Si no fuera porque en verdad re conviene que la pareja se esfume, la dejarlas plantada. Ya ves qué poco celo ha puesto Momir en obedecer tus órdenes: va de un lado a otro con pesadez, con los sentidos muertos. Los seres como él deberían ser borrados de la Tierra: utilizados para la servidumbre y luego aniquilados. Te vienen a la memoria los últimos versos de un poema de Luis Cernuda que tal vez hayan nacido de una indignación gemela de la tuya: Alguna vez deseó uno / que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así cortársela. / Tal vez exageraba: si sólo fuera una cucaracha, y aplastarla.
Nada quisieras tanto como acabar con Momir, pero aún lo necesitas. Aunque le has explicado hasta el cansancio lo que debe hacer, volvés a repetírselo por señas, mientras desvestís a la mujer y la exponés a su lascivia.
No te cuesta el menor trabajo quitarle la blusa y las medias, y colgarlas prolijamente sobre una silla. El corpiño está sujeto con un par de broches que se desprenden con facilidad. Volvés a observar los pechos menudos, inconsistentes, sin que desaten dentro de vos la misma felicidad de otras veces. Se han vuelto ponzoñosos y perversos desde que los dedos del otro hombre los han mancillado, y ya no significan lo mismo. Es extraño cómo algo que amas puede invertir por completo, y de manera súbita, el significado que tu deseo le daba. Al despojarla de los calzones advertís que la mujer se ha depilado ese mismo día: aún se le nota una ligera irritación en las ingles, recortando el vello del pubis. ¿Cómo se las ha arreglado para hacerlo? Le impusiste un ritmo férreo de trabajo, para que tuviera ocupado cada minuto del día, y sin embargo ya ves: ha logrado escabullirse. Tenés que reprocharle a Maestro ese desliz. Si está ocupándose de su aspecto con tanto detalle, es porque el amante la obsesiona. Quién sabe todo lo que hace para seducirlo, a qué clase de ardores se entrega con él después de habértelos negado a vos.
A Momir no se le mueve un pelo ante esa desnudez que tantas veces te ha dejado sin aliento. Sigue allí, de pie, con la mandíbula perdida y la mirada en ninguna parte. Te indigna. Ah, cómo te indigna todo. La imaginas en brazos del imbécil que se hartó de ella en la selva, en Caracas y en Temuco: la bebió, la devoró, entró en su cuerpo como le dio la gana. Ya que la mujer te ha traicionado con ese sexo que ahora está delante de vos, inerme, no vas a permitir que nada en ella quede sin mancillar ni herir, nada de esa sangre sin infectar. ¿Acaso ha tenido compasión de vos al infectarte el alma? ¿Qué estás esperando, entonces? Llevas las manos de Momir hacia los pechos de la mujer y le ordenás que los acaricie. Así, así, despacio, los pezones, le decís. Y fastidiado ya por tantos rodeos inútiles, le indicás por señas que se desvista.
Con una indiferencia que no habías imaginado, Momir se despoja de los harapos. El hedor inunda el cuarto. La mujer, sin duda, no lo excita. Trata de decir algo y sólo le brota un balbuceo triste, impropio de su rudeza: Meni je teiko, Ali znam da je tebi teje. ¿Vas a echarte atrás ahora?, le preguntás. No, te responde, con su castellano rústico: esto es difícil para mí, pero sé que es todavía más difícil para vos.
Querrías que todo hubiera terminado ya. No vas a oír una palabra más, no vas a calmar ninguno de los escrúpulos de ese hombre. Creíste que ibas a vigilar paso por paso todo lo que Momir hiciera, pero ya hasta la curiosidad se ha desprendido de tu ser, o el ser se ha desprendido de la curiosidad. Te encerrás en el armario donde están las ropas de la mujer, Camargo, te dejás caer entre la dulzura de sus lencerías, el perfume acre de sus botas de montar, aspiras sus zapatos, el ceñidor de sus medias, el fresco olor a tarde de sus sábanas, vas apoderándote de todas las huellas de su apariencia ya que ella te ha cerrado las puertas de su cuerpo. ¿Hay un cuerpo ahora? ¿Tuvo esa mujer alguna vez un cuerpo? Oís gritar a Momir y no podés soportarlo. Oís sus rugidos de bestia herida, desesperada, y ni siquiera el súbito silencio te sosiega. Has movido muchos destinos de lugar, Camargo, pero el tuyo es el único que sigue inmóvil.
