La osadía de la mujer no tiene límites. Después del episodio del bar se ha declarado enferma y ha faltado tres días a sus obligaciones en El Diario. A cualquier otro redactor le habrías enviado un médico para que lo devuelva al trabajo, pero con ella debés ser cauteloso. Si la examinara el médico, te acusaría de haberla golpeado, omitiendo de mala fe todas las razones que te llevaron a ese arrebato. Es taimada y, mientras no la acoses, se callará la boca. Pero cuando ella misma decide que ya se ha curado, urde una treta que te toma de sorpresa. Antes de la reunión de editores se ha presentado en la oficina de Enzo Maestro y le ha dicho que tiene un testigo insólito en el caso del contrabando de armas: un coronel, resentido porque no le pagaron la comisión que le correspondía en la venta de ocho mil fusiles de combate y diez millones de proyectiles. Al salir de una entrevista con el primo del presidente penitente, el coronel fue detenido por venta ilegal de drogas. Era falso, por supuesto, pero a la vez innegable: seis kilos de cocaína fueron encontrados en un jarrón de su casa. Una falla en el procedimiento judicial lo rescató de la cárcel y al día siguiente el coronel estaba lejos de la Argentina. En algunas de las operaciones de contrabando había servido como intermediario, y tenía copias de los cheques pagados por traficantes serbios al cuñado y al hijo del penitente. Ofrecía los documentos a cambio de que El Diario publicara su versión de los hechos. Era preciso ir a buscarlos a Caracas, donde el abogado del coronel esperaría a Reina -sólo a ella: al menos eso le dijo a Enzo- en el aeropuerto.
Maestro es astuto como J. Edgar Hoover, maniobrero como Kissinger, cínico como Fouché, pero por las mañanas, cuando aún no ha terminado de digerir las glotonerías de la noche, puede ser cándido como Rudolf Hess. Ha cometido el error de autorizar la expedición de Reina pero la lealtad lo mueve a preguntarte si estás de acuerdo antes de ordenar la compra de los pasajes.
– ¿Esa mujer quiere viajar de nuevo? -le has dicho, reteniendo apenas la furia-. No, Maestro, cómo se te ocurre. Estamos perdiendo el tiempo. Ya ves que nuestras denuncias no tienen ningún efecto. Los jueces van a seguir absolviendo a esos mafiosos. Deberías saberlo mejor que nadie. Vos inventaste la pólvora y ahora no reconoces ni los fuegos artificiales.
– Querés decir que no publiquemos una línea más sobre el contrabando? ¿Que dejemos sin pan ni circo a veinte mil lectores que nos compran sólo por eso?
– Tampoco te vayás al otro extremo. Sólo te digo que a esa mujer, Remis, hay que hacerla trabajar acá. Se está aficionando al turismo.
– En este caso tiene que ir ella o nadie.
– Entonces nadie -dijiste.
A la mañana siguiente, la obcecada mujer ha dejado una nota sobre el escritorio de Maestro, informándole que irá de todas maneras a Caracas. Se ha protegido con habilidad de las sanciones que le podría imponer Sicardi: usará -dice en la nota- los cinco días de franco que Maestro le prometió a su regreso de Colombia, costeará el pasaje y los gastos de hotel con su dinero, y entregará a El Diario los documentos que ha ido a buscar, más el relato de la investigación. Son libres ustedes de publicarlos o no, concede con arrogancia.
Le has ordenado a Sicardi que la detenga por cualquier medio en el aeropuerto, pero la mujer no ha tomado ninguno de los vuelos regulares a Caracas. Suponés entonces que ha salido temprano, rumba a Montevideo. Tiene una cita desesperada con el amante, estás seguro. Ha ido otra vez a que le vierta su estiércol. Desde acá podés oír la impaciencia de su sexo.
Es esa desesperación por huir de vos la que te induce a tomar el control de su cuerpo desnudo filmándola en secreto. Mientras la contemplés en el televisor de San Isidro, a tamaño natural, podrás ir amansándola, atrayéndola. No hay materia duradera en las apariencias del mundo, pero la voluntad del yo puede rehacer la materia, enseñarle el camino de la sumisión. Al apropiarte de su imagen, también poseés su cuerpo: ésa es una de las sabidurías remotas que los seres humanos han desaprendido.
