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No sabe qué debería hacer primero: si verificar cómo ha sido violentada la cerradura o llamar a un médico. Los hospitales se han convertido en antros de enfermedad, no de salud. Las salas de emergencia están colmadas de heridos, y a los que no han perdido la conciencia les van drenando lentamente toda la plata para comprar gasas, algodones, alcohol. Siempre falta algo, y las esperas nunca terminan.

Las cerrajerías están cerradas a esta hora. No le queda sino la alternativa de hablar, entonces, con su ginecólogo. Son las seis y media de la mañana, ya lo sabe. Las únicas voces que oye son las de contestadores que remiten a otro número, y a otro. Es imprudente llamado a su casa: el médico la atenderá de mal humor, pero nada le importa. Le pagará lo que sea necesario. Una de las pocas lecciones útiles de Camargo es que, cuando te azota el rayo de la enfermedad, tenés que usar todos tus ahorros para detenerla. Camargo, ah, ¿y silo llamara? ¿De qué le serviría? ¿Acaso no la ha golpeado, no ha convertido en un tormento sus últimos días en el diario? Tampoco Maestro es de fiar: Camargo y él son ruedas movidas por la misma polea de transmisión.

Responda, doctor, responda, suplica Reina, hasta que por fin alguien atiende. Se deshace en disculpas. No molestaría a esta hora si no se tratara de algo grave. ¿Cuán grave?, pregunta el médico, desconfiado. Me han violado en mi propia casa, ¿puede imaginar el terror que siento?

El hombre es escrupuloso; habla como si la voz tuviera el camisolín de cirugía puesto, los guantes antisépticos y un barbijo que le deforma el tono hasta el estreñimiento. Tal vez debamos informar el caso a la policía, le dice. ¿O ya lo ha hecho? Doctor, usted es la única persona en la que puedo confiar cuando tengo una emergencia como ésta. ¿Cómo me aconseja que vaya a la policía? ¿Vive en Buenos Aires o en Oslo? ¿Sabe qué le sucede a una mujer acá cuando se queja de lo que yo me estoy quejando? Ala policía no voy a ir. ¿Quiere atenderme usted o llamo a otra persona? Vaya al laboratorio Primus Inter Pares, responde el médico con naturalidad, como si la ira de los pacientes fuera su elemento. Voy a ordenar por teléfono que le hagan un análisis de sangre y un hisopo de líquido vaginal. No podremos saber hoy mismo si está infectada, pero en estos casos, hay que tomar todas las precauciones, señorita Remis. ¿Ha observado si tiene pediculosis? No, Reina no ha observado detalle alguno. Tampoco ha tocado casi el área sufriente: sólo lo ha hecho para examinar si está herida y para lavarse con una esponja. Ni siquiera sabe qué es pediculosis. Piojos, ladillas, aclara el médico. Dios mío, responde ella, déjeme ver. Si, algo hay acá, formas que se mueven. No se inquiete: son insectos parásitos, fáciles de eliminar. Después de los análisis vaya a mi consultorio. Voy a estar esperándola desde las nueve. Si quiere que evitemos a la policía, vamos a hacerlo, pero tal vez no sea lo más recomendable. Usted es una periodista, ha publicado en su diario denuncias graves. La agresión que ha sufrido se podría repetir.

Reina deja la conexión de Internet encendida, a la espera de un mensaje de Germán. A las siete y media suena el teléfono y corre hacia él, golpeándose una rodilla. Lo que oye la decepciona: es la madre, acosada por la culpa.

– Ya ves lo que has conseguido, Reina -le dice-. Desde que llamaste, tu papá y yo no hemos pegado un ojo. ¿Todavía te hace falta que vaya?

– No, mamá. Ya se ha resuelto el problema. Gracias.

– ¿Viste que no era para tanto?

– No, no era. Siento haberte despertado.

– Se puede saber lo que te pasó?

– Una idiotez, mamá. Una pelea en el trabajo.

– Si te vuelve a suceder, esperó un poco antes de llamar, Reina. Ya sabés que cuando tu padre y yo dormimos menos de diez horas quedamos hechos una ruina por el resto del día.

– Ya entendí, mamá. Te dije que lo siento.

– Para qué estar despierta, digo yo. Este mundo es sólo maldad y sufrimiento, sufrimiento y maldad.

