Desde hace días, Camargo ha prescindido del chofer que lo llevaba de un lado a otro. Ahora maneja él mismo los automóviles del diario, para disimular sus visitas a la calle Reconquista. En verdad, podría caminar las pocas cuadras que separan su despacho del departamento. Pero, yendo a pie, no podría darse cuenta de quién lo sigue.
El sábado, distraído, ha cruzado una de las esquinas más trajinadas de la calle Corrientes cuando el semáforo estaba en rojo. Un colectivo a toda velocidad golpeó su auto de costado y estuvo a punto de volcarlo. El vehículo quedó inútil pero él ha salido ileso. Es un signo de que la suerte sopla otra vez a su favor. El domingo al amanecer, cuando está ya por abandonar la vigilancia y cabecear un sueño ligero, advierte que la mujer, levantándose con inesperada agilidad, vuelve a vestir las ropas de montar: los breeches, las botas altas, la cazadora y el sombrero de fieltro. Antes de las siete, parte en un taxi con rumbo desconocido. Todo sucede tan rápido que Camargo no tiene tiempo de salir a la calle y seguirla en otro taxi. Lo consuela la novedad de que la mujer está regresando a sus costumbres. Ahora tiene la certeza de que las cosas volverán a ser como antes.
Es la primera vez en semanas que puede relajarse y conciliar el sueño. A eso de las cuatro de la tarde, cuando se despierta, lo invade una resolución inquebrantable: llamará a Reina por teléfono esa misma noche e intentará recuperarla. Va a ser difícil que lo rechace, porque no existe más el obstáculo que los separaba: el editor (leva casi cuatro días sin dar señales de vida y parece haber aceptado el fin de la relación. Además, ella no tiene nada que perder y él, sin embargo, estaría arriesgando mucho. Un hombre que no teme al escarnio ni al contagio es porque está por encima de todo, al di sopra di ogni sospetro. Vuela tan alto que nada puede mancharlo. Lleva en sí tanta luz que todo lo que toca se enciende y se salva.
Como sucedía en los domingos del pasado, la mujer regresa de su cabalgata ya muy tarde, a eso de las diez. La acompaña una pareja de viejos rústicos, tan en desarmonía con esa zona impersonal y solemne de la ciudad, que no saben qué actitud tomar después de haber estacionado una destartalada camioneta Ford ante el edificio de Reina. Durante tres a cuatro minutos permanecen en la cabina del vehículo, sin moverse. Tal vez discuten si visitar el departamento de la hija -Camargo no duda del parentesco: el parecido con la mujer es inequívoco- o regresar hacia Adrogué. Cada vez que mencionaba a los padres, Reina eludía entrar en detalles, y ahora Camargo entiende por qué: son idénticos a la hija y, También, demasiado diferentes, como si, al reproducirse, hubiera brotado de ellos una especie que desconocen. El hombre es calvo, de boca pequeña y barbilla pronunciada. La madre tiene los mismos movimientos ondulantes y, cuando se ríe, exhibe las encías con desparpajo. Desde lejos, parecen tener la dentadura estropeada, pero la precisión del telescopio no es tanta como para comprobarlo. De lo que Camargo está seguro es de que Reina se avergüenza de ellos: se la nota dividida entre instarlos a entrar y mostrarles la impersonalidad de su departamento, o dejarlos marcharse porque es demasiado tarde y han pasado todo el día juntos.
Eso es lo que sucede al fin. La mujer, al entrar en su dormitorio, repite algunos detalles del antiguo rituaclass="underline" lucha con ahínco para desprenderse de las botas y se libera de las medias alzando las piernas, algo derechas para el gusto de Camargo y de tobillos demasiado gruesos, aunque adornados por una tenue mancha, un lunar que él se desespera por besar ahora mismo. También esta vez Reina se quita la blusa por arriba de la cabeza y explora el olor de las axilas. Quién sabe si se ha bañado antes de salir. Es posible que lo haya hecho durante una de las breves ráfagas de sueño a las que él sucumbió sin querer, pero aun así, después de un día entero de cabalgata, el perfume de los jabones se habrá disipado ya, permitiendo que regresen los humores de su piel. Una vez más, Camargo examina la cicatriz que la mujer tiene debajo del ombligo, sobre el nacimiento del vello, vestigio de una operación de apendicitis mal suturada en la niñez. La mujer es siempre elusiva cuando habla de su pasado, y respondió con hostilidad cuando Camargo se atrevió a preguntarle cuándo y con quién había perdido la virginidad o cuál era el recuerdo sexual más intenso de su vida.
Ahora la ve encender el televisor y decide llamarla, antes de que se interese en algún programa. Ella se incorpora en la cama, sorprendida de que el teléfono suene a esa hora, y después de un momento de indecisión, salta hacia el aparato. A lo mejor piensa que es el amante colombiano, ávido de perdón.
– Soy yo -dice Camargo.
– ¿Yo, quién?
– Hubo un tiempo en que no necesitabas hacer esa pregunta. Soy yo, el de siempre.
– Si sos el de siempre, ya habrás aprendido a dejarme en paz.