Ahora, en la calle, la desdentada examina los pasaportes y se declara satisfecha. Momir se ha echado bajo los jergones, macilento, corno un pájaro sin plumas. Tiene algunas manchas de sangre en el cuello de la camisa y la mujer le formula preguntas en un tono imperioso -casi dirías injurioso-, de las que sólo entendés unas pocas palabras. Ella parece decir: ¿Por qué no te cuidaste? ¿No le advertiste que estás enfermo? A lo que Momir responde: Gospodin Cro lo quiso así. Qué importa la enfermedad». La desdentada alza el puño y, por un momento, temés que empiece a golpear a su pareja. Está poseída, tal vez celosa. Como ha arrojado los pasajes y el dinero sobre los jergones, le hacés notar, por señas, que, si se descuida, el viento se los puede arrebatar. Sopla un aire helado y el cielo ha virado al gris, al rojo: tiene tal espesura que en cualquier momento podría desplomarse. Ubvatiti infekcíju, aúlla la desdentada. Antibiotike. Y de pronto caes en la cuenta de que no es su compañero quien la inquieta sino la mujer a la que acaban de abandonar varios pisos más arriba en su cama de suplicio, sobre las sábanas ensangrentadas por las llagas del chancro.
Durante semanas, Momir te ha llamado Gospodin Cro, lo que significa -estás casi seguro-doctor Cro, porque re has identificado así, con ese monosílabo de sapo. Pero la desdentada, que te ha evitado siempre con tenaz recelo, re mira ahora como si no supiera nada de vos, como si le inspiraras espanto, como si se negara a oír tu nombre. Tko ste vi?, re pregunta con saña. Cada una de esas palabras parece un perro que va a saltarte a la garganta. «Quién es usted, por Dios?„
Diez
No le iba a ser tan fácil liberarse de la mujer. Al tenderse de nuevo en su catre monacal de la calle Reconquista, Camargo creyó que había exorcizado para siempre la traición y la ingratitud de Reina. Sin embargo, no conseguía relajarse. ¿Como, por un instante, había supuesto que era posible abandonar a un hombre como él? ¿Con qué derecho esa mierdica pretendía darle lecciones de desdicha? Se levantaba, iba al baño, volvía a examinar el glande, por si asomaba alguna mancha, y de tanto en tanto miraba por la ventana.
A veces, cuando ya no toleraba más la tensión de los últimos días, Camargo se acostaba y cerraba los ojos, confiando en que el cansancio iba a derrotarlo. La ansiedad era siempre más fuerte. Daba vueltas alrededor del telescopio Bushnell, resistiendo la tentación de mirar, pero al final cedía: lo que pasaba en la ventana de enfrente era un imán más poderoso que su desinterés por todo lo que no fuera él. ¿Y acaso lo que pasaba allí no era también éclass="underline" su construcción, su decisión, su destino?
La indecisa luz de la madrugada empañaba las formas y no era fácil ajustar el lente. Por lo que se podía discernir, la mujer seguía durmiendo en una posición mortificante para sus vértebras: con el cuello ladeado, casi rozando un hombro, y la espalda curvada hacia arriba, como si hubiera tenido una almohada demasiado tiempo en el arco de la columna y alguien se la hubiera quitado. A la altura de las caderas, las sábanas estaban manchadas de sangre. Debió de suceder cuando a Momir se le reventaron unas ampollas de la ingle. No la he tratado mal, se había justificado. No la golpeé. Sólo le hice lo que usted me pidió, Gospodin Cro.
De vos, Camargo, no ha quedado ahí ninguna huella: estás seguro. Tal como en la noche de la filmación, también esta vez vaciaste los cartones de jugo en la pileta de la cocina, dejando que corriera el agua un largo rato, y metiste los envases vacíos en una bolsa que arrojaste luego en la calle. Ya nada se podía hacer para eliminar la sangre. Que la mujer imaginara lo que le diera la gana. No te importó tampoco que Momir usara las toallas del baño para limpiarse. ¿Quién podría identificar al vagabundo Witold Witkiewicz, ciudadano polaco que dentro de tres horas se embarcaría rumbo a Santiago de Chile, con el miserable que había asaltado a una periodista reconocida? Era improbable que la mujer denunciara el hecho a la policía. Ni siquiera podía estar segura de que la hubieran violado. No había visto a nadie. Quizás hasta se sintiera culpable. Había olvidado cerrar con traba la puerta del departamento y llamar a un cerrajero para que colocara un mecanismo de seguridad, tal como Sicardi le había aconsejado. Iría al médico: eso era previsible. Los análisis de sangre revelarían que estaba infectada. Cuando llegara ese momento, ¿cómo haría para contárselo al amante? Y él, ¿qué haría? Si Camargo estuviera en el lugar de ese hombre, oiría la historia con desconfianza. Era una idiotez tomar en serio a una mujer que se desnudaba delante de una ventana sin cortinas, exponiéndose a miradas intrusas, y que mecía el cuerpo de manera provocadora. ¿Se puede confiar en una mujer así?