El amanecer ha sido de hielo pero apenas se alza el sol el aire se calienta velozmente y nada parece igual a lo que era. Para Reina, el sol siempre es un anuncio de melancolía, no la señal de que las cosas empiezan y se abren a la vida sino al revés: la prueba de que en algún momento terminarán. Se viste con lentitud mientras espera, a cada instante, que suene el teléfono. Al moverse, le duelen la espalda, el cuello, las articulaciones, y no entiende por qué. El ardor en el pubis es comprensible, pero los demás estragos del cuerpo no tienen razón de ser: no ve indicios de golpes ni hematomas por ninguna parte. Cuando enciende la televisión, advierte que el día de hoy no es el que ha pensado. Ha perdido veinticuatro horas no sabe cómo, se ha hundido en un sueño maligno y quizá siga todavía en él, quizá no pueda ya salir de la viscosa oscuridad donde ha caldo. Oye zumbidos en un lugar de la memoria que no puede encontrar ni esquivar, como si una incesante colmena estuviera abriéndose dentro de ella, trabajada por miles de obreras infatigables. Es la simiente de alguna enfermedad que rehíla y crece, una feroz abeja reina que, cuanto más alto vuela, con más dolor muere.

Bebe agua y agua sin poder saciarse. Demora hasta las ocho y cuarto la salida al laboratorio de análisis, con la esperanza de que Germán se despierte y conteste a su llamado. ¡Qué tonta! No se ha dado cuenta de que en Bogotá es dos horas más temprano que en Buenos Aires y que Germán tal vez haya trabajado hasta el amanecer. Lo peor sería que estuviera de viaje, pero eso es imposible. Si Reina lleva bien las cuentas, al día siguiente van a encontrarse en Río y él no seguirla dos rumbos a la vez. A menos que se le haya adelantado y ya esté en Brasil, esperándola, pero en tal caso la había llamado por teléfono. El contestador no registra más llamadas que las de Sicardi, amonestándola por no haber ido a trabajar, y una advertencia cortés de Maestro: «Ay niña, niña, ¿dónde te has metido?».

Tanto el laboratorio como el ginecólogo le confirman lo que temía: el hombre que la atacó estaba infectado por una miríada de males venéreos. Antes de cuatro a seis semanas no le podrán decir si, además, era un HIV positivo. Lo usual es atacar la enfermedad antes de que aparezca. El médico prescribe una batería de antibióticos y, desde ahora mismo -insiste: ahora mismo-, Reina debe tomar el cóctel antiSIDA.

– Acaso usted sufra efectos secundarios desagradables -le advierte-: anemia, un poco de ansiedad, algo de fiebre.

– Tengo que viajar a Río esta misma noche -dice Reina.

– Ni se le ocurra. Por unos meses debe olvidarse de los viajes. Necesita alguien a su lado que la cuide. Lo que le ha ocurrido es serio.

– Una persona me está esperando en Rió, doctor. Ha viajado miles de kilómetros para verme.

– Si ha sido capaz de llegar hasta Rió podría también venir a Buenos Aires. Es muy posible que debamos repetir los análisis.

– Qué podría pasarme si viajara de todos modos?

– No sé, no puedo adivinar. Ha sufrido un ataque sexual de alguien que está muy enfermo, señorita Remis. Imagine cuáles pueden ser las consecuencias.

– ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia? Si tiene suerte, pocos meses.

– Nunca tengo suerte. En ese caso, ¿cuánto?

– Quizá toda la vida.

Odia el departamento al que debe volver ahora. Odia las barandas cromadas de las escaleras, el ascensor silencioso, las paredes pintadas de blanco cadavérico, la asepsia, los espejos. Odia el desamparo de la calle que está debajo y la opresión de las noches en las que nada sucede, salvo la desdicha: podría estar en la intemperie de la llanura y todo sería menos impuro que ese núcleo de la ciudad en el que durante el día hay una vida virtual y, por las noches, la pesadez de la muerte verdadera. Pero ahora no puede marcharse. Tampoco tiene adónde ir. La madre le diría: ¿Cómo podes pensar así, con todo lo que hemos hecho para cuidarte y educarte? ¿Acaso nuestra casa no es tu casa? ¿Acaso ya no re gusta los domingos ir a Longchamps con tu padre y galopar en el alazán que alimentamos y lavamos sólo para que vos puedas montarlo? Imaginar el regreso a la casa familiar le infunde más miedo aún que la enfermedad o la miseria: dejaría de ser ella misma, retrocedería al estado de ninfa, al convento de la obediencia, a las reglas de la implacable hermana superiora. Sobre la lisura del cielo reinada un dios único y se apagaría la libertad de pensar en los mesías gemelos, en el mundo creado por un Principio Femenino y en la victoria final de los pobres sobre los poderosos. Sin libertad sólo habría resentimiento y desdicha, y ella no sería ella sino su madre. No. Es imperioso volver al departamento que odia porque allí, junto a la cama que quisiera destruir e incendiar, está el teléfono al que Germán va a llamarla, si acaso no la ha llamado ya.