Está roja de cólera. Es la primera vez que Camargo ve la erupción de una cólera que ha tardado meses en fermentar. Pero no ha cortado la llamada: eso le basta. Quizás haya tocado algún flanco sensible del cuerpo de la mujer mientras tanteaba en la oscuridad.
– Si yo estuviera en paz, te dejaría en paz -dice Camargo-. Pero no puedo. No soporto la idea de que te hayas ido.
– Es patético. ¿Cómo que me fui? Me echaste.
– ¿Qué se podía hacer? Desaparecías. Faltaste más de tres días sin avisar. No te encontrábamos por ninguna parte.
– Estuve enferma. Pero no sé para qué te estoy dando explicaciones. Adiós.
– Un momento: no cortés. Podríamos volver a empezar, como si nada hubiera pasado.
– Sos vos el que está enfermo ahora. No entiendo cómo tenés todavía el coraje de llamar. Me dejaste sin trabajo. Hablaste con medio país para que me pusieran en las listas negras. Me golpeaste. Dios mío. No te deseo el mal. No te deseo nada. Sólo quiero que me dejés tranquila.
Ahora, sí, cuelga el tubo. Lo hace con fuerza, como si el golpe pudiera destruir su voz, su sombra, su recuerdo. ¿Qué habría hecho Petruccio si Katherine hubiera respondido con la insolencia de Reina? La habría encerrado, la habría dejado sin comer ni beber: la doma de la furia. Pero eso fue posible sólo porque Petruccio, seguro de sí, consintió en casarse con ella. Encontró un lazo para mantenerla atada a su yugo. El la ha dejado ir: ése fue un error de cálculo. Con la afrenta de Momir, la mujer ya habría tenido bastante. Te has pasado de revoluciones, Camargo. Deberías ofrecerle algo a lo que ella no se pueda negar. Volvés a llamarla, con la certeza de que no va a responder.
De todos modos, la ves incorporarse en la cama al oír el teléfono. El timbre enlaza, monótono, las dos ventanas. Por un momento, creés que va a taparse los oídos, porque sus manos se alzan, en un ademán de súplica o de advertencia. Luego, se cubre los pechos con las sábanas, como si presintiera que alguien la está observando. Su mensaje fluye, límpido, del contestador: «No estoy. Deje su número y la hora de su llamada».
– Reina -decís-. Queenie. Quiero empezar todo otra vez. Quiero casarme con vos. Es en serio. Quiero casarme. Por favor, contestá. Si no sé nada de vos, mañana voy a pasar por tu casa para saber qué pensás. O si no, paso dentro de dos días, de tres.
La postergación es un elemento esencial de la doma: dos días, tres. Ella esperará temblando el momento en que subas por el ascensor, des un par de pasos en el palier, te detengas ante la puerta, y golpees. Has recordado que, en un capítulo de Los siete locos sobre la humillación, Erdosain cuenta que su padre, cada vez que cometía una falta, lo mandaba a dormir diciéndole: «Mañana te pegaré La noche se le volvía interminable. Una claridad azulada entraba por los cristales. Cuando por fin el sueño lo rendía, llegaba el padre: «Vamos, ya es hora». Y obligándolo a ponerse de rodillas, le cruzaba las nalgas con latigazos crueles. Mañana, dentro de dos días. Así harás vos, Camargo. La llamarás y le repetirás: Mañana. Cuando por fin estés ante su puerta, Reina inclinará la cabeza y vos la pondrás de rodillas, sin permitirle que se levante nunca más.
Vamos, ya es hora, dice Camargo. Desde que ha llamado a Reina por teléfono, sólo puede pensar en la imagen de ella abriéndole la puerta y diciéndole: Volvamos a estar juncos. Hagamos de cuenta que nada ha sucedido. Dividir su inteligencia entre la mujer y el diario lo debilita. Ha caído una o dos veces en distracciones imperdonables. Jamás en el trabajo. Allí sólo está irritado y menos tolerante, pero su talento sigue intacto. Ha reescrito con pasión una crónica sobre el choque de dos avionetas en el cielo de Chacabuco, la ciudad de llanura que atravesó la noche en que iba al encuentro de Reina, en la Azotea de Carranza. Ha logrado que uno de sus periodistas entreviste a Vladimiro Montesinos, el monje negro del Perú, en el avión donde regresaba a Lima desde su exilio panameño. Cuando examina las ediciones de El Diario por la mañana, confirma cada día que ha derrotado a El Heraldo. No, no es allí donde su ingenio trastabilla. Es en el orden de las pequeñeces cotidianas: a veces se olvida de quién es la persona con la que debe almorzar cuando ya está camino del restaurante. Ha vuelto a inutilizar otro de los automóviles del diario: esta vez, por inadvertencia, lo ha dejado caer en un pozo de reparaciones eléctricas. El tren delantero se ha hecho pedazos. Lo desespera el deseo de regresar cuanto antes al departamento de la calle Reconquista. A cada rato examina el celular donde recibe las llamadas personales para verificar si hay algún mensaje de la mujer. Nada. Lo único que le ha deparado el lunes es la voz de Diana, para preguntarle cuándo volverá a verlo. En Navidad, le ha respondido. Antes de Navidad, hijita, te lo prometo.