Sicardi te ha entregado las llaves de su departamento y, la primera vez que lo visitás, te sorprende que la mujer disponga de tanto tiempo libre para escribir textos que nada tienen que ver con El Diario. Le pagás una fortuna para que trabaje con dedicación exclusiva y, aun así, cada vez que puede distrae su energía escribiendo relatos de pocas líneas, poemas -en algunos de los cuales entrevés la envidia que te tiene, el afán con que siempre quiso ocupar tu lugar: esa mierdica, esa nulidad que tanto te ha costado educar y refinar-, y unas cincuenta páginas de apuntes para el ensayo sobre los Mesías gemelos que la obsesionan.
Has fotocopiado algunas de las páginas que la mujer había dejado ya impresas sobre el escritorio. Algunos de sus descubrimientos re sorprenden. Según ella, hay cinco milagros que suceden dos veces en los evangelios sinópticos, sin cambio alguno: la multiplicación de los panes y de los peces, la caminata sobre el mar después de haber calmado una tempestad, y tres curaciones inexplicables: la del ciego cuyos ojos son untados con saliva, la del hijo del funcionario o criado de un centurión al que se le devuelve la salud sin mirarlo ni tocarlo, y la del poseído cuyos demonios se refugian en el cuerpo de unos cerdos. Jesús hizo esos prodigios en Galilea y su gemelo Simón en Damasco, acaso al mismo tiempo. Para que los de Simón desaparecieran de toda memoria, los evangelistas los adjudicaron a Jesús, sin preocuparse por las repeticiones. El hijo de Dios podía morir infinitas veces en la cruz y también expulsar infinitamente al demonio de un mismo cuerpo. La pregunta retórica que aparecía al final de aquellas cincuenta páginas de ese texto vuelve a vos como un estribillo: «Predicarían los dos el mismo sermón acaso, invocando uno al Padre y el otro a la Madre Eterna?.
Si no fuera por la forma artera en que la mujer te traiciona ni siquiera habrías pensado en Momir. Ahora que has vuelto a ver su canino único despegándose casi de las encías violáceas y la sombra de unas escaras despuntándole detrás de las orejas, a pesar de que su aspecto es todavía saludable, estás seguro de que Momir encarna el mal que la mujer ya se ha infligido a sí misma, la podredumbre en que ella se solaza y que ha tratado de esparcir cuando se metió en tu cama.
En el primer articulo que publica en El Diario al regresar de Caracas se te entrega atada de pies y manos, sellando su destrucción. A pesar de la malicia con que lee todo lo que debe editar, Maestro no ha detectado el fraude. Vos sí. El segundo párrafo deja escapar, como de paso, la frase delatora: «El coronel durmió como un bendito en la primera clase de Fleet Air durante el vuelo entre San Pablo y Maiquetía». La inútil mención de la línea aérea enciende al instante cu suspicacia. Ordenes a Sicardi que llame al gerente de Fleet Air y averigüe si extendió un pasaje de cortesía a nombre de Reina Remis. Tus sospechas se confirman. Ella no sólo mendigó el pasaje: también prometió mencionar en el diario al generoso donante.
¿Ahora qué te ha quedado de ella, Camargo? Mirás dentro de vos y sólo ves un horizonte de asco, un río de escorias que irás secando poco a poco. Vas a permitir que la mujer relaje sus costumbres durante una semana y, de paso, que siga delatándose en sus artículos. Tal como has previsto, la mención a Fleet Air reaparece en la segunda entrega de su insulsa entrevista al coronel. Mientras tanto, Sicardi ha verificado que llama al amante desde los teléfonos del diario. A la traición suma la estafa. Cuando la mujer acude a Maestro para que le autorice un viaje más, a Rió de Janeiro, su descaro te colma la paciencia. Vas a retenerla ahora sólo un par de días, exigiéndole que escriba sobre la crisis ministerial y sobre la segura renuncia del vicepresidente. Sus artículos van a ser desastrosos, porque harás que Sicardi la humille hasta secarle el lenguaje, que le ajuste el garrote al cuello y estrangule su orgullo.
Antes de que la mujer se siente a escribir, el jefe de personal la llamará para reprenderla. Eso debe suceder alrededor de las nueve, en el momento de tensión extrema, sobre el filo del cierre. Poco después, agitado, el pobre perro fiel correrá a tu oficina para contar lo que ha sucedido. Lo verás inflamado, exultante. Como la sevicia le aflora siempre en la nariz, van a brotarle dos forúnculos nuevos. Sicardi habrá grabado el diálogo y te entregara tanto el casete como la transcripción, con una diligencia que siempre se adelanta a tus ansiedades: