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Inyectar el fenobarbital en los cartones de jugo te toma veinte o veinticinco minutos: más de lo que has calculado. A través de la ventana descubrís al asistente de Sicardi, que va y viene desde un viejo restaurante inglés, ahora en decadencia, hasta una casa de numismática, donde la calle Corrientes cae en declive. A Momir lo has perdido de vista: ha de estar esperándote junto a la entrada de la casa de la mujer, desalentado ya, creyendo que nunca volverá a su aldea, cerca de Pranjani.

Los hechos son ahora tan rápidos que ni siquiera recordarás que los has vivido. Cuando el enviado de Sicardi te entrega el sobre con los documentos, les echás un rápido vistazo y advertís que pasarán fácilmente los controles de Migración. También están en orden los pasajes que permitirán a Momir y su compañera salir rumbo a Santiago de Chile, al día siguiente, y desde allí a Belgrado, con escalas en Miami, Madrid y Roma. Al volver hacia el departamento te retiene un escrúpulo: ¿dónde entregarás al sin techo lo que le has prometido? El mejor sitio, sin duda, es el ascensor del edificio de la mujer. Casi nadie lo usa, y allí no hay riesgo de que te vean. Momir es desconfiado, un gato de albañal, y vacila antes de seguirte.

– ¿Ya todo? -pregunta.

– Todo. Pero aún tenemos algunos puntos que aclarar -le indicás, por señas.

Mientras el ascensor va del primer piso al último y regresa, ponés en manos de Momir el pasaporte de la compañera y el pasaje que está a su nombre: Witold Witkiewicz, así se llama ahora. El tufo del sin techo es intolerable: quién sabe por cuánto tiempo quedará flotando en el ascensor, denso, tóxico. Las manos, callosas, tienen capas geológicas de mugre. Deberías acostumbrarte a la hediondez. Convivirás horas con ella esta noche.

Momir se inquieta cuando recibe los documentos. El pasaporte para una y el pasaje para otro son inútiles por sí solos. Así no era el trato, te dice, o suponés que te dice. Así son todos los tratos, le respondés: voy a darte el resto cuando cumplas con tu parte.

– Cómo puedo estar seguro? -replica en su media lengua.

– Ahora te estoy entregando mucho a cambio de nada -le decís-. Lo que tenés en las manos vale diez mil dólares. Es la prueba de que cono en vos. Lo menos que podes hacer es confiar en mí.

Todas las esperas son más largas que el tiempo real, pero la de aquella tarde te parece interminable. A las siete las calles ya están vacías y se alza un viento de tormenta. De a ratos, acudís a los celulares para seguir a tus personajes. El vicepresidente ha renunciado -te cuenta Enzo-, tal como preveías, y Remis está con él, en la casa donde prepara una última declaración contra los corruptos. Hay una atmósfera de duelo y de derrota: el presidente, como de costumbre, ha titubeado ante la renuncia de su escolta: primero la rechaza, luego le ofrece dádivas, embajadas, el control del servicio de inteligencia, y finalmente se resigna a que lo abandone. Quiero que esa mujer regrese al diario no antes de las nueve, le ordenás a Maestro. Quiero que escriba una crónica detallada de todo lo que ha visto: un relato al que reservarás tres columnas sin firma en la tercera página. Pero antes, en cuanto llegue, Sicardi la llamará para reprocharle el arreglo vicioso que hizo con Fleet Air, preparándola para el despido. ¿No será mejor que esperemos hasta mañana?, te pregunta Enzo. Tal como está el país, echarla es un despilfarro de talento. Siempre vas a ser el mismo, Maestro, le decís. Te vas a pasar la vida protegiendo a los corruptos y a los traidores.

Aunque en la ventana de enfrente sólo hay oscuridad y vacío, vas con frecuencia al telescopio Bushnell y ajustás la mira. Volvés a oír el cuarteto en re mayor de Franck pero de pronto, cuando irrumpe de nuevo el scherzo, tu humor cambia de la melancolía a la tragedia: dejás que re envuelva ahora la Gran Fuga de Beethoven, cuyas variaciones y ritmos matemáticos vas salmodiando tantas veces que ya no sabrías discernir si la música ha nacido de vos o si la has aprendido esa noche en la que todo te pertenece, Camargo. Ni siquiera Dios podría mover de su quicio tantos destinos como los que están ahora en tus manos.

Una última llamada a Maestro te advierte que la mujer ha salido ya del diario, sin duda hacia su departamento. A eso de las diez, mientras aún verificaba algunos detalles de su crónica -«Un trabajo irreprochable, Camargo. Permitime que no despida a Remis todavía: dejame darle una segunda oportunidad,,-, ella ha pedido una cena fría. Después, mientras esperaba la aprobación de Maestro, ha llamado a un servicio de taxis: Dijo que iba a la calle Reconquista. Es ahí donde vive, ¿no es cierto?

