se atrevía a decir -sólo a veces, sólo así misma-que cuando estaba lejos no lo extrañaba y cuando lo tenía cerca no concebía el modo de separarse.
Una tarde, Enzo Maestro llamó a la puerta de vidrio que ahora establecía una frontera entre la redacción y el escritorio de Reina. Ella estudiaba las fotos de la gran mezquita de la Roca en Jerusalén, publicadas por la revista National Geographic, y se había detenido en dos inscripciones desafiantes, tomadas del Corán, que eran una carta de batalla contra el cristianismo: Alabado sea Dios, que no concibió hijo alguno y tampoco tiene igual; Allah es Dios, el Eterno: no fue engendrado ni tiene par.
Durante algunas semanas Reina había sentido el ingreso de Enzo a El Diario como un agravio personal. No podía perdonar sus años de servidumbre a un gobernante corrupto ni su celo policial en el monasterio de Los Toldos. Aunque Camargo lo defendiera por su lealtad, a ella le parecía que un cómplice es tan repugnante como el criminal que lo alquila. Reconocía, sin embargo, que desde la llegada de Maestro, se respiraba en El Diario un aire más vivo, más-cómo decirlo?-atlético. En la primera página aparecían de vez en cuando relatos sobre pueblos que desaparecían bajo las aguas o sobre partos de mujeres en los basurales: era más osado que Camargo y, para su sorpresa, más sensible también a las desgracias de la gente.
– ¿Conocés la mezquita, Reina? -le preguntó.
– Nunca estuve en Jerusalén -dijo ella, melancólica-. Siempre quise.
– Es la primera construcción islámica fuera de Arabia. Los ejércitos del Profeta ocuparon Jerusalén cinco años después de su muerte, pero la mezquita esperó media siglo. El califa Abú al Malik ordenó que fuera una declaración de guerra contra Jesucristo. Dios no engendró ningún hijo, se lee en la cúpula. ¿Creés eso?
– Si hay un solo Dios no puede haber un hijo -dijo ella.
– Tal vez haya una hija, ¿no?
– Sería lo mismo.
– La historia, sin embargo, está llena de hijos de Dios.
– Soberbios, fanáticos. El extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios.
– En alguna parte he leído eso.
– Fue en un informe de Inteligencia del Estado, estoy segura. Me revisaron el departamento de arriba abajo, me robaron papeles, plata en efectivo, calzones. Yo había escrito esa frase. Ahí la leíste, entre mis despojos.
– Deberías escribirla otra vez.
– Ya lo hice. No habrás venido por eso, ¿no?
– No. He venido a salvarte de la nada. Es verano, el gobierno sigue dormido, este país es un desierto. ¿Has oído hablar de la zona de despeje, en Colombia?
– Soy periodista, se supone. He oído. Un territorio del tamaño de Suiza, gobernado por guerrilleros.
– Uno de mis amigos edita un semanario en Bogotá. Le han ofrecido una entrevista con los dos jefes de la guerrilla, Tirofijo y el Mono Jojoy, pero no quieren dársela a él solo. Le piden que haya además diarios de Venezuela y de la Argentina, vaya a saber por qué. Si estás de acuerdo, podríamos mandar a Insiarte.
– Es demasiado hueso para que se lo coma un perro tan chico. Preferiría ir yo.
– Me lo imaginaba. Es peligroso.
– No tengo nada que perder.
– Camargo se va a negar -dijo Maestro, socarrón.
¿Le anunciás vos que me voy de viaje? ¿O preferís que lo haga yo?
Reina salió hacia Bogotá dos días más tarde y al tercero Llegó a San Vicente del Caguán, la polvorienta aldea desde la que se abrían los senderos de la guerrilla. Jamás había visitado un lugar tan inhóspito ni creía que existiera otro igual en el mundo. El aire denso olía a cloaca y lo cruzaban nubes de moscas gordas e inquietas. Caía un sol tan incandescente que sólo por milagro la sangre no entraba en ebullición. La primera noche, en el hotel donde Reina y sus compañeros se alojaban por designio de los guerrilleros, ella sudó tanto que se levantó antes del amanecer a exprimir las sábanas empapadas. No podía dormir más y salió a tomar el fresco al porche de la entrada. Germán, el editor bogotano, estaba allí meciéndose en una hamaca y fumando con serenidad, como silo hiciera dormido. Apenas la vio, le ofreció un sitio a su lado para que se tendiera. Reina lo hizo sin vacilar. Sentía una confianza instintiva en él, la certeza súbita de que el mundo podía empezar y acabar en su cuerpo anguloso, de huesos demasiado grandes y unos ojos tan azules que casi se podía ver lo que había al otro lado. Era una hora de silencio unánime en la aldea, porque ya el último borracho se había desmayado en la última taberna, y Germán le enseñó a distinguir los sonidos de la selva cercana, donde los monos aullaban como lobos y los papagayos reían como hienas. Esa tarde, mientras esperaban al guía que iba a llevarlos al campamento de Tirofijo, bailaron los vallenatos del Dúo de Dos en un salón de fiestas que se llamaba La Perdición, y salieron a beber cerveza con un enano de circo que le ofreció a Reina sus dientes de oro por una sola noche de amor. Después, ella y Germán caminaron hacia el hotel por la calle principal, donde los vendedores de arepas y frutas tropicales estaban recogiendo sus tiendas entre perros que se perseguían para fornicar y de pronto quedaban inválidos y lastimeros, pegados por las ventosas del coito. Al toparse con el río Caguán se dieron cuenta de que habían equivocado el camino y desandaron unas cuadras tomados de la mano con naturalidad, como si fueran amigos de muchos años, aunque Reina sintió que Germán se estremecía cada vez que los dedos cambiaban de posición y que el roce de las palmas, aun sudadas y pringosas, tenía una intensidad sexual que antes jamás había sentido.