La verás llegar de un momento a otro: demolida por las tensiones del largo día y sin embargo impaciente por el encuentro con su amante. Sólo faltan setenta y dos horas, ha de pensar ella. Setenta y dos horas: le torcerás el cuello a ese deseo, le romperás las piernas y los ojos.

Momir y la mujer han tendido hace largo rato los jergones debajo del balcón curvo de la tintorería. Fingen dormir, pero no creés que lo hagan: ellos también han puesto su destino en tus manos. Si el hombre actúa tal como vas a pedirle, mañana a esta hora ya estará volando con la mujer sin dientes rumbo a Belgrado.

Todo sucede tal como lo has previsto. La realidad nunca se te subleva, pero hay en ella intensidades que no debés descuidar. Si asoma alguna rebeldía en Momir, ya sabés cómo remediarla: bajo la manga de tu saco, sujeta por un tirante, llevás a tu alcance una navaja infalible. Más vale que no intente algún ardid porque vas a matarlo sin asco. Nadie lo echará de menos y la canalla que lo acompaña se cuidará de quejarse. Tampoco a la mujer de enfrente le has dejado margen para que se defienda: su destino está sellado y nada lo va a cambiar.

A través del telescopio, la ves moverse como si obedeciera el libreto que has escrito. Se desviste con esa morosidad de geisha que aún enciende tu deseo, se descalza, se quita la falda y ensaya, la muy puta, un desperezo sensual ante el espejo. Da un salto inesperado, abre la puerta de la heladera y bebe un largo sorbo del cartón de jugo que estaba abierto, en el que has vertido casi tres gramos de fenobarbital. Tal vez haya sentido alguna aspereza en el paladar porque la ves examinar con desconfianza la fecha de vencimiento en el borde superior del cartón y arrojarlo a la basura. Al invadir el torrente sanguíneo, la droga le acentúa la sed. Abre el cartón de jugo de manzana, llena un vaso, observa al trasluz la transparencia del líquido y, satisfecha al fin, bebe con avidez. El efecto del fenobarbital es más rápido ahora que la vez anterior. La mujer se tambalea, va hacia la cama, y se deja caer en ella con la blusa puesta. Aún mareada, vacila. Trata de encender la computadora que está a pocos pasos, quizá porque espera un mensaje del amante, pero los músculos se le aletargan y pierden fuerza. Ahora va a dormir un día o dos, sin controlar sus nervios ni sus esfínteres. Cuando todo termine, antes de salir de allí, vas a obligarla a beber un vaso de agua, para que no se deshidrate. Si lo vomita, no será tu culpa.

Aun antes de cruzar la calle, desde el vestíbulo mismo de tu edificio, ves que la compañera de Momir está acechándote, con los incisivos afilados. Njegov passaporto, te dice, imperativa. Querrá ver el documento de su amigo, pero no vas a mostrárselo. Sus uñas son largas, afiladas. Te lo podría arrebatar. Ksnije, le respondés: más tarde. Voy a cumplir mis promesas, le das a entender. Voy a ser implacable si tu amigo no las cumple. Llamaré a la policía, le decís: haré que ustedes dos se pudran en la cárcel. U redu, admite la mujer al fin. «De acuerdo.» Desdeñosa, te vuelve la espalda y despierta a Momir con delicadeza.

No podes darte cuenta de si él está lúcido o bajo el efecto de alguna droga cuando entran al cuarto de la mujer. En el ascensor se ha movido con torpeza, enredado todavía en los telares del sueño. Después, más allá del corto pasillo de acceso, la luz del velador le hiere los ojos y, cuando alza las manos para cubrírselos, ves que tiene las pupilas dilatadas. Le has encarecido una y otra vez que se mantenga ágil y alerta para la misión de esa noche. Le has ordenado que no beba y, si es posible, que tampoco se llene el estómago de la podredumbre que sirven en los refugios de caridad. Le has dicho: «Cuando todo termine, podrás hacer lo que quieras, Momir. Podrás hartarte de alcohol, de cocaína. Vas a ser dueño de tu cuerpo. Pero sólo una sola vez, sólo esta noche, voy a necesitar lo que aún te queda de inteligencia, de fuerza, de salud». Lo que le has pedido es apenas un destello de su estropeada naturaleza: le has pedido un brote de su indecencia, de la vida que él mismo ha echado a perder. Y a cambio le has ofrecido la vuelta a casa. Es algo que no se mide en pasaportes ni en pasajes sino en algo mucho más suticlass="underline" en sentimientos perdidos que se dejan caer dentro del ser tal /como fueron alguna vez, tan nítidos como esos dibujos que aparecen en los cuadernos cuando los niños van humedeciendo los contornos con sus dedos. Cualquier otro pagaría por hacer el servicio que estás pidiendo y te enfurece, cada vez que lo piensas, la hostilidad con que la sin techo ha exigido su parte. Njegov pasa, passaporto, qué